Aunque no lo crean hoy es 93 de marzo
de 2020. Día más, día menos, son los días transcurridos desde el 1º de ese mes
en cuyo segundo tercio se nos congeló la agenda, por no decir el traste.
Desde el 20 de marzo en que
oficialmente entramos en cuarentena que vengo sintiéndome en deuda conmigo
mismo. Pensé en ponerle un poco de humor a lo que escribiera pero, citando a
Quino, “no creo que las cosas estén tan mal
como para tener que tomarlas en broma”.
¿Un análisis cruel de la ídem
realidad? No manejo fuentes directas y, si las tuviera, no me parece éste un
medio para seguir alimentando la desesperanza y la desesperación.
Así que pasados los setenta días
de acuartelamiento, empecé a juntar apuntes, comentarios de entre casa,
pareceres desde atrás de la ventana. Arrancamos por allá, cuando el encierro
era todavía un secreto a voces, meras especulaciones frente a una realidad que
no había llegado aún pero cuya concreción casi nadie discutía.
Entonces estuvimos de acuerdo en
que había que llenar la heladera y la alacena. Y un poco más, por las dudas. Me acordé mucho de cuando yo era
chico y había rumores de golpe de Estado:
había que abastecerse por las dudas, por si la mano se ponía pesada y había desabastecimiento.
Finalmente de manera oficial el aislamiento
comenzó el día 20 y, puertas adentro, empecé a mirar por la ventana a ver si
comenzaba la nevada radioactiva de El
Eternauta. No se la ve pero la presencia del Covid-19 se le parece mucho.
Adentro de casa, todo bien y a
cara descubierta. Pero cuando hubo que asomar las narices a la calle y ponerse
barbijo supe que atarse dos piolas detrás de la cabeza no es para cualquiera, y
que si en vez de cintas tiene elásticos para sujetar en las orejas, estamos a
un tris de parecernos todos al Topo Gigio.
Superado el trance de colocarse
el bozal, sobreviene el capítulo 2: cómo hacer para poder ver sin que se empañen los anteojos. De fuente directa aprendimos
el truco de pasar a los cristales jabón seco, sin usar, y frotarlos luego con
un paño suave o un pañuelo de papel. Ojo: con algunos jabones funciona, con
otros, no. Pero como no nos dejan salir mucho, no es una cuestión digna de
quitarnos el sueño.
El sueño; otro tema. Los primeros días parecía que teníamos
alterado el reloj biológico. Viendo televisión hasta la una o dos de la madrugada
y leyendo luego una horita más significaba que no amaneceríamos antes de las
diez u once de la mañana. No es menor el dato de que “La gesta del marrano” de Aguinis,
con sus casi seiscientas páginas, se me gastó en menos de quince días. Con el
transcurso de las semanas y poniendo un poco de voluntad, casi que nos
acercamos a los horarios supuestamente normales. No hay que olvidar que en casa
ambos trabajamos. Desde casa y a distancia (cuando la tecnología lo permite),
pero reportándonos en tiempo y forma cada mañana a las respectivas
superioridades.
Entonces fue cuando entró a jugar
un nuevo participante en nuestras vidas: las
videoconferencias, los encuentros virtuales y las reuniones computadora
mediante. Cuando veíamos el dibujito de Los
Supersónicos, cincuenta años atrás, no imaginábamos que esa fantasía sería
parte de nuestra realidad. A no olvidar peinarse y ponerse una remera o chomba
presentable para un evento de esos. Del pecho para abajo no importa, siempre y
cuando no tengamos necesidad de levantarnos delante de la cámara de nuestra
computadora.
Cumplimos treinta años de casados
en cuarentena, se acerca el cumpleaños de Laura y estaremos seguramente enclaustrados
también… sólo espero que para noviembre, cuando me reciba de sexagenario, pueda
festejarlo reuniendo a mis amigos y familia.
En medio del torbellino de ir de acá para allá sin salir de casa
pude avanzar con algunas cosas siempre postergadas: digitalizar un archivo de
entrevistas que tenía guardadas en cassettes, empezar a escanear viejas fotografías
soportadas en papel y avanzar
mínimamente en la escritura de mi próximo libro. Paradójicamente la pandemia me
retrasará sin fecha un viaje a Misiones, necesario para dar forma a uno o dos
capítulos del volumen en cuestión.
También, dos veces por semana,
Zoom mediante, me junto con un puñado de radioaficionados como yo a repasar lenguaje Morse, esto es: telegrafía. Cosas de la pandemia y la
cuarentena; qué decir.
Y así estamos; tomando mate solo,
saboreando yerbas desconocidas compradas antes del acuartelamiento, disfrutando
desde ayer del calor de la leña ardiendo en la salamandra. E imaginando cómo y
con quién será el primer reencuentro cara a cara, abrazo a abrazo, sin el bozal
cubriéndonos boca y nariz. Pero sobre todo, esperando con ansias recuperar la
tranquilidad de saber que no hay nuevos contagios ni nuevas muertes, que el
Coronavirus ya no es noticia porque pudimos con él.