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lunes, 21 de octubre de 2024

QTE

 

             


            El código Morse –ideado por Samuel Morse en 1832- consiste en combinaciones de puntos y rayas para formar letras y palabras, muy útiles en comunicaciones mediante el telégrafo. La letra A se escribe con un punto y una raya (·-), la M con dos rayas (--), pero la Q se simboliza con dos rayas, un punto y una raya (--·-). La T es una raya (-) y la E, solamente un punto (·).

             Los telegrafistas –y más aún los radioaficionados que practican esa modalidad de comunicación- se valen de abreviaturas de tres letras en Morse para sintetizar una frase entera. Así, por ejemplo, “QTE” hace referencia a la posición geográfica de las estaciones que mantienen una comunicación. Pero sucede que, tal como se explica en el párrafo anterior, si a la letra Q (--·-) la descomponemos en dos partes, nos estaría quedando una M (--) y una A (·-).

 La chanza que suele hacerse a los operadores novicios en telegrafía es ponerlos a hacer “QTE”, con la oculta intención de que preparen y ceben MATE. QTE, un fonema que, con un poco de imaginación y buena voluntad, hasta puede sonar a guaraní.

 

 

jueves, 15 de agosto de 2024

Los mates nunca mueren


Los mates nunca mueren. Llega un momento de su existencia, claro, en el que por su cansancio deben llamarse a reposo. Pero los mates, sean del material que sean, no se descartan, no se tiran. ¿Por qué?

 

Porque el mate siempre se comparte aún cuando el que lo toma está solo. Porque si el mate no es motivo de agasajo, si no es compartido entre dos o más personas, a menudo el matero solitario lo toma para saciar su apetito pero también para hacerse compañía. Y cuando es compartido es siempre sinónimo de bienvenida.

 

Dicen que en su interior conserva ruedas de amigos conversando, paisajes y caminos recorridos, gente trabajando; el devenir de las olas del mar, el arrullo de un arroyo, el canto de los pájaros, los perros ladrando en la lejanía, el silencio de las largas noches, el frufrú de las copas de los árboles al menearse... Todo eