jueves, 9 de agosto de 2018

El conde apeteciente


Cuando era chica María Laura era bajita y muy delgada, dos envidiables ventajas para escapar del aula apenas sonaba la campana del recreo y llegar primera al kiosco de la escuela a comprar los sándwiches de salame y queso para ella y sus compañeras del colegio María Auxiliadora.

El emparedado, sándwich, sánguche, sanguchito o más lunfardamente “sambuche” o “chegusán”, resulta un buen aliado a la hora de comer algo rápido y no perder mucho tiempo. ¿Quién no ha disfrutado de uno, ya sea sentado en el cordón de la vereda o de pie en medio de un refinado lunch?

El diccionario de la Real Academia Española dice textualmente: Sándwich:
(Del ingl. sandwich, y éste de J. Montagu, 1718-1792, cuarto conde de Sandwich,).
  1. m. Emparedado hecho con dos rebanadas de pan de molde entre las que se coloca jamón, queso, embutido, vegetales u otros alimentos.

Cuna inglesa
La primera observación al respecto es que desde hace algunos años se ha aceptado en nuestra lengua la palabras “sándwich”, tan inglesa ella, incorporando la más sajona aún “w” y con tilde en la “a” en tanto y en cuanto es una palabra grave que no termina ni en “n” ni en “s” ni en vocal. El “sándwich”, entonces, reemplazó al hispánico “emparedado”, nunca aceptado en nuestras pampas australes.

La segunda curiosidad radica en que resulta homónimo de nuestras islas Sándwich del Sur, que homenajean al mismo conde, Primer Lord del Almirantazgo Británico, y de las nórdicas "Islas Sándwich", ahora conocidas como Hawaii.

La más antigua referencia del vocablo “sándwich” como un alimento aparece documentada en el diario de un erudito historiador inglés llamado Edward Gibbons en 1762, quien se asombró al observar a dos nobles acaudalados en una cafetería, comiendo carne fría en sándwiches y que finalizaron su charla bebiendo y hablando de política.

Elizabeth David, comenta en su libro English Bread and Yeast Cookery que mientras los franceses e italianos conservaron la costumbre del emparedado de pan tipo rústico, los ingleses adaptaron rápidamente el pan de molde rebanado.

Si bien la costumbre y la leyenda le atribuyen la invención del sándwich a John Montagu, IV conde de Sandwich, no habría sido él su inventor. Más bien, un sirviente suyo habría encontrado en esta preparación la solución al vicio lúdico de su amo, quien podría saciar su apetito comiendo “informalmente” mientras se abocaba a largas partidas de naipes.


El 24 de noviembre de 1762, dicen, el conde estuvo veinticuatro horas seguidas ante una mesa de juego, cosa que no le quitaba ni el sueño ni el hambre, por lo que pidió a gritos rebanadas de carne servidas de tal modo que no hubiera de sentarse a la mesa ni ensuciarse las manos. Ahí apareció el pan como económico salvador y, con él, el sándwich, según se lo llamó más tarde.


Sin embargo, en Aquisgrán defienden que el sándwich se inventó allí, con lo cual ya no sería inglés sino alemán. Es que la partida de cartas en cuestión se habría desarrollado durante la participación del conde de Montagu en las negociaciones de la Paz de Aquisgrán, representando a la emperatriz María Teresa.

            Cuesta entender cómo del atildado conde inglés y sus refinados tentempiés llegamos a nuestros criollazos “sánguches” de milanesa y los choripanes, sin menoscabo de una de las mejores variedades: pan francés, salamín picado grueso o longaniza, queso y manteca. Nada de mayonesa.

Durante el siglo XX, fueron desarrollados ciertos tipos de sándwiches dulces, como las galletitas rellenas con crema desarrolladas inicialmente por la empresa estadounidense Nabisco, y los helados sándwich consistentes en un par de obleas que encierran una porción de helado. Sobre las primeras, a nadie se le ocurriría por estas pampas llamar sándwiches a ningún tipo de galletitas por más relleno que tengan, ni a sus parientes argentinísimos los alfajores. En cuanto a los otros... cuántas mangas pegoteadas por el hilito de helado derretido escapando de entre sus dos capas de oblea o barquillo...

En Argentina y Uruguay existen diferentes variedades sándwiches o, mejor, los mismos emparedados con diferente nombre. Tanto, que nuestro tan criollo “lomito” (que difícilmente contenga lomo, a penas si un cuadril o paleta amansado a golpes) en Uruguay es conocido como “chivito”. Más aún, el “sanguchito” que acá comemos a las apuradas, del otro lado del Plata es un “refuerzo”.
No escapa a nuestra observación el hecho de que cada día es más común y popular el antes refinado y exclusivo sándwich de miga. Tanto, que no son pocos los kioscos que los ofrecen empaquetados y refrigerados. Y del tradicional triple de jamón y queso hemos pasado hoy a una variedad de rellenos que casi no tiene límites. Y si esa clase de emparedado es variada en su relleno, ¿por qué no va a haberla en los sándwiches caseros?

Nos sorprendió una vez un querido amigo comentando que acostumbra a comer sándwiches de ajo con aceite de oliva. No falta quien se planta frente a la heladera abierta con un pan abierto al medio, a ver qué sobró del día anterior para rellenar su sánguche. No importa si es carne, verdura o guiso.

Un choripán comido al pie de la parrilla es tan tentador como eran los emparedados de salame del kiosco del colegio Estrada de City Bell en la década del ’70. El choripán o el sándwich de vacío comido a la vera de la ruta, es más rico que el que hacemos en casa.

