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viernes, 7 de abril de 2017

El legado del viejo Samuel


Cuando en 2009 llegué a la primera clase del curso para convertirme en radioaficionado encontré algunos grupos de letras seguidas de rayas y puntos desparramados sobre el pizarrón del Radio Club City Bell. Algo resultaba claro y evidente: había llegado tarde y la clase estaba empezada. Supe luego que no eran rayas y puntos sino una sucesión de "díes" y "daes", representación fonética de las letras de nuestro alfabeto, según el amigo Morse.

Samuel Morse (www.profesorenlinea.cl).
Pasa que don Samuel Finley Breese Morse, nació el 27 de abril de 1791 en Boston, Estados Unidos, y murió el 2 de abril de 1872, a los 80 años. Ambos aniversarios se cumplen este mes. Hoy encajaría perfectamente con la política estadounidense del presidente Trump, ya que era un activo anticatólico y antiinmigración en aquellos mediados del siglo XIX. Pese a ello era un hombre generoso y caritativo.
Volviendo a sus inventos, no hay dudas de que el Viejo Samuel la tenía clara: con su código podía lograrse una comunicación universal, más allá de lenguas y razas, de sapiencias y culturas. Como si se tratara del esperanto, el código que lleva su nombre era, al fin de cuentas, el complemento necesario de su otro gran invento: el telégrafo.

Los buenos instructores del Radio Club City Bell así lo hicieron saber y así lo entendimos los aspirantes a radioaficionados. Más aún, el profe Tito Corda se adelantó a la pregunta que se veía venir y dijo: "Aunque les parezca obsoleta e inútil, aún en las peores circunstancias la telegrafía les va a permitir establecer una comunicación o, por lo menos, pedir auxilio. Alguien los va a escuchar".

Así entendimos el por qué de la obligación de rendir un examen de habilidad en telegrafía para después hablar por radio. Hoy por hoy, realmente, cuesta creer que en la era de los satélites y las comunicaciones, hoy que con un teléfono satelital podemos establecer contacto con regiones remotas o que simplemente conectados a Internet podemos comunicarnos con un interlocutor residente en Japón o China más rápido que lo que duraría el vuelo estratosférico anunciado por un expresidente, puede parecer una estupidez perder el tiempo aprendiendo código Morse.

Sin embargo, -y permítase la comparación- la telegrafía es como las cucarachas: podrá venir un cataclismo, un terremoto, un tsunami, una explosión atómica, pero una y otras, seguirán ahí, vivitas y coleando, siempre listas. Durante el duro terremoto de Chile y el consecuente tsunami de 2010, sólo los radioaficionados con sus obsolescencias pudieron hacer llegar los primeros llamados en pos de auxilio. Y las comunicaciones más eficientes fueron las llevadas a cabo mediante telegrafía o, como la llaman en la jerga, el "CW". Alguien emitió un S O S (auxilio), y otro alguien respondió con un Q S L (recibido), y la ayuda comenzó a organizarse.
Manipulador para práctica de telegrafía, factura casera. 

Sin embargo debemos confesar algo: transmitir CW nos costó un poco, pero más o menos lo sacamos decentemente. Ahora, recibir... Dios mío.... ni papa.

    ¿Y por qué elegimos este tema para hoy? Porque la semana pasada se cumplió un aniversario del fallecimiento de Morse y porque desde hace más de medio siglo que en City Bell hay una institución donde se enseña y se practica la telegrafía: el Radio Club City Bell que, dicho sea de paso, está a punto de iniciar un nuevo curso destinado a aspirantes a ser radioaficionados.

    A la memoria de Morse, entonces, 7-3 (“saludos” en la jerga telegráfica) y larga vida a sus inventos.
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06 abr 17




martes, 3 de enero de 2017

Mi vida en la Estancia Grande



¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué guardarse para uno las vivencias del tiempo en que fuimos habitantes de la Estancia Grande, la que fuera de la familia Bell y parte de cuyas tierras dieron origen a la tierra que habitamos? Le hemos dado suficiente centimetraje de papel (y de espacio cibernético) a mucha gente hablando sobre su experiencia al respecto; por lo tanto, ¿no nos habrá llegado la hora a nosotros?
No tuvimos el orgullo de ser peones, ni choferes, ni mucamas de la Estancia. Tan sólo nos tocó asumir el rol de soldado de la Patria, vaya honor, si se quiere, aún cuando en 1979 la Patria era muy distinta de la que soñaron San Martín y Belgrano, padres fundacionales de nuestro Ejército Argentino.

