En la noche profunda y silenciosa resuena el croar inmenso de las ranas; un torrente fluido de agua en movimiento, el silbar del viento en carrera sin rumbo.
El silencio se desgarra en el canto de las chicharras de la siesta nocturna. El trino de pájaros sin vuelo hilvana una guarda en la raya de un silbato monótono y prolongado.
Me dicen que el silencio es saludable, placentero. Les digo que el silencio absoluto no existe, que nunca lo conocí, ni siquiera en la soledad de las sierras, ni en el mar calmo, ni en los atardeceres de la vasta pampa... Que todo lo anterior resuena permanentemente en mí.
Tinnitus y acufenos, como gusten llamarlos –no hace mucho que sé que son los ocupas de un silencio que nunca tuve- . Desde siempre habitan mis silencios, murmuran cuando necesito concentrarme; ellos arrullan mis noches hasta que el sueño los hace callar. Y están allí, a la mañana, para habitar mi cabeza en todos y cada uno de mis momentos de quietud.