Si bien nuestra preferencia es siempre pan francés con o sin corteza, podemos sucumbir fácilmente a la tentación de los pebetes que elabora la panadería San Martín, en la calle 13 frente al tanque de agua. Imperdibles, sin importar qué relleno le ponemos dentro.

Algún anochecer, luego de una sumatoria de horas de viaje y largos kilómetros recorridos, arribamos a cierta localidad cordobesa cuyo nombre quedó en los lejanos recovecos de la memoria. La hora y el cansancio imponían unos sándwiches a modo de cena, y por eso nada mejor que el local que anunciaba los mejores “monstruos” de la zona como especialidad de la casa. Después de todo, estábamos en la cuna de los “Carlitos”.

Los cinco hambrientos comensales hicimos nuestro pedido que, a nadie sorprendería, incluía tomate y lechuga entre los ingredientes. Luego de una larga espera, alguien entra portando una bolsita con tres tomates y una planta de lechuga, evidentemente destinados a nuestra cena. Entonces, el mozo interroga si deseábamos manteca o mayonesa. Y ello implicó otra larga espera, hasta que la misma persona, que acababa de salir, regresa con un saché de Hellmans. Y entonces sí, llegaron los sándwiches que demoraron más que un costillar al asador.

Y ya que de viajes se trata, eran una leyenda en sí misma los emparedados del parador de la estación de servicio Caballito Blanco, en la Ruta Nacional 3, a la altura de Las Flores. Cada pieza era de pan tipo felipe descortezado, con generosas fetas de queso y de jamón cortadas con cuchilla. Similares eran los del restorán María Cristina, en Punta Lara. Ni se preguntaba si era con mayonesa: la manteca iba de oficio, como corresponde.

A dos siglos y medio de la hambruna del conde y su pasión por el escolaso, el sándwich ha multiplicado su vigencia. Se cuenta que en aquella histórica partida de naipes al conde no le fue muy bien. Pero como acababa de descubrir una nueva manera de alimentarse, parece que aquella circunstancia no lo afectó demasiado. Bien dice el refrán que a barriga llena, corazón contento.

Prodigiosa, ecológica e inmortal


“Sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch”. Más o menos así sonaban las mañanas y las siestas de City Bell de hace cuarenta años, cuando muchos vecinos cortaban el césped con una maravilla de la técnica: la cortadora de pasto “Cidand” tracción a sangre o, como se decía, “manual”.


            Nada de gimnasio ni de aparatos mágicos para sacar bíceps y gemelos, fortalecer dorsales y redondear glúteos. Dos horitas en pantalones cortos dándole a la Cidand, y que me vengan a hablar del fitness y de la cama solar. 


La llegada de una de esas curiosidades a la casa del escriba fue casi providencial cuando contaban con una cortadora de pasto eléctrica de factura casera. Sus ruedas hechas de madera aún deben subsistir reencarnadas en otro destino, pero una tarde el baqueteado motor dijo “basta”: la cuchilla se detuvo y el artefacto comenzó a humear como carrito de manisero. Aquel sábado el jardín quedó a medio rasurar y algún improperio habrá recaído sobre la maquinaria exhausta.


En la noche –de ese mismo día o de alguno cercano- el azar se apiadó de los Defranco –o de su pelilargo parque- y durante una cena de la asociación que nuclea a los talleres mecánicos -una de esas cenas en las que se sortean premios varios-, una flamante Cidand manual de color azul coronó el número de su tarjeta.

Por varios años fue “la máquina del pasto” familiar. Por más que el jardín no era muy grande, había que darle y darle prendidos a las manoplas al ritmo del “sgreeeeeeessssch” característico de su funcionamiento. Con la llegada del verano, en uno y otro jardín de City Bell ese inconfundible sonido se repetía sin cesar.

Funcionan, como hemos dicho, con tracción a sangre. Empujándola hacia delante corta el pasto, cuyas hojitas saltan hacia atrás, expulsadas por cuatro planchuelas de acero retorcidas que a la vez mantienen afilada la cuchilla, cuya altura es regulable. Una segunda pasada empareja lo cortado, y entonces se sigue con el resto. Un ejercicio bastante completo, como se verá, que hasta los abdominales se deben desarrollar. Y además no consume ni nafta ni electricidad. Lo que se dice un artificio ecológico.

Seguramente ha habido más de una marca que fabricara máquinas similares. La Cidand era producida en La Plata por alguien de apellido Andreucci –y sospechamos de que ahí viene parte de la marca-, y uno recuerda ver la fábrica sobre la avenida 44 antes de llegar a Olmos, a mano derecha, como quien va para tomar la ruta 2 con destino vacacional.

Días pasados la herramienta maravillosa ganada en una cena asomó de entre las sombras en un rincón del garaje que ya no es. Pintura saltada, óxido, falta de lubricación, pero con su marca y la goma de sus ruedas intactas. Y a pesar de la herrumbre, sus mecanismos funcionan a la perfección. 

Aferrarse a sus manoplas y empujarla sobre el césped fue volver a oír su “sgreeeeeeessssch” inconfundible después de muchísimos años. Fue oír el canto de las chicharras, fue sentir el olor del pasto quemado después de cortado, de cuando en City Bell nos dábamos esa clase de lujos. Gloria eterna a la Cidand, prodigiosa, ecológica e inmortal.

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 30 ene 12

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