Solemos pasear por otros
pueblos y ciudades y, observando viejos edificios, nos preguntamos quiénes los
habrán habitado en otro tiempo. El barrio en el cual nos criamos no está
llamado a ser uno de los históricos de City Bell; sin embargo, en la
elaboración de uno de esos sucesos inevitables que nos dejan huella en el alma,
un día nos sorprendimos de pie y estáticos junto a la puerta de nuestra casa de
solteros.
La
casa era uno de los puntos de encuentro de los seis o siete miembros de
"la barrita" (téngase en cuenta que sus integrantes superamos hoy el
medio siglo de edad). Evidentemente había confianza, particularmente en verano,
cuando la pileta de poco más de 15.000 litros era un océano apto para todo tipo
de tropelías acuáticas.
Humberto
y Coca Defranco estrenaron su hogar hace casi sesenta años, cuando pocas eran
las familias afincadas en el barrio en esos últimos meses de 1958. Coca tuvo
por destino ser la última habitante de la cuadra de entre aquellos pioneros.
Un
poco de memoria nos permite reconstruir el vecindario de, al menos, los años
'60, bajo la -por entonces- majestuosa vigilancia del viejo tanque de agua
corriente. Un vago recuerdo nos trae la imagen de la casa de al lado, la de
Ñata y Alfredo Lago, que con evidente esfuerzo trataban de terminar mientras la
habitaban, en la esquina de 13 y 21.
Hacia
el otro lado, doña Juanita y don Cobo eran a todas luces los de mayor edad.
Vivía con ellos su hija María Esther hasta el tiempo de su casamiento. Los Cobo
tenían algunos frutales y gallinas y no era raro que fuéramos a comprarles
huevos. Afables, conversadores, eran el prototipo del vecino de aquella época.
Luego
seguía "la obra": un terreno con una construcción que parecía no
terminarse nunca y algo de eso debe haber habido, ya que nadie se refería al
lugar como "lo de Muñoz" (el apellido de su dueño), sino simplemente
como "la obra".
A
continuación, en la esquina con 22, vivía la familia Jorge. Don José Jorge
solía ser el protagonista de uno de los mayores acontecimientos que pudiese
esperarse cada tanto en el barrio: la presencia de un ómnibus Río de la Plata,
empresa en la cual trabajaba. Sus hijas eran Ana María y María Silvia.
En
la vereda de enfrente vivían los González (¿en qué barrio no hay alguno?).
Creemos recordar que el señor se movilizaba en un NSU o algún otro vehículo de
los más chicos de entonces, y que luego tuvo un Fiat 1500. Su esposa, Sarita,
era maestra y tenían dos hijas: Diana y Claudia.
A
continuación, "los Españoles". ¿Por qué los llamaríamos así -correctamente- a don
Ricardo Sánchez y su señora, en lugar de "los Gallegos", cosa tan
común entre nosotros? Solían ser visitados por sus dos nietos uno de los
cuales, Ricardito, era de temer. Tanto era así como que en un carnaval lo vimos
salir de la casa con una olla de agua hirviendo, listo a sumarse a nuestro
juego de bombitas.
Después
venía la casa del ingeniero Picandet. Lo recordamos en su Citroën 11 Ligero,
casi seguro que de color negro, y se cuenta que en aquellos tiempos de calle
barrosa era el primero en levantarse y salir con su auto hasta la esquina, ida
y vuelta cuidadosamente, haciendo la huella pareja para que otros pudieran
transitar también. Al enviudar, Picandet siguió viviendo allí con sus hijas
Celia y Nora y la abuela de las niñas.
Luego,
justo frente a casa, estaban Juana y Osmar Del Curto con sus hijos y sus hijas:
Carlos, Víctor, Rubén, Estela y Beatriz. La casa sigue siendo de altos (algo
inusual en esa época y en ese barrio) y con su planta alta revestida en piedra.
Al atardecer, un altar con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús podía verse
iluminada en el frente del primer piso.
