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lunes, 19 de febrero de 2018

Acomodando la bombilla



            Ni una hoja se movía en las ramas que asomaban por sobre la tapia. Ni un pájaro hacía el esfuerzo de piar en medio de esa tarde calurosa, densa, pesada.

-          ¿Qué pasó con la gente? –preguntó Paula, rompiendo el sopor postsiesta.
-          ¿…?
-          Digo: tanta gente que conocimos, que parecía cercana, con la que compartimos tantas cosas durante tanto tiempo, ¿dónde está ahora?

Ramiro sorbía su tereré ensillado en una cáscara de coco a modo de recipiente. La miró, se encogió de hombros y sintió que había una tristeza escondida dentro de él.

Ya otras veces habían tenido esa conversación, evocando los tiempos en que ese mismo patio de la casa era frecuentado por no pocos amigos. Recordaba que siendo recién casados, cuando vivían en el departamentito de La Plata, llegaron a meter cuarenta y dos personas en el dos ambientes de la calle 39. Hasta en el baño había gente conversando que salía cada vez que alguien necesitaba hacer uso del sanitario. Entre dos ocupantes de ese inodoro y ese bidet estuvo a punto de comenzar un romance.

Pasaron casi treinta años desde que se conocieron y comenzaron a fusionar sus vidas, a integrar hasta sus amistades. En definitiva, buena parte de ellas eran conocidos en común, compañeros de ruta, de ideales.

Luego, por esas cosas de la vida, con muchos dejaron de verse. Cada tanto alguna noticia al pasar, pero no mucho más. Con alguno que otro puede haber surgido alguna diferencia de opción de vida, pero nunca nada que dejara una herida.


Ramiro dejaba caer el agua helada en forma de fino chorro sobre la bombilla y veía cómo iba perdiéndose en la yerba húmeda hasta asomar en la superficie. El mate amargo -tanto en su versión tradicional como la de tereré- siempre había sido para él mucho más que una bebida. Aún cuando lo tomara solo, sabía que al sostener la calabaza entre sus manos estaba conteniendo a sus afectos, a los momentos compartidos, a los buenos deseos mutuos. El mate entre sus manos ahuecadas era un puñado de su historia y la de su gente querida.

En cada sorbo iba su pensamiento en Juan Carlos y en Marcelo, dos casi hermanos que partieron a destiempo cada uno en su momento, dejándole un fárrago de sabiduría como herramientas para la vida. En uno y otro la fidelidad era como el respirar cotidiano.

Ramiro siempre pensó que la amistad se forjaba de fidelidad y de confianza mutuas: nada se esconde entre amigos, y si hay algo duro que aconsejar, bueno… para eso somos amigos. ¿Habrá abusado de este principio a lo largo de estos años?, se pregunta con el mate entre sus manos, al tiempo que piensa en cuántos de sus antes cercanos tendrán algo para decirle, para reprocharle, y no se animan. “Si es así, entonces no hay amistad”, se responde a sí mismo y se seca una lágrima.

Piensa si lo suyo no serán caprichos de viejo. Pero con sus 57 años no se siente tal cosa. Bromea diciendo que transita los andariveles superiores de la juventud y que le queda mucho mate por tomar; es decir: le quedan muchos abrazos para dar a los amigos.

Pero ¿dónde están? No quiere ponerse cargoso e ir a golpearles la puerta. Tampoco quiere mendigar afectos. Amigos “amigos”, sabe que no deben ser más de tres o cuatro. Entre los que él considera portadores de ese galardón hay una historia que merece ser novelada porque atraviesa cuatro generaciones. ¿Entonces? “Nunca esperes que los demás actúen como vos lo harías”, le había dicho una vez a Paula y entendió que la regla cabía para la ocasión. “La amistad es un ida y vuelta –se dijo-, pero no siempre uno y otro recorrido tienen la misma extensión”. Y eso que nunca lo atrajo la literatura de Narosky.

Acomodó la bombilla del lado de la yerba aún seca, dejó caer nuevamente el agua por sobre el tubo de metal y vio cómo el fluido, que había desaparecido en la chupada anterior, volvía a aflorar en la boca del mate.  Y sorbió emocionado como quien recibe el abrazo de un amigo.


19 feb 18



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