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martes, 7 de agosto de 2018

La ciencia y yo: nace Rónquiman


     Cuando era chico me gustaba jugar a Batman. A veces, también a Súperman. Pero por la simple razón de que la serie la daban por televisión a la tarde -cuando yo ya había vuelto de la escuela- y la del hombre volador era a la mañana -cuando casi nunca veía tele por tener que prepararme para ir al cole-, Bruno Díaz y Ricardo Tapia eran cotidianos habitantes de mis fantasiosas elucubraciones. Era aquella versión de los ’60 que veía en blanco y negro la que me atrapaba. De las que vinieron después, nada.

Si bien nunca fui un gran mirador de televisión, desde siempre tuve la idea de que aún la más rebuscada de las ficciones es un reflejo de la realidad; cada personaje –más aún si es protagónico- es un poco el espejo en el cual se mira el espectador. Así que en aquellos remotos tiempos de la niñez ya pensaba que en algún momento de mi vida iba a ser un poco como el enmascarado Caballero de la noche.

Privilegiado
Batman y el Eternauta.
Más cercano a los 60 que a los 50 años de edad, siento que tengo el privilegio de que la ciencia me tenga muy en cuenta. No sólo me somete a sus experimentos farmacológicos y nutricionales para bajarme los triglicéridos, el colesterol y los kilos (no lo hace muy bien que digamos, a juzgar por los resultados), sino que ha hecho de mí una especie de Meccano y desde hace poco más de un año llevo muy dentro de mí trozos de titanio y porcelana donde antes tenía una cadera de hueso y cartílagos.

Antes de ello, unos cuatro años atrás, mantuve un litigio con un tornillo díscolo que se resistía a entrar en un orificio más chico de lo necesario y si bien conseguí mi objetivo, terminé en el quirófano para recomponer mi mano derecha: me había quedado un dedo en resorte con compromiso del músculo tensor y de la segunda polea. De no haberse tratado de mi mano y mi dedo, díganme si con esos términos no parece que habláramos de piezas de un Meccano.

Nunca tuve ese juego, ni de chico ni de grande; lo más cercano fue uno de piezas plásticas llamado Mil armar que poco se le parecía. El Scalextric entra en otra categoría; lo tuve, sí, pero nunca un Meccano.

Hollywood, mi aspiración
Sin embargo la ciencia médica parece estar al servicio de mis fantasías y acaba de ofrecerme un nuevo protagónico en la remake de una superproducción, aún cuando La máscara es la película de Jim Carrey que menos soporto.

Todo empezó con una visita al otorrinolaringólogo, conmovido por las súplicas de Laura, mi compañera de pieza… y de vida:

- Andá al médico. Roncás demasiado.
- Si mis ronquidos no me despiertan a mí, que estoy más cerca de ellos, a vos no deberían molestarte-, le respondí sin mucha razón. 
- Además –contraatacó-, estás sordo.
- ¡Yo toda la vida fui gordo! -me defendí.

         El otorrino me indicó una audiometría cuyo resultado reveló que tengo una leve disminución en el oído derecho pero que no merece mayor cuidado. Así que si alguien quiere hablar mal de mí, hágalo por ese güin, que total no lo voy a escuchar muy bien.

         Junto a la audiometría me ordenó una polisomnografía para descubrir lo que ya sabía: padezco apneas de sueño. A ese tema ya me he referido en otros escritos, así que iré a lo concreto, porque acá es donde nuevamente entra a jugar Batman junto a Jim Carrey: para un buen dormir mío (y de mi esposa) debo utilizar un cpap (siglas en ingles de presión positiva continua en vías respiratorias), un aparato que me insufla aire a una presión leve y controlada a través de una manguera y una máscara nasal. He leído dos o tres veces El Eternauta (antes de la era K) y confieso que cuando me miré al espejo con las máscara dormidora y el arnés que la sujeta a mi cabeza me hizo acordar un poco a Juan Salvo, el protagonista de esa historieta.

Rónquiman, vestido de soirée
         Y dado que uso el cpap para dormir de noche, es obvia la evocación de Batman, el Enmascarado, el Caballero de la Noche. Y como Carrey en su película, un poco me transformo cuando me coloco la máscara: no hago locuras como él pero paso a ser no bello aunque sí durmiente. En todo caso, podría decir que encarno a un nuevo superhéroe: Rónquiman. He escuchado a comentaristas sobre moda hablar de accesorios y ropa para la noche: nunca pensé que se refiriesen a ésto.

         A esta altura de la soirée resulta oportuno hacer un balance de la situación. Si me pongo a enumerar, pero sin victimizarme, bien puedo asegurar que entre mi salud y la ciencia me están llevando por caminos si no de cornisa, por lo menos sinuosos y serpenteantes, ascendentes y descendentes.

         Una mano operada –que se suma al menisco ofrendado hace más de treinta años-, una cadera artificial, una buena batería de sustancias químicas y naturales de consumo diario, un oído remolón, una colección de picos de loro colgados de mi columna vertebral en composé con dos hernias de disco más mi flamante traje nocturno de Ronquiman, acumulan una suma de experiencias que no me hacen ni héroe ni mártir, pero sí un bicho raro.

         Se lo comentaba días atrás a Laura: qué suerte que nos toca transitar este tipo de experiencias ahora, así ya vamos a estar cancheros cuando nos lleguen los achaques.
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07 ago 18

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