Subordinación y valor
Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march.
Casco de la Estancia Grande. Hoy casino de oficiales de 
la Agrupación de Comunicaciones 601.
Era muy raro eso de sentirse prisioneros a pocas cuadras de donde habíamos cursado las escuelas primaria y secundaria, en contacto visual con la baliza del tanque de agua ubicado a dos cuadras de casa, viendo pasar a familiares y amigos por la calle Güemes y nosotros ahí, debajo de un casco o de un casquete, empuñando un fal o una cortadora de pasto, poco importaba.
Fue muy raro el día de la incorporación. Un domingo a las 5 de la mañana, esperando en la puerta del Batallón a que se hicieran las 6 o las 6 y media. Tampoco importaba, porque desde entonces el tiempo sólo se comenzaba a medir en los días que faltarían para la baja; un tiempo sin mensura.
Era raro, porque de ojito podíamos bichar en un televisor (blanco y negro aún, obvio) a Reutemann paseando por Mónaco, llevando su Lotus al tercer puesto después de haber largado 11º. En la tele veíamos de contrabando la carrera de Mónaco y nosotros, en traje de Adán y descalzos hasta la nuca, hacíamos cola para recibir la temida y temible vacuna en la espalda, aquella que todo lo mata. Por poco que hasta a los reclutas.
Antes de saber
Así las cosas, a medida que nos fuimos familiarizando con el lugar, conociendo algunos sectores, empezamos a imaginar a los ingleses de la segunda invasión acampando bajo los eucaliptos propiedad de sus compatriotas los Bell. Aún no sabíamos algunas cosas como que la especie arbórea fue introducida por Sarmiento algunos años después; que los Bell no eran ingleses sino escoceses y que comprarían la estancia que llamaron Grande unas cuatro décadas después de que la Corona fracasara en su segundo intento de invasión y conquista.
Tampoco sabíamos quién era Alice Bell cuando encontramos un pequeño mármol con su nombre en los jardines que rodean el casino de oficiales de la unidad militar. Cuando más de 20 años después nos abocamos a la investigación que dio forma a "City Bell - Crónica de la tierra de uno", supimos que Alice Chantrill era la esposa de Percival Bell, y que junto a sus hijos Lorna, John y Audrey fueron los últimos habitantes de la Estancia, cuando llegó el Ejército en 1944. Lorna, nieta de Jorge Bell, nos contó mucho después que ese mármol lo había hecho grabar ella y lo había llevado en una visita a la exestancia como homenaje a su madre.
Memorias de un recluta
Que alguien que hizo el servicio militar comience a contar sus anécdotas es harto peligroso para quien escucha. El conscripto es capaz de contar la más intrascendentes de las experiencias militares como si hubiera participado de la toma de la Bastilla o del cruce de los Andes y no abandonar sus relatos hasta notar que los demás lo abandonaron a él.

Hoy nos resulta una experiencia fascinante evocar algunos momentos de aquellos meses bajo bandera. Asumimos que la escarcha de mayo habrá sido similar en los años de funcionamiento de la Estancia que en esos finales de la década de 1970. Que no habrá mayor diferencias entre los cielos estrellados infinitos de una y otra época, como tampoco entre las largas noches silenciosas.
Cuando una noche de luna llena ese silencio se quebró por extraños ruidos que creíamos venidos de la cochera semicubierta del Casino de Oficiales y debimos cargar nuestro FAL al grito de "alto, ¿quién vive?", sentimos que de algún modo estábamos profanando un lugar sagrado: el sonido metálico del fusil cargando su munición y nuestra voz temerosa resonaron como un grito en una catedral vacía. Y cuando el presunto enemigo acabó siendo una rama de eucalipto que se desgajó desde lo alto y cayó a menos de un metro de nosotros, sentimos que habíamos nacido de nuevo. Si nos hubiese dado en la cabeza, tal vez habríamos tenido el dudoso honor de morir vistiendo el uniforme de quienes defienden a la Patria, y nada menos que en el corazón de la Estancia Grande.

