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jueves, 17 de diciembre de 2020

La peluquería


Un domingo al mes –poco más o menos- mi papá nos tomaba de la mano a los dos y nos llevaba caminando a la peluquería, a dos cuadras de casa. Aquellos años ’60 eran los de la media americana: bien cortito “abajo” y un poco más largo, como para peinar, arriba.

 

La peluquería era, en sí, el patio de la casa de los Del Tufo-Marino. Tengo entendido que don Francisco Del Tufo arribó a estas playas desde Italia en la post segunda guerra y de a poco fue trayendo a su familia. Además de sus hijos y su esposa vino también la hermana de ella con los suyos, de apellido Marino. No sé bien si vivían todos en la misma casa, pero en el patio de Del Tufo Gianni y Enzo Marino cortaban el pelo, sus hermanos arreglaban zapatos, su mamá o su tía cosían para afuera. En el frente de la casa había dos locales. Uno de ellos lo ocupaba Rufino Ramírez con su kiosco multipropósito al que nadie llamaba “Rute Bell”, como rezaba el cartel, sino simplemente “lo de Rufino”. El de al lado lo explotaba don Francisco con no recuerdo qué rubro.

 

Lo cierto es que a mí me sentaban en una silla de paja bajo la parra familiar. Me ponían el inmenso babero (creo que se llama “tocador”) celeste ajustado al cuello y Gianni arremetía mi cabellera ondeada con su temeraria maquinita cortapelo. Yo a veces lloraba: no sabía si me quejaba porque sentía que me tironeaban el cabello o porque trataba de respirar con esa suerte de sábana apretándome el cogote. Hubo de pasar casi treinta años para que mi hijo le pusiera nombre a esa sensación de ahogo, de cuello oprimido sin importar la causa: “tengo cogotera” dijo un día, y yo supe exactamente qué era lo que sentía.

 

Pero ni a mi viejo ni al peluquero les importaba. Para ellos mi llanto era una manía de macaco, un mero capricho. “Mirá qué bien que se porta tu hermano” me decía Gianni, y mi bronca aumentaba. A Enzo, que era más joven, ya lo recuerdo cortándome el pelo en el local en el que se instalaron poco después, una cuadra más allá, cruzando la calle, y yo me cortaba indistintamente con cualquiera de los dos o de los peluqueros que se fueron sumando con los años.

 

Eran los tiempos, también, en que mi papá tenía pelo para cortarse. Pocos años después su frente se fue ampliando y de su jopo ondeado que domaba a fuerza de gomina sólo le quedaron cinco piolineos rebeldes que él seguía peinando con esmero como el resto del cabello que rodeaba su pelada.

 

Es que esa ondulación me ha dado qué hacer también a mí. Recuerdo que mi viejo compraba unos sachets grandes de gomina “York” y los fraccionaba en frascos más chicos. Para ir a la escuela yo me mojaba el pelo, metía dos dedos dentro del envase y sacaba toneladas de fijador para aplanarme la pelambre. Mi papá no entendía por qué la duración de la gomina era inversamente proporcional al avance de su calvicie.

 

No hace muchos años Oreste Del Tufo (primo de los peluqueros) me mostró una foto escolar de 1938, de un tercer grado de la Escuela nº 12. “¿A ver si reconocés a alguien?”, me dijo. Increíblemente veo en el montón de guardapolvos blancos y almidonados para la ocasión a mi hijo, que en ese momento estaba también en tercer grado. Es decir: en la foto estaba su abuelo a los ocho años, con los mismos ojos grandes y, por supuesto, la misma ondulación capilar que viene, por lo menos, desde el papá de mi papá.

 

No debe haber muchos casos, pero seguramente no soy el único. Excepto mientras cumplí con el servicio militar, siempre me corté el pelo en la misma peluquería, que es como un pedacito de mi casa. Con Enzo, con Gianni, con sus hijos Miguel y Juan Pablo y con Isidoro Rocha, el entrañable paisano que deja a un lado la rastra, el facón y el apodo de “Tata Fierro” cuando empuña las tijeras, el peine y la navaja desde hace tres décadas en la peluquería renovada de los Marino. Aquella que empezó debajo de una parra en un patio de inmigrantes.

17 dic 20

 

 

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