jueves, 12 de diciembre de 2024

Cuando Pedro despertó

 

 

         Después de una larguísima siesta de ochenta y seis años con sus días y sus noches, Pedro abrió los ojos. Su casa de escasos diez metros cuadrados –ladrillo asentado con barro- se ubicaba en el vértice sudoeste del trazado del pueblo y delante del campo donde crecía el maíz.

Entumecido, Pedro estiró sus piernas hasta el infinito, extendió sus brazos a más no poder, hizo sonar cada falange de sus dedos y se sentó en el catre desvencijado. El sol del mediodía dibujaba una filigrana de constelaciones en el zinc agujereado del techo oxidado.

         Se calzó las alpargatas con bigotes; ya de pie, se acomodó los faldones de la camisa blanca por dentro de la bombacha de campo, se prendió el botón de la cintura y se ató un pañuelo rojo y negro alrededor del cuello.

         Se acarició las mejillas y descubrió que no estaban pulcras y afeitadas como era su costumbre: ochenta y seis años de larga y blanca barba las tapizaban.

         Deslizó la tranca y abrió la puerta desquiciada de madera apolillada, que aún conservaba restos de pintura aguamarina. Una maraña de telarañas cedió a su paso.

         Pedro se topó con un entorno desconocido; automóviles, camionetas y ómnibus pasaban a gran velocidad a metros de su casa. Había construcciones muy cercanas, algunas de tres pisos y varios metros de frente. El panorama se le antojaba peor que el último suceso que recordaba: la noche tormentosa del 28 de abril de 1938 en que un avión se recostó sobre su campo de maíces. En su memoria veía el cielo fugazmente iluminado, el mugido de un motor, el deslizarse de ese gran pájaro de metal sobre sus plantas y, minutos después, un hombre de pulcro uniforme con gorra asomando por la escotilla y hablando una lengua que él no comprendía. Recordó que tres días después, diluida la tormenta y vivaz el sol, vio a la infernal maquinaria corretear por frente a su chacra mientras él sorbía unos amargos vespertinos a la sombra del níspero.

         Hasta ahí llegaban sus recuerdos carcomidos. Ahora, ochenta y seis años después, el campo que antes lo rodeaba no era campo sino ciudad. O casi. A puro impulso montó en pelo al tobiano y se lanzó como una ráfaga.

         “¡El pueblo! ¿Dónde está el pueblo?”, repetía desde el murmuro al grito, al ritmo de los latidos alterados de su propio corazón. 

         Los ojos, que no había alcanzado de despojar de sus lagañas, se le llenaron de bruma y de ira. Anduvo sin rumbo hacia un lado y el otro. “¡Hijos de p…! ¿Qué me hicieron? ¡Ya van a ver!”. 

         Ahora con el caballo al tranco, empezó a volver, cabizbajo, cavilando y pensando en qué hacer.

         Recordó de repente el tanque de agua y torció el rumbo hacia allí temiendo no encontrarlo. Pero ahí estaba, con sus más de cien años, viejo, abandonado, agrietado, descascarado, en ruinas. Sus ojos se le iluminaron de repente; su mente se le aclaró.

         Dejó el caballo a la sombra de una morera y caminó decidido hasta el conjunto de caños, esclusas y llaves oxidados. Giró un volante que chirrió pero cedió a su esfuerzo. Accionó un par de llaves herrumbradas y escuchó que una bomba se ponía en movimiento, que el agua comenzaba a fluir por la cañería y trepar hasta la parte superior de la construcción.

         Vio también que las grietas exteriores de la cuba empezaban a humedecerse, que el líquido se filtraba por ellas primero en forma de gotas, después en finos chorros.

         Se apuró a montar el tobiano y a toda velocidad, llamando la atención de vecinos y transeúntes, enfiló hacia la estancia haciendo resonar los cascos del matungo sobre el pavimento de las calles.

         La estancia –lo sabía muy bien- era el terreno más alto en varios kilómetros a la redonda. Hizo caso omiso al cartel que advertía que estaba en zona militar pero nadie lo detuvo: los centinelas parecían sorprendidos y ocupados atendiendo otras prioridades de último momento.

         Alcanzó un monte de añejos eucaliptos y detuvo su marcha. Desde el lomo del tobiano vio cómo una enorme ola arrasaba todo lo que encontraba a su paso; todo menos las casas centenarias y algunas otras de algo más de cuarenta años de construidas.

         Pedro se secó el sudor y pensó que era una lástima que no estuviera su amigo Eusebio con su horno de ladrillos. Le habría gustado ser parte de la reconstrucción del pueblo.

        Sacó del bolsillo tabaco y papel, yesca y pedernal, y armó un cigarrillo que pitó lentamente, con aire triunfal.

 

28 nov 2024

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