En fin, que no hemos de contar aquí nuestros meses de colimba. El servicio militar obligatorio es, ya, una pieza de colección y quienes lo hicimos, una especie en extinción. Pero si alguien nos pregunta si nos sirvió para algo, le respondemos que sí. Porque nos dio la oportunidad de habitar, por algunos meses, la mítica Estancia Grande de la familia Bell. La época y las circunstancias, son un simple detalle.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Que la Navidad no sea al "cuete"

    Quiérase o no el espíritu del final del año está presente en las conversaciones, en los planes, en las noticias... Aún para aquellos que por una cuestión de fe no celebran la Navidad, el cambio de año es insoslayable y, aunque no quieran, les llegará algún brindis, algún saludo, o por lo menos, el medio aguinaldo de diciembre. Y si así no fuera, ya pasará el basurero tocando timbre y dejando la tarjetita de saludo a cambio de algún billetito a voluntad.

    Sin duda que la Navidad es el centro de este tiempo. La hemos heredado a través de la fe junto con la civilización europea y occidental que nos ha tocado en suerte y junto con ella vinieron las comidas cargadas de calorías –ideales para esta época en el hemisferio Norte-, la figura de Papá Noel como popularización de san Nicolás de Bari –un obispo heredero de fortuna familiar que decidió repartirla entre los niños más necesitados de Pátara, la ciudad turca de donde era patriarca- y el estruendo de los fuegos artificiales.

    Cuando éramos chicos no podíamos concebir los primeros días de las vacaciones escolares sin molestar con los cohetes y los triangulitos, ya que no era mucho más lo que nos dejaban comprar. Tomábamos todas las precauciones de seguridad, esperábamos que el último vecino del barrio se levantara de la siesta, y allá íbamos, a meter un poco de ruido.

    Con el tiempo, con la pirotecnia pasó como con los helados: de ser un producto asequible sólo en esta época del año, pasó a conseguirse y consumirse durante los doce meses sin demasiado esfuerzo, más allá del económico.

    Pero en esta época en que parece que nos portamos peor que cuando éramos chicos, la pirotecnia aparece anotada en el pizarrón junto con los chicos malos: se le acusa más de molestar a las mascotas que a los humanos o de ser potencialmente peligrosa para quien la manipule.

    Desde diversos espacios se pide el no uso de pirotecnia y fuegos de artificio en nombre de la salud de perros, gatos, mascotas y pájaros. Quiere decir que desde los chinos de hace dos mil años para acá nos vinimos portando muy mal para con nuestros queridos animales.

    Pero resulta que chinos, hindúes, griegos y romanos, desde tiempo inmemorial sumaron la pirotecnia a sus grandes ceremonias no sólo con un fin festivo sino también, en sus creencias, para ahuyentar los malos espíritus con vistas al año que iniciaban, a la fiesta que celebraban, a la etapa que comenzaba como podía ser, por ejemplo, la siembra.

    Vale decir que en su origen cohetes y fuegos artificiales tuvieron un sentido que le hemos perdido.

    En todo caso, la costumbre platense de armar y quemar muñecos pirotécnicos cada 31 de diciembre o en las primeras horas del 1º de enero, tiene la virtud de reunir en torno de ellos a la comunidad barrial después del brindis familiar. Y ni hablemos del arte volcado, que en muchos de ellos no tiene desperdicio.

    Pero hablábamos de la Navidad, que para muchos es una cuestión religiosa, para otros una cuestión social y para otros, meramente comercial. En todo caso, está cumpliendo la función de unirnos a todos, cada cual a su modo, llevándola en el pensamiento y en el sentimiento por algunos días.

    La muestra de pesebres y el eslogan “Navidad en City Bell” ya son un clásico local después de siete años de organizarse. Darse una vueltita por las ferias artesanales citybellinas para comprar presentes para todos los participantes de la mesa navideña, es casi un imperdible de cada diciembre.

