Desde
tiempos inmemoriales el hombre usó almanaques y calendarios para organizar su
vida. Entre gauchos y señoritas sin ropa, una ilusoria manera de detener el
tiempo. Hacia 2008 publicaba lo siguiente en www.citybellinos.com.ar.
A doña Victoria y a don José
debían gustarle los almanaques; tenían una pila de ellos colgando de un clavo
inserto en una de las puertas del comedor. Cada año recibían más de un
calendario de publicidad de los comercios del barrio y ellos los colgaban uno
sobre otro, en ese clavo, sin retirar los de los años anteriores. Eran,
mayormente, simples almanaques con una lámina en colores y las hojitas
mensuales abrochadas en el margen inferior, las que debían arrancarse cada mes
nuevo. Pero ellos no lo hacían; dejaban así, intactos, el de la carnicería, el
de la panadería, el de la verdulería, el de la tienda, el del taller mecánico
de su hijo, el de “El Buen Vasco”, negocio a donde una vez por mes y por muchos
años iba el Viejo a comprar café y caramelos. Y sobre todos ellos, el reloj de
bolsillo con cadena de don José, ese que en los años ‘30 había obtenido con la
compra de un paquete de cigarrillos “Condal” y que solía usarlo a diario, ya
sea para ir a la feria o adonde fuera.
De la gomería a la alpargata
Hay calendarios que hacen
historia, no tanto por marcar el tiempo sino por su estética. La tradición y la
chabacanería perpetuaron en muchos lugares los almanaques de gomería –en rigor,
todos los del rubro automotor- con sus mujeres al desnudo haciéndolos no aptos
para ser exhibidos en el ámbito familiar. Los de la marca Pirelli cotizan en el
mercado transitando el discutido y discutible andarivel que separa lo erótico
de lo pornográfico, lo artístico de lo grotesco. Agreguemos, por lo demás, que
las pulposas figuras que alguna vez fueron de competencia casi exclusiva del rubro
automotor, hoy son casi tan corrientes como el pato Donald y el ratón Mickey.
En
el otro extremo están los muy cotizados almanaques de la fábrica de Alpargatas,
ilustrados por pinturas del pintor Florencio Molina Campos. Sus caricaturas
gauchescas aún hoy son muy buscadas y reproducidas en infinidad de objetos,
incluyendo nuevos almanaques cuya calidad poco y nada tienen que ver con la de
las apetecidas láminas originales.
Este
cronista guarda celosamente un calendario de bolsillo desde sus tiempos de
recluta, sobre el cual fue tachando, uno a uno, las jornadas que pasó bajo
bandera esperando ansioso el día en que le darían la baja del Servicio Militar
Obligatorio.
Almanaques y calendarios son
considerados en el ámbito de la cultura como “literatura de hilo o cordel”. Una
definición que no tiene nada de peyorativa y que se debe a la manera en que se
exhibían para la venta estas publicaciones, colgadas con un hilo en las
vidrieras de las librerías.
Pero han pasado siglos –y
hasta algún milenio- desde el origen de los calendarios y muchas fueron las
maneras de organizar el tiempo en días, semanas, meses, años. Nuestro
calendario actual y occidental es el llamado “gregoriano”, sucesor del original
“juliano”.
Almanaques y calendarios
Los calendarios nacieron para
organizar el tiempo
y, con él, las actividades de la sociedad. Para los primeros hombres, la
sucesión del día y de la noche y de las fases de la Luna fueron los parámetros
iniciales a partir de los cuales establecer un calendario. En la actualidad
prevalecen aquellos inspirados en el ciclo que describe la Tierra alrededor del
Sol y por eso mismo se los denomina “solares”. Para aquellas civilizaciones
cuya subsistencia se basó en la agricultura, el calendario vino a cubrir una
necesidad importante.
Un almanaque, a diferencia
del calendario, es una publicación anual que contiene información sobre algunos
temas determinados, ordenados a partir de un calendario.
Se pueden encontrar datos astronómicos y diversas estadísticas,
información de los movimientos del sol y de la luna, eclipses, días festivos y cronologías.
Desde hace décadas se editan almanaques con toda la información de cada uno de
los países del orbe, la síntesis noticiosa del último año e infinidad de
información de interés general. La palabra “almanaque” proviene de la árabe
al-manaakh, "el clima," reflejando su propósito original de ser útil
para la agricultura, proporcionando información sobre las estaciones y el
clima.
El precursor del almanaque
fue el Parapegma, un calendario climático griego. Ptolomeo escribió un tratado
–Phaseis ("fases de las estrellas y colección de los cambios
climáticos" es la traducción completa de su título)- donde aparece una
lista de cambios climáticos en las estaciones regulares, las primeros y últimas
apariciones de estrellas y constelaciones al amanecer y al anochecer y eventos
solares tales como los solsticios, organizados de acuerdo al año solar.
Con anterioridad los
egipcios incursionaron en la materia a principios del tercer milenio a.C., ante
la necesidad de predecir la crecida del río Nilo; fueron pioneros en este
menester e increíblemente idearon un calendario de 365 días, dividido en tres
estaciones, meses de 30 días y períodos de diez días.
Ya en tiempos del imperio
romano se acordó usar un calendario de 304 días distribuidos en diez meses
(seis meses de 30 días y cuatro de 31)que requería ser reajustado anualmente en
el último mes, no siempre siguiendo un criterio astronómico. Tanto era el error
que arrojaba, que el invierno caía en el otoño astronómico.
