Las
nieves del tiempo
Pasarán muchos años hasta
que olvidemos este 9 de julio, que nos dejó copos de nieve adheridos como
escarapelas en el corazón.
El almuerzo
en casa de amigos se extendía en larga sobremesa mientras la llovizna tímida,
casi pulverizada y rala, advertía que la tarde sería especial para chocolate
con churros, como para calentar el ambiente. Agustina anunció que estaba
nevando y nadie le hizo caso, si mirá que
va a caer nieve justo acá, que no nieva desde 1918 y fue apenas un cachito así.
Pero la
cosa iba en serio. Lo que se desprendía del velo gris del cielo no era
simplemente agua y, además, estaba particularmente frío. Tampoco era aguanieve,
ni nevizca, ni copos de telgopor. Y para uno que nunca había visto nevar, y
menos aún en la puerta de su casa, el hecho era algo novedoso.
Pasado el
primer impulso de vestirse de Papá Noel y salir por las calles (el físico le
ayuda mucho), el cronista partió –sin trineo- a recorrer City Bell. Hacía mucho
que no sentía una emoción parecida, consciente de ser testigo de un hecho cuyo
precedente más cercano databa de casi noventa años. Y si, como escuchó por ahí,
el frío inusitado para estas latitudes es el paradójico fruto del calentamiento
global, supo que este patriótico 9 de julio se estaba inscribiendo en las
efemérides como una prueba palpable de que la naturaleza está con nana, y no es
broma.
A las cinco
de la tarde la nieve no era tanta como para acumularse sobre los bustos de
Belgrano y San Martín en las plazas respectivas que los honran; algo podía
verse en la estatua decapitada de Almafuerte, detrás de la estación
ferroviaria, donde la tierra oscura removida del parque aledaño hacía un
contraste perfecto con el blanco de los cristales helados que caían con lentitud.
En el andén, amuchados en el banco debajo del alero, tres jóvenes con el cuello
de sus camperas subidos hasta más allá de la nariz, buscaban abrigo a la espera
del tren con destino a La Plata. Un
par de autos estacionados del lado del Camino del Centenario daban cuenta de
una capa de nieve sobre su techo y sus vidrios, como una contribución a esta
postal pueblerina que nos llena de curiosidad.
El
infaltable
En las
plazas algunos pocos grupos de chicos y familias enteras, trataban inútilmente
de amontonar materia prima para construir el tradicional muñeco. Un par de
horas después, cuando la precipitación se hizo más intensa, los resultados eran
mucho mejores: en la esquina de 9 y diagonal Urquiza el monigote con nariz de
zanahoria alcanzaba un metro de altura y lucía la bufanda de uno de sus escultores.
Cuando el cronista apuntó con su cámara, le dijeron que ya era el cholulo
número dieciséis.
En algunas
calles el jolgorio semejaba un festejo futbolero: gritos, bocinas, risas y
cantos. “Las nieves del tiempo platearon
mi sien”, cantaba Gardel, pero evidentemente no se refería a ésta. En una
casa de la calle Rivadavia, tres mujeres asomadas a la puerta de calle
contemplaban un espectáculo único en sus vidas. La mayor de ellas aseguraba
sobre sus hombros una pañoleta tejida, mientras abrigaba sus pies con pantuflas
rosadas. Si nos hubiésemos detenido a escuchar sus comentarios, ninguno
escaparía a la admiración y la sorpresa.
Un frío
silencio
Por lo
demás, detenerse a contemplar la nevada en toda su dimensión implicaba
descubrir su silencioso caer: no crepita como la lluvia, no tintinea como las
gotas sobre los techos de chapa, no salpica con chasquidos al pegar contra
vidrios y baldosas.
La plaza
San Martín resultó la más iluminada del pueblo, detalle que -sumado a lo escaso
de la forestación- congregó a un buen número de vecinos que jugaban en la nieve
ya abundante, como turistas o personajes de películas en la navidad
neoyorquina. Más de diez autos se habían detenido en la calle circundante, y sus
ocupantes mayormente participaban de la guerra de bombazos congelados. Los
teléfonos celulares y las cámaras fotográficas disparaban sus flashes aquí y
allá. El pueblo era una fiesta y había que guardarla de recuerdo.
El día
después
En la
mañana del martes 10 se había acabado la nevada y, con ella, el feriado. La
comarca amaneció desacostumbradamente cubierta por un mantel blanco y radiante.
Muchos autos, con evidencia de haber dormido afuera, circulaban con sus
vidrios apenas despejados de la gélida blancura, como quien luce la bandera de su
equipo favorito después de ganar un campeonato. Para muchos, era una pena que
la fiesta se acabara.
Las casas
de fotografía no daban abasto con el revelado de películas y las máquinas para
grabar e imprimir tomas digitales tenían colas de varias personas aguardando el
momento de volcar la magia de la víspera sobre el papel. Hasta casi el mediodía
no hubo un sólo rollo fotográfico en las estanterías de los comercios: todas
las existencias se agotaron hasta que hacia el fin de la mañana comenzó la
reposición.
Pero para
entonces ya era tarde. Aunque en la tarde aún podía verse manchones aislados de
albor sin derretirse, la mayor parte de la nieve se había diluido en delgados
hilos de agua que se entrecruzaban en curiosa trama de final incierto. Se
escurría en ellos la emoción hecha lágrimas de casi veinticuatro horas de
alegría, de fantasía e ilusión.
Quién sabe,
no debamos esperar otros ochenta y nueve años para volver a ser niños por un
rato, construir un muñeco junto al vecino o al desconocido que pasa por ahí;
para tirarnos con bombas inofensivas y darnos cuenta del mucho bien que nos
hace divertirnos sanamente con algo que nos viene del cielo.
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10 jul 07