lunes, 19 de diciembre de 2016

Júpiter, el Lucero, y un Fitito fanfarrón

Hace algunos febreros el cronista le puso el pecho a la fiaca y se levantó tempranito, antes de las 6, decidido a retomar sus caminatas matinales. Suponía que algo del paisaje urbano podía haber cambiado: alguna obra en construcción, algún árbol más u otro menos… Pero lo sorprendió el cielo, hacia el sudeste, con un Lucero que no brillaba en soledad, como de costumbre. Otra estrella muy junto a él le competía casi en tamaño e intensidad.
La misma observación le hizo Ricardo, el verdulero de Cantilo y 22, que a hora temprana acomodaba la mercadería llegada desde el mercado.
-Te voy a averiguar qué es -le dijo el cronista, y prosiguió con su marcha terapéutica.
Ricardo es un tipo muy especial. Dicharachero y de buen humor -bromista, especialmente- es acaudalado en paciencia y tiene un aire a Mel Gibson si uno lo mira a la pasada y de refilón. No podía ser menos, si entre sus colaboradores hay un sosías de Alejandro Dolina.

La verdulería del hombre es típico comercio de barrio con reparto a domicilio, servicio que presta su propietario a bordo de su Fiat 600 verde: uno lo ve pasar bufando, portando sobre el techo cajones de fruta y bolsas de papa y cebolla que no da más, el pobre -el auto, no su dueño-, con las patas (ruedas) abiertas como loro por el patio.
Ricardo tiene la sabiduría de quien se crió en el campo y de quien se informa con la radio y el diario. Y sobre todo, de quien conversa amigablemente con el cliente.


Así fue que el tema de las estrellas volvió al ruedo el lunes siguiente, cuando volvimos a pasar caminando por la esquina mientras el verdulero acomodaba el perejil y las sandías.
- Son Venus y Júpiter -le informamos-. Y hoy forman un triángulo con la Luna, que está muy cerca.

Le contamos también lo que habíamos leído en el diario: que en realidad es una ilusión óptica, porque Júpiter está bastante lejos de la Tierra, y por la posición de su órbita en estos días se ve así, como cercana al Lucero. Y haciendo alarde de nuestra ignorancia, calculamos que la distancia sería de algunos años luz.
- O sea que lo que estamos viendo ya pasó -razonó Ricardo-. Por lo menos hace algunos minutos…
- Más -siguió pifiando el cronista-. Pensá que un año luz es la distancia que recorre la luz en un año…
- Pero si la luz anda a 300.000 kilómetros por segundo, Júpiter queda lejísimos… -prosiguió el verdulero con su razonamiento.

- Y
En realidad, el cronista se había entusiasmado con el masomenómetro de distancias. Júpiter dista de casa apenas 649 millones de kilómetros, mucho menos de lo que suponía.
De todas maneras, la respuesta del verdulero siguió siendo tan maravillosamente soñadora como el espectáculo estelar:
- ¡Mmmm! Con dos tanques de nafta, en el Fiat, no alcanza. Es mucho gasto para ir; mejor me quedo mirándolo desde acá.


(Mayo de 2008).

Conócete a ti mismo

Tarde o temprano iba a suceder; el mundo no es tan grande como para que no nos cruzáramos algún día. Y sucedió: lo conocí a Guillermo J. Defranco. El mismo pero otro, diferente.

Más de una vez había recibido llamados telefónicos para Guillermo Defranco preguntando para cuándo iba a estar arreglado el televisor o, más aún, para pedirme prestado un amplificador de sonido porque quien llamaba era músico, tenía que ir a tocar y se le acababa de quemar el suyo. Esa vez eran más de la una de la madrugada.

Claramente se trataba de otro Guillermo Defranco, aunque en la guía telefónica figuro sólo yo. Por alguna publicidad en una revistita barrial supe de un Guillermo Julián Defranco dedicado a reparar aparatos de electrónica en La Plata. Y ahí empecé a entender por dónde iba la cosa.

Hasta que una tarde, en la sala de espera de la clínica de City Bell, quien se sentó a mi lado me preguntó si yo era Defranco. No era adivino, en realidad; me había escuchado cuando hacía mi trámite administrativo en la recepción y, además, de ojito había leído mi apellido en el sobre de los estudios que yo le llevaba al médico. Le contesté que sí y ahí nomás me estiró su diestra: “Guillermo Defranco, mucho gusto”, me dijo.

Más que entender, creo que imaginé lo que estaba sucediendo. Lo miré bien y era una persona de carne y hueso y no un espejo. De haberlo sido, se habría tratado de uno de bastante mala calidad porque lo que reflejaba no se parecía a lo reflejado. Morocho, sí, como yo. Pero sensiblemente más delgado (la diferencia era más que obvia) y algo más bajo que yo. Creo, también, que con unos diez años menos.

Nos miramos y nos empezamos a reír. Ahí supe que si a mí me llamaron por teléfono por cuestiones de su trabajo, a él lo han llamado del diario para hacerle una nota por mis libros y mis charlas abiertas. Confesó que no es capaz de escribir tres renglones seguidos, tantos como soldaduras y conexiones soy capaz de realizar yo.

Intercambiamos nuestras tarjetas personales, nos dimos nuevamente la mano y nos despedimos con un “Chau, Guillermo Defranco”. 

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