La efeméride desató la cadena de recuerdos. Era 3
de julio y aunque un día después, a la cabeza de las evocaciones figuraría la
declaración Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica seguida
del nacimiento del doctor Esteban Laureano Maradona o la muerte de Ástor
Piazzola entre otros sucesos, no fueron pocos los que destacaron ese día
lunes que se cumplía medio siglo del estreno de La Balsa, composición
considerada piedra basal del rock argentino.
Independientemente de su valor artístico –para unos lo tendrá,
para otros no-, para quienes desde el pedestal de la infancia nos asomábamos a
esa nueva movida musical del país, escuchar hablar de una banda llamada Los
gatos despertaba cierta curiosidad. Aclaración necesaria: en esa época se
hablaba de conjuntos y no de bandas, los cuales hacían música
progresiva y no rock, una manera esta última, tal vez, de eludir la
celosa vigilancia del gobierno de facto y de turno.
Lo
cierto es que ni Lito Nebbia ni Tanguito supieron
en ese legendario baño de una pizzería del porteño barrio del Once que
veintitrés años después una platense y un citybellino iniciarían una relación
luego de bailar ese tema y se apropiarían afectivamente de él.
Quienes en la mitad avanzada de la década de 1960 –plenitud de la
llamada Era de la Contestación- alcanzábamos los primeros peldaños de la
escuela primaria, nos las ingeniábamos para organizar inocentes malones:
los varones llevábamos gaseosas, las chicas algo para comer y el Wincofón
destilaba discos con más fritura que una fábrica de churros, pero todos
bailábamos desde pasadas las cinco o seis de la tarde hasta que mamá o papá
venían por nosotros a la hora de cenar.
En las casas familiares solían armarse los bailongos en ese
barrio cercano al camino Belgrano que por entonces quedaba demasiado alejado
del centro citybellino. Además de Los gatos sonaban Carlos
Bisso y su Conexión nº 5, Los Náufragos, Los Iracundos, Christian
Andrade, María Esther Lovero, Raúl Padovani, Tormenta, Los
Beatles, Matt Monro y vaya uno a saber quiénes más.
La evocación trajo a la memoria también otros intentos que
rayaron entre lo lúdico y lo artístico. Los más grandes de la barra
tendrían entre ocho y diez años y habían decidido formar un conjunto. Se llamaban
Los hippies y vestían camisas –sí señor: camisas- blancas con
algunos remiendos de colores cosidos, más agregados hechos con marcador que decían
cosas como love, pop, o sencillas flores dibujadas.
Contaban
como instrumentación con unas maracas y un pequeño bombo que daba más para
chacarera que para la música que querían hacer y cantaban sobre un disco la
letra de dos o tres temas de Palito Ortega que un hermano mayor había logrado
desgrabar arrancando y deteniendo sucesivamente el tocadiscos.
Creo
recordar uno que decía más o menos:
Estoy
mirando en el mapa
busco
mi pueblo y mi casa
encuentro
valles y ríos
y
mil caminos que pasan,
pero
mi pueblo y mi casa
¡ay
caramba!,
no
figuran en el mapa...
Shara undakushara,
Shara undakushara,
undakuundakushara
shara undakushara,
undakuundakusha...
Julio Andrade, Alejandro Flaqué, Julio
Mariscal, Gabriel Defranco y alguno más eran de la partida de este
ensamble de vida efímera, que contaba además con una guitarra de juguete de mi
propiedad, la cual me dio el salvocunducto para sumarme a la formación.
Luego los más chicos de la borregada (Marcelo
González, Mario Braccio y el suscripto) formamos nuestro propio
conjunto con cartel pintado a mano y todo: Alerta, nos llamábamos y tal
vez mi mamá Coca haya estado presente como solitario público en nuestra
única presentación en el fondo de casa.
Charlando estos recuerdos con mi hijo, se maravillaba de que
hacíamos esas cosas antes del surgimiento de Black Sabbath,
banda considerada el nacimiento del rock metálico. Le retruqué que era también
el tiempo de los Beatles y los Rolling Stones, pero que acá, en
el confín del mundo, nacía La Balsa, un tema sin el cual él, muy
posiblemente, no habría ni siquiera nacido.
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06 jul 17