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lunes, 7 de enero de 2019

Noche maravillosa

Ufff... medio viejita, pero siempre eterna esta crónica. Viene al caso, por el calendario y es una de las que más quiero. La dejo en los zapatos de cada uno de ustedes.



Noche maravillosa
Qué noche maravillosa la del 5 de enero, la noche de Reyes. La noche de los zapatos, el pastito recién cortado y el agua para los camellos. Noche de magia e ilusión aún para tantos adultos que, en lo más profundo del sentimiento, esperamos a los Reyes no por el regalito, no por lo que dice la Biblia. Sino porque tal vez se trate del último vestigio de la inocencia que tuvimos cuando éramos chicos. Dios nos la conserve, seamos o no creyentes. Un sentimiento extraño e indefinido nos hace pensar que se trata de una noche particular en que la soledad, lejos de pesar en el alma, trae la paz enriquecedora que el jolgorio y la pirotecnia del 31 de diciembre nos han rasgado de arriba abajo como una camisa gastada se abre por la espalda.

Pesebres de fantasía
Quien más quien menos, todos hemos alguna vez armado un pesebre y puesto en él toda nuestra dedicación, nuestra seriedad, nuestra imaginación. En algunos casos la estufa hogar inactiva durante el verano era el lugar ideal. Es que le daba a la cosa un clima especial, de gruta y de calidez a la vez, de lugar de encuentro familiar. Además, en otro sitio, ¿de dónde colgar la estrella indicadora de lugar del Nacimiento? Tanto esmero en recortar prolijamente el cartón y forrarlo con el papel de los alfajores merecía su sitio de privilegio; casi tanto como el mismísimo niño Dios. Y para eso estaba la chimenea.

Las montañas eran bollos de diarios viejos cubiertos con papel madera pinceleado con litros de témpera verde y coronado con nevadas de lana de vidrio, esa fibra blanca y filosa que sólo papá o mamá podían manipular. Con el transcurrir de los años el cronista se comenzó a interrogar si en la Palestina de dos mil años atrás solía nevar como en nuestros queridos pesebres. Un poco de arena y trozos de espejos daban vida a magníficos lagos y lagunas que no condicen con la aridez de la región, pero que estaban habitados por toda clase de fauna, en las variedades más diversas. Desde estatuillas de yeso adquiridas exprofeso con el fin de animar el pesebre, hasta los animalitos ganados en el sobre del Topolín o manoteados en complicidad familiar de la caja del Juego de la Oca.

Noel y Noé
A decir verdad, había veces que los pasajes bíblicos parecían confundirse. La insólita y variada fauna reunida era más digna del arca de Noé que del portal de Belén. Nuestra confusión histórica hasta nos hacía construir carabelas con plastilina y cáscaras de mitades de nueces para que navegaran en las quietas aguas artificiales de aquel paisaje de fantasía. Fue un milagro que San Martín sobre su blanco caballo no emergiera de entre los cerros de papel y los bosques recreados con ramitas de los aromos de la vereda, porque de lo contrario habría parecido más un tango de Discépolo que un pesebre familiar.

Claro que todo ello pasaba muchas veces desapercibido ante otro detalle más que evidente: nuestro niño Dios era tan grande frente al resto de los personajes tan pequeños, que sus brazos abiertos desde el catre de tronquitos eran suficiente para abrazar a José y María juntos. Y junto a todo ello, los pares de zapatos recién lustrados, a la espera de recibir su corona de paquetes y regalos. Quién te ha visto y quién te vé, lustrando zapatos hasta la suela en algún momento del día, no vaya a ser cosa que los tipos del camello siguieran de largo asustados por la tierra que tenían y el olor a pata... Descubierta con el tiempo la verdad de la historia, jamás el cronista volvió a lustrar su calzado con la misma dedicación. Una cepilladita y basta...

Además del pesebre estaba la cuestión de los camellos, esos caballos con jorobas que llevaban a los tres Reyes Magos y que tenían mayor prensa que el trineo de Papá Noel. Éstos, durante la noche misteriosa, comían y bebían el pasto y el agua que les dejábamos hacia el atardecer de la víspera y que antes de despertarnos nuestros padres revoleaban por encima de la ligustrina del baldío colindante. ¿Quién podía discutirle a aquél chiquilín que había escuchado los pasos de los cuadrúpedos junto a la ventana del dormitorio? Por otra parte, eran noches de vigilia en la cama hasta que el sueño y el cansancio podían más que la ansiedad y ese corazoncito agitado caía en el más profundo de los sopores.

Entre nubes y cohetes
Las noches previas a la de Reyes otear el cielo en dirección a la luna era todo una experiencia. Porque ellos venían de allí, creía uno, y con seguridad ya se estarían preparando para el largo viaje o, más aún, estarían en plena marcha descendente. Las manchas selenitas eran a menudo tres figuras humanas llenando de paquetes una gran bolsa. Otras veces eran tres jinetes portando alforjas repletas de regalos.

En el barrio formábamos una barra numerosa y a la siesta -hora vedada para la pileta porque con el batifondo que hacíamos nadie dormiría en el vecindario-, solíamos discutir ese tema visceral. ¿Cómo bajarían los tres Reyes y sus camellos desde la luna? La Apolo XI todavía no había aparecido en diarios y noticieros, así que era una posibilidad inimaginable. La única opción que constituyera el eslabón perdido de la cadena eran las nubes, y el desafío era por las noches descubrir con la imaginación los cirrus que conformarían esa especie de autopista celestial que uniera la tierra con el cielo.

Como podrá advertirse, la fiesta de Reyes tiene más fuerza para este escriba que la de Navidad. Dicho de otro modo y para ser más claros, la figura de los magos de oriente le despierta más afectos que la de Papá Noel, Santa Claus o Nicolás, más allá de cualquier significado religioso y espiritual. Quizás porque el gordito nórdico es símbolo universal y comercial de las fiestas de fin de año y uno cada vez se desapega más de las imposiciones de la publicidad.
El cronista no sabe por qué, pero la de hoy, la de los Reyes Magos, es una fiesta que puede más que su escepticismo propio de adultos, y aunque sabe que llegará el día en que tenga que revelarle la verdad a su hijo, la vive con alegría y expectativa. Alguna vez le tocó pasarla de vacaciones, junto a un lago patagónico, durmiendo a la luz de la luna y de las estrellas junto a sus amigos de entonces. No estaba en el vasto cielo cordillerano de Quila Quina aquella estrella milagrosa de Belén. Pero la claridad de la noche y el lago sereno y casi espejado daban ese clima especial de leyendas y misterios.

Enero, 1996.
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