Recorrer los barrios para apreciar las casas y sus jardines ornamentados para la ocasión es otra propuesta para no despreciar, aunque nos falte la nieve de las películas y todo parezca más Coca Cola que un humilde pesebre para un recién nacido.

    Lo deseable, entonces, es que cada uno tenga su Navidad y su Año Nuevo. No importa si no hay un Niño Dios naciendo dentro por una cuestión de creencia. Lo que importa es que no pase sin ton ni son, que aminoremos el paso, que miremos hacia adentro y también alrededor. Que nos encontremos con nosotros, con el otro; que sepamos que unos y otros nos necesitamos, que nos tenemos.

    Que la Navidad y el Año Nuevo siguen existiendo sin el estruendo de la pólvora inflamada, aunque no concibo una Navidad silenciosa ni un villancico cantado sin fuegos de colores como fondo.

    Esta Nochebuena y este Año Nuevo, en las burbujas de nuestra copa estarán todos los nombres que fueron parte de nuestro año que se va. Y estarán todos los deseos de unos y de otros para que se vayan construyendo a lo largo de 2017.

    Salud, felicidades y que sea Navidad, entonces, muy dentro de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos...
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Buen tipo, ese Papá Noel

Diciembre estuvo misericordioso aquella noche en el parque del jardín de infantes. La temperatura había bajado a dieciséis benditos grados, más soportables que los treinta y uno que durante el día habían amenazado con una actuación calurosa más por el clima que por la ternura de los pibes. La tranquilidad que a lo largo de las horas previas había cultivado el cronista condenado a un papanoelismo histriónico, se acabó cuando la profesora de música le espetó: "¿Cómo? ¿No te dijeron qué tenés que hacer y decir?". Nadie le había dicho nada. Y una cosa es improvisar ante los inocentes pibes preescolares, y otra es poner la cara delante de padres y abuelos llegados a borbotones como habitantes de un hormiguero que alguien acabara de patear.

¿Existe Papá Noel?
San Nicolás nació por el año 280 en Patara de Licia, en la actual Turquía. Hay de él muchas noticias, pero es difícil distinguir las pocas auténticas del gran número de leyendas tejidas alrededor de su vida. Estamos hablando también de san Nicolás de Bari y, aunque parezca mentira, del mismísimo Papá Noel o Santa Claus, entre sus muchas otras identidades. Con lo cual, ya estamos respondiendo a uno de los interrogantes que por siglos ha desvelado a la humanidad: Papá Noel existe. O, por lo menos, existió.

El culto a san Nicolás se difundió en Europa cuando sus presuntas reliquias fueron llevadas de Mira y colocadas, el 9 de mayo de 1087, en la catedral de Bari, en Italia, para evitar que fueran profanadas por los turcos. En la Leyenda Áurea se lee: "Nicolás nació de ricas y santas personas. Cuando lo bañaron el primer día, se paró solito en la tina...". Ya más grandecito "rehusaba las diversiones y las vanidades y frecuentaba la iglesia". (La Leyenda Áurea o Leyenda Dorada es una compilación de relatos hagiográficos reunida por Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII).
Al perder a sus padres un tío suyo, que era obispo de Mira, lo ayudó a que se ordenara sacerdote. Pero como aquella vida tampoco le llenaba, decidió abandonar el mundo y se retiró a la Tebaida. Elevado a la dignidad episcopal tras la muerte de su tío, el santo pastor se dedicó a su grey distinguiéndose sobre todo por su gran caridad, cuando se dio cuenta de que los bienes de esta tierra no hacen la felicidad y se dedicó a ayudar a todos los necesitados con la fortuna que había heredado de su familia.

No hubo nadie que no encontrase remedio a su miseria si recurría a Nicolás. El hombre se privaba de lo más necesario para sí con tal de que los demás no padeciesen dificultades. Entonces empezó ya a obrar milagros de los que está llena su biografía y la devoción popular ha hecho llegar hasta nosotros. Se habla de que un hombre prostituyó a sus tres hijas a fin de ganar el dinero que les permitiera ser desposadas por sendos caballeros. Sabedor de la situación, Nicolás se ocupó de dejar en esa casa una bolsa con oro para cada una de las niñas a la edad en que se fueron haciendo casamenteras.