Los
Del Curto eran un caso especial. Gente muy buena como todos los nombrados, pero
el hecho de ser familia numerosa hacía especialmente de los domingos un día de
gran convocatoria en la casa. Osmar cortaba el pasto con una pila de discos
tangueros en el combinado y silbaba a la par de la música. Camionero él, era
frecuente que llegara en uno de los vehículos de carga de su empresa. Y
recordamos, en los primeros años, un brilloso y negro Kaiser Carabela como auto
familiar.
Nuevamente
en la esquina de 21, la casa con frente hacia esa calle era la de los Arriola.
Al fondo, una habitación era ocupada por Tatún Bichir, a quien no pocas tardes
de verano le hemos escuchado acompañar su canto con la guitarra en vísperas de
algún festival o alguna peña.
Los
Arriola tenían un almacén en el garage de los Sarti, sobre la misma calle 13,
cruzando la 21 (o Intendente Silva, nombre que predominaba sobre el número en
aquel tiempo). Y ya que hablamos de los Sarti, don Ángel y doña Lola eran
también parte de la historia del barrio. Su hija María Luisa habitó hasta hace
poco la casa familiar y fue el último referente del barrio que fue.
Está
claro que el mundo no terminaba en ese segmento de 13 entre 21 y 22. Más aún
teniendo en cuenta que el único comercio cercano era el referido de los
Arriola. Siguiendo por la vereda par de la calle Silva estaba el terreno de
"el Vasco". En rigor, era un baldío ajeno que don Ángel cultivaba con
verduras a las que nunca pudimos entender cómo le daba agua suficiente,
regándolas con una pava verde que traía llena desde su casa, veinte metros más
allá. Don Ángel vivía con su esposa doña Evangelina en la casa siguiente a la de los
Flaqué: Alejandro y Ramiro eran los chicos de sus vecinos, hijos de Elba y Rubén.
La
barrita. En el borroso recuerdo de aquellos años, Gabriel Defranco,
Guillermo
Simonet, Alejandro Flaqué, Julio Andrade, Ricardo Arenas
y Rodolfo González.
Detrás, Patricia Arenas y María Silvia Jorge, pedaleando
por la vereda de la calle 13.
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Más
allá estaban Luis Capone y su esposa, doña Clementina. Gente mayor, eran
apreciados en el barrio por su educación y simpatía. Sus vecinos inmediatos
eran don Gómez y su esposa "Kika", cuyo apodo figuraba tallado en
rojo sobre una piedra gris que presidía el jardín. Regordete, bajo de estatura
y dicharachero, el hombre tenía un vozarrón seguramente entrenado en sus
tiempos de comisario de la Policía.
Cerraban
la cuadra el conservatorio de música y hogar del maestro Héctor Pedutto y su
esposa Delia, donde aprendió música más o menos la mitad de los chicos del City
Bell de entonces. Junto a ellos estaban Daniel Piñero y señora. Ella y Delia
eran hijas de don Daniel Tomassi, dueño del almacén El Universal que supo haber en la esquina de
Cantilo, pero del cual no tenemos memoria.
De
los habitantes de Cantilo podemos citar a Antonio Maglio y familia, cuya maza
golpeando junto a la fragua le puso música a tantas tardes. Otra música, pero
real, tenía mucho que ver con Luis Giffoni y Antonio Trejo, socios en Artón
Radio, única disquería por entonces en City Bell y local de reparaciones de
radios y televisores. A continuación, el hogar de los Giffoni. Luego, doña María, Titi, Chita, Vilma y familia.
¿Quién viviría en la casilla de madera oculta por el follaje en el lote entre
estas dos casas?
Inolvidables
eran las tardes en lo de Julito José Andrade. Su mamá Ester se divertía mucho
con los amigos de sus hijos y hasta un corso en la vereda llegó a organizar. Y
el hijo mayor, "Samuelín", con sus experimentos en electrónica, nos
maravillaba sin saberlo. Y también la niña de la familia: Marta Lía.