Julio César fue quien reformó
el calendario romano, buscando subsanar esa falla. Así se cambió el calendario
de 10 a 12 meses, iniciándose en enero y no en marzo. Agreguemos que así surgen
el mes de abril –en honor a la diosa Afrodita- y el de mayo -por la diosa Maia,
madre de Mercurio-.
El calendario juliano
Se dice que Sosígenes de
Alejandría colaboró con Julio César en la reforma del calendario y en fijar las
estaciones y fiestas romanas correspondientes en concordancia con los
movimientos astronómicos.
El nuevo calendario se
implantó en el año 46 a. C. con el nombre de Julius, en honor al
emperador Julio César. Ese año inicial fue un largo año: tuvo 445 días en lugar de los 365 normales para corregir
los errores de arrastre del calendario anterior. Los años del nuevo calendario
constaban de 365 días y cada cuatro años se agregaría un día: se llamaran años
“bisiestos”, porque se fechaban dos días consecutivos como 24 de febrero
(último día del calendario romano de ese entonces). Ese 24 de febrero se
llamaba “ante diem sextum kalendas martias” y cuando era año bisiesto, el día
adicional se llamaba “ante diem bis-sextum kalendas martias”; de allí el nombre
de “bisiesto”. El cálculo de los días era inclusivo: se contaba el día de
partida y el de llegada, ya que los romanos no conocían el número 0 (cero), que
no llegará a occidente hasta la invasión mora.
El calendario juliano –muy
cercano a la exactitud científica- consideraba que el año estaba constituido
por 365,25 días, mientras que la cifra correcta es de 365,242189, es decir 365
días, 5 horas, 48 minutos y 45,16 segundos. Esos más de 11 minutos contados
adicionalmente a cada año habían supuesto en los 1257 años que mediaban entre
325 y 1582, un error acumulado de aproximadamente 10 días, que fueron tenidos
en cuenta por el calendario gregoriano.
La manera de contar los días
siguió la tradición romana hasta que los visigodos introdujeron la costumbre de
numerar los días, que adoptó Carlomagno. No obstante, hasta bien entrada la
Edad Moderna, la manera de referirse a un día concreto era aludiendo al santo
que se conmemoraba. Así, por ejemplo, era muy común encontrar expresiones como
"llegamos el día de san Froilán". Y de allí, la costumbre ya casi en
desuso, de consignar el santoral en los calendarios e imponer a los recién
nacidos el nombre el santo conmemorado ese día.
En
el 321 de nuestra era, Constantino implantó la semana de siete días copiada de los mesopotámicos, establecida en
base a los planetas (tomados por tales el sol y la luna) que se podían observar
desde la tierra: domingo, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado.
Esta división, con el tiempo, se difundiría en todo el mundo moderno.
Calendario gregoriano
Los diez días de error
acumulados durante la vigencia del calendario juliano desaparecen en el momento
en que se adopta la reforma gregoriana, la cual establece una nueva fórmula
para el cálculo de los años bisiestos, de manera que al jueves 4 de octubre de
1582 del calendario juliano le sigue el viernes 15 de octubre de 1582 del
actual calendario gregoriano. Los diez días faltantes, se los tragó la tierra.
Algunos países adoptaron la
reforma varios años después de 1582. Por ejemplo Rusia, que esperó hasta el
jueves 14 de febrero de 1918, que sucedió al miércoles 31 de enero, logrando la
curiosidad de que la Revolución Rusa de octubre de 1917 sucediera en noviembre
para el resto de países que ya se regían por el nuevo calendario.
La migración de un sistema a otro no
fue simultánea, como hemos dicho, y gracias a ello se generaron aparentes y
curiosas coincidencias que en realidad no lo son. Por ejemplo, en España el
calendario gregoriano se convirtió en oficial en 1582, mientras que en
Inglaterra (y sus dependencias) no los sería hasta 1752. Por tanto, el Día
Internacional del Libro que se celebra el 23 de abril por la coincidencia del
fallecimiento de William Shakespeare y de Miguel de Cervantes, no resulta tal
cosa. Cervantes murió el 22 de abril de 1622 y fue sepultado el 23. En tanto
Shakespere, falleció el 3 de mayo de 1616 según calendario gregoriano, pero
dado que Inglaterra seguía aplicando el juliano, allí era aún también el 23 de
abril.
El tiempo detenido
Pero seguramente a don José y
a doña Victoria no les interesaban demasiado estas cuestiones. A lo sumo, se
fijarían en el almanaque cuándo cambiaba la luna para hacer rendir un poco más
la tierra de la quintita del fondo o saber cuándo empollarían las gallinas. O
leerían el reverso de las hojitas de cada mes para consultar el santoral.
Quién sabe si tenían todos
esos almanaques ahí acumulados con ánimo de coleccionar sus figuras (muchas de
ellas repetidas), de tenerlos simplemente como recuerdo, o si era una manera de
retener un poco el tiempo viendo que las décadas se les iban acumulando en sus
vidas como los calendarios en aquel clavo.
Si hoy vivieran, seguirían
acopiando almanaques de propaganda en el clavo que alguna vez pusieron en la
puerta color cremita y seguirían atesorando unos sobre otro los años
transcurridos. Como una manera de paralizar el tiempo.