Y obras como esa, muchas son las que se mezclan entre la leyenda y la tradición. Nicolás habría resucitado a tres niños a los que un carnicero había asesinado para comercializar su carne, como así también se le atribuye al personaje navideño muchas buenas obras en beneficio de navegantes y marinos.


Los nombres del mito
La devoción a san Nicolás es la de mayor popularidad en muchos países, sobre todo por celebrarlo como "Santa Klaus" y como abogado ante los peligros. Tiene muchas iglesias dedicadas en todo el mundo, sobre todo en Grecia. Se le llama "de Bari" porque desde el siglo XI reposan allí sus reliquias. El nombre de "Noel" procede de Finlandia.

Alrededor de 1624 los inmigrantes holandeses fundaron la ciudad de Nueva Amsterdam -más tarde llamada Nueva York- y llevaron consigo sus costumbres y sus mitos, entre ellos el de "Sinterklaas", su patrono (cuya festividad se celebra en Holanda entre el 5 y el 6 de diciembre, en curiosa coincidencia con la fiesta católica de san Nicolás).
En 1809 Washington Irving escribió una sátira, Historia de Nueva York, en la que deformó a "Sinterklaas" en "Santa Claus". Clement Clarke Moore, catorce años más tarde, publicó un poema donde alude a un Santa Claus enano y delgado como un duende, pero que regalaba juguetes a los niños en víspera de Navidad y que se transporta en un trineo tirado por renos.
Recién en 1863 Papá Noel recibió la actual fisonomía de obeso barbudo y bonachón que más se le conoce, creación del dibujante alemán Thomas Nast, quien diseñó este personaje para sus tiras navideñas en el semanario Harper's Weekly. Allí adquirió su atuendo, posiblemente inspirado en el de los obispos de antaño. Pero para entonces, ya poco quedaba del santo de Mira en el personaje del mito. Y ni hablemos del significado religioso de la fecha.

Papá Noel refresca mejor
Ya en el siglo XX, en 1931, la Coca-Cola Company encargó al pintor Habdon Sundblom que "aggiornara" la figura papanoelina para hacerla más humana y creíble. Sin embargo, nada tendría que ver el color rojo de la multinacional con el de las ropas de Noel, dado que era indistinto que el personaje apareciera ataviado de verde o de rojo. Si embargo, sí es cierto que con el tiempo la publicidad de la gaseosa contribuyó a la popularización de esos colores y del mito mismo. Hay muchas ilustraciones anteriores en las que es común el color rojo y blanco de la vestimenta de Nicolás, si bien es cierto que desde mediados de 1800 hasta principios de 1900 no hubo una asignación concreta al color de Papá Noel.
Más allá de todo refresco y de toda disquisición, genera curiosidad saber que en Chile es llamado "Viejito Pascuero", en Venezuela es pronunciado como "Santa Clos", en osta Rica lo llaman "Colacho", en Alemania es "Nikolaus" o "Weihnachtsmann" ("hombre de navidad"), en Finlandia "Joulupukki", en Hungría "Télapó", y sigue la lista.

Puesta en escena
Pero estábamos hablando de cuando nos tocó hacer de Papá Noel, hace ya muchos años, y eso que teníamos entonces mucha menos panza que ahora... Escondido en la planta alta, el escriba se enfundaba en el traje rojo brilloso mientras por la buhardilla espiaba lo que pasaba en el parque. El arbolito de navidad se agitaba al viento mientras sus luces prendían y apagaban al ritmo de los latidos de todos los corazones infantiles. El Niño Dios de carne y hueso no lloraba como suele suceder en los pesebres vivientes y los pastorcitos hacían lo suyo, los reyes magos también, y las flores engalanaban las nubes sacando de su corazón todo el misterio de su color, su perfume y su belleza.