Al
lado, en la esquina de Cantilo y 22, estaba "la canchita" donde
tantas veces nos sentimos campeones como el Estudiantes de Zubeldía. Muy pronto
comprendimos que el ser dueños del cincuenta por ciento de la nº 5 era lo único
que nos garantizaba un lugar en el potrero.
Y
un día terminaron la casa de al lado y llegó una familia. Y los Simonet sumaron
a la barra a su hijo Guillermo. Nora, por supuesto, jugaba con las chicas y
Marcelo nacería recién un tiempo después.
Y
de vuelta sobre la calle 13, pero en dirección a 23, estaban los Aldinio
(Rafael, Roberto y Carlos, un poco más grandes), los Arenas, con Ricardo,
Patricia y luego Malú, un baldío y después Battisti padre. En la esquina, Julio
Mariscal vivía con su mamá y sus hermanos.
En
frente (en el "chalet que era de Gentile", se decía), se habían
mudado los Braccio cuyos hijos, Marito y Gabriela, tuvieron luego una
hermanita: Paola. Seguían Claudio Battisti, los Reija, Jorge Battisti y los
"Gonzalito", cuyos hijos Marcelo y Rodolfito eran parte integrante de
los purretes del barrio.
Poca
gente habitaba la cortada 22. "La calle de pasto", le decían, porque
sus frentistas la mantenían limpia y prolija, con el césped cortado como si
fuera una extensión de sus jardines y veredas. De un lado estaba "el
cañaveral" y del otro, unas pocas casas: la de Cacho, "el papá de
Fernandito" y la de la familia del hoy escritor Gustavo Caso Rosendi,
entre ellas.
Empezamos
desgranando un par de párrafos sobre lo que fue la cuadra de nuestra infancia y
acabamos dando un paseo -por cierto que incompleto- por el resto del barrio.
Olga, por ejemplo, nos diría que no mencionamos su almacén sobre la 21, lindante
con lo de María Luisa. Y es cierto; pero no es que la hayamos olvidado, como
tampoco a Luchetti, Marchessoti, Actis, Cruz, Catini, y doña María Seoane y su
hija Moni en la tapicería...
Para muchas compras había que caminar un poco: la carne podía ser
de Moreno, en 13 y camino Belgrano, frente a la panadería de los Montiel. Y el
pan, si no era de allí, era de lo de Boff, en 13 pasando 20. Para ir al kiosco
había que ir a Cantilo entre 20 y 21, donde Rufino Ramírez podía ofrecer lo
inimaginable.
Es
que fue un disparador dentro de nosotros, que nos llevó a evocar más que a aquél
tiempo, a aquellas personas que dieron vida y forma al barrio de entonces: el
darnos cuenta de que pocos de ellos están aún hoy en este mundo. Y que de sus
sobrevivientes, la mayoría habita otros lares.
Entonces
supimos que los barrios cambian cuando cambian sus habitantes; cuando los
nuevos vecinos llegan con sus nuevas cargas de historias, de vidas, de
costumbres. Y es así como van cambiando las épocas.
Los recuerdos volcados son
de una 13 de barro y casi sin iluminación. De mucho terreno baldío, de zanjas
con renacuajos; de abrojos y de cardos prendidos en la ropa después de una
tarde de fútbol, de guerra de coquitos o remontada de barriletes. De un barrio
en el que la mayor parte de las mamás tenían por trabajo los quehaceres
domésticos, las compras diarias, el cuidar de los hijos y sus amiguitos.
Y, como en el tango, ese
barrio decididamente cambió y es otro. Y entonces apareció esa necesidad de
registrarlo para que alguna vez, si alguien se pregunta quién habrá vivido en
esas casas, quién habrá caminado por esas veredas y habrá respirado ese aire,
sepa que hubo jóvenes familias que se afincaron allí para construir un futuro.
Y que ese futuro ya quedó atrás, para dejarle el lugar a otro que vendrá.
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28 may 15