La celosía del primer piso era una posición de privilegio para ver todo lo que sucedía allí abajo. Era la visión recortada de una aldea aguardando algo de lo alto, que en este caso debía encarnar uno mismo. Susana Pietrángeli agitaba sus cascabeles al ritmo de villancicos con la misma alegría y pasión con que lo hacía en su época de maestra de quien ahora hacía de Papá Noel. Y Fito Paunero compartiendo la trastienda, marcando el tiempo de cargar las bolsas con todos los regalos y bajar la escalera para aparecer entre la multitud.
Eran cientos de ojitos encendidos como luciérnagas que brillaban en la penumbra del parque. Y entre pedidos de regalos, una vocecita con mirada inquisidora ametralló el alma del gordo de rojo y borceguíes un tanto "heavy": "Vos no sos papá Noel; vos sos el de la Estación de Servicio". "Cerrá el pico o o te pateo el culo con estos borceguíes y en tu casa no te dejo ningún regalo", le dijo el émulo de Noel, y se perdió entre la multitud enana.

Dar la cara
"Hacé una bozarrona gruesa", le habían pedido, sin saber que uno nunca había bajado de una segunda voz toda vez que la señora Teresa de Sal Gómez pretendía organizar un coro en las clases de música del colegio. Así que de lo más hondo de su garganta, Papá Noel sacó un alarido tratando de suplir la potencia de un micrófono que, como ocurre en los actos escolares, nunca anda o se acopla con los parlantes. De la tradicional carcajada del personaje, mejor ni hablar.

En muchos padres pudo adivinarse la nostalgia de una infancia lejana. La expresión de otros delataba el recuerdo de tantas navidades pasadas en esa misma casa en los tiempos en que pertenecía a los Quintana. Y Papá Noel saludó otra vez, acarició y besó nenes, y se fue custodiado otra vez por Fito para quien por su bondad y su servicialidad, todo el año es Navidad.
Terminada la función, había llegado el momento de sacarse la careta y ser uno más de los padres. Y ahí se acabó la magia y siguió la fiesta. El cronista abrió el bolso, guardó su disfraz de tela roja, y con cuidado, enrolló junto con él el secreto de la ficción y la sensación de que ese día, el purrete que fue alguna vez no pudo tocar ni abrazar a Papá Noel, como todos los demás.

El ilustre tronco

Madera dura ha de ser. El tronco, de unos setenta centímetros de alto y unos treinta y cinco de diámetro, estaba siempre ahí, cual portero de hotel cinco estrellas, junto a la entrada grande del taller mecánico, estoico, soportando sobre sí una bigornia de acero que había de pesar más de cincuenta kilos. Parecía la representación de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus hombros.
Si aquel trozo de madera truncada y aquel de metal modelado estuvieron juntos desde que allá por el '53 los amigos decidieron unirse para abrirse camino en la mecánica, está claro que la pieza tiene más de cincuenta y tres años desde que fuera talado el árbol del que era parte: un tronco verde no podría haber soportado mucho tiempo en su función de pedestal de yunque. Sin embargo hoy, bajo su pátina de tierra y aceite, de grasa y machucones, de chorreaduras de pintura, las huellas del tiempo son algunas pocas grietas de escasa profundidad.

Yunque y martillo, yunque y martillo, yunque y martillo. Una sucesión reiterada de golpe y chasquido, símbolo universal del trabajo sudado. La llama del soplete calentando la pieza de terco metal, y otra vez yunque y maza para ese hierro al rojo.
Y el tronco allí, impasible junto a la puerta, forjando su reciedumbre invierno y verano. Aún cuando el frío y el vendaval obligaban a trabajar con el portón corredizo apenitas abierto, él y su yunque permanecían en su lugar, como asomados a la inclemencia climática y a la vista del transeúnte.
Aquel cliente de tantos años del taller se lo dijo al cronista una vez, en un encuentro fortuito:"Cuando me acuerdo del taller de tu Viejo, me viene a la memoria la imagen de ese yunque sobre el tronco". Cuando el taller se vendió para nunca más abrir, la nostalgia del escriba quiso recuperar aquella masa de metal encaramada en su peana de madera. Pero ya era tarde, había cambiado de manos, y en ese acto creyó diluido para siempre lo que para él -como para el viejo cliente- simbolizaba en parte el trabajo de su padre que ya no está. Sintió que una arcana herida le diluía la esperanza.
Algunos atardeceres atrás, al pasar por la calle del fondo, vio una silueta conocida entre restos de plásticos y maderas. Allí estaba, con su apariencia de grasa y de años, con sus manchas de pintura, el veterano pedestal sin su corona de acero. Hijo y nieto del mecánico volvieron a humedecerlo con gotas de sudor, pero el esfuerzo valió la pena. Como el árbol talado que retoña -al decir del poeta-, ese trozo de bosque ignoto pero tan noble como duro, está de regreso en la familia. Claro que no dice nada para quien no conoce su historia. O para quien no tiene afectos comprometidos en ella y sus antiguos poseedores.
Retoño de sí mismo, en un rincón del jardín, junto a la parrilla, lucirá bien, obrando de mesita para el asador o como hidalgo podio para la más guapa de las macetas. Un oficio más reposado que el de aquellos cincuenta y pico de años que fueron historia. Pero no menos ilustre.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Júpiter, el Lucero, y un Fitito fanfarrón

Hace algunos febreros el cronista le puso el pecho a la fiaca y se levantó tempranito, antes de las 6, decidido a retomar sus caminatas matinales. Suponía que algo del paisaje urbano podía haber cambiado: alguna obra en construcción, algún árbol más u otro menos… Pero lo sorprendió el cielo, hacia el sudeste, con un Lucero que no brillaba en soledad, como de costumbre. Otra estrella muy junto a él le competía casi en tamaño e intensidad.
La misma observación le hizo Ricardo, el verdulero de Cantilo y 22, que a hora temprana acomodaba la mercadería llegada desde el mercado.
-Te voy a averiguar qué es -le dijo el cronista, y prosiguió con su marcha terapéutica.
Ricardo es un tipo muy especial. Dicharachero y de buen humor -bromista, especialmente- es acaudalado en paciencia y tiene un aire a Mel Gibson si uno lo mira a la pasada y de refilón. No podía ser menos, si entre sus colaboradores hay un sosías de Alejandro Dolina.

La verdulería del hombre es típico comercio de barrio con reparto a domicilio, servicio que presta su propietario a bordo de su Fiat 600 verde: uno lo ve pasar bufando, portando sobre el techo cajones de fruta y bolsas de papa y cebolla que no da más, el pobre -el auto, no su dueño-, con las patas (ruedas) abiertas como loro por el patio.
Ricardo tiene la sabiduría de quien se crió en el campo y de quien se informa con la radio y el diario. Y sobre todo, de quien conversa amigablemente con el cliente.


Así fue que el tema de las estrellas volvió al ruedo el lunes siguiente, cuando volvimos a pasar caminando por la esquina mientras el verdulero acomodaba el perejil y las sandías.
- Son Venus y Júpiter -le informamos-. Y hoy forman un triángulo con la Luna, que está muy cerca.

Le contamos también lo que habíamos leído en el diario: que en realidad es una ilusión óptica, porque Júpiter está bastante lejos de la Tierra, y por la posición de su órbita en estos días se ve así, como cercana al Lucero. Y haciendo alarde de nuestra ignorancia, calculamos que la distancia sería de algunos años luz.
- O sea que lo que estamos viendo ya pasó -razonó Ricardo-. Por lo menos hace algunos minutos…
- Más -siguió pifiando el cronista-. Pensá que un año luz es la distancia que recorre la luz en un año…
- Pero si la luz anda a 300.000 kilómetros por segundo, Júpiter queda lejísimos… -prosiguió el verdulero con su razonamiento.

- Y
En realidad, el cronista se había entusiasmado con el masomenómetro de distancias. Júpiter dista de casa apenas 649 millones de kilómetros, mucho menos de lo que suponía.
De todas maneras, la respuesta del verdulero siguió siendo tan maravillosamente soñadora como el espectáculo estelar:
- ¡Mmmm! Con dos tanques de nafta, en el Fiat, no alcanza. Es mucho gasto para ir; mejor me quedo mirándolo desde acá.


(Mayo de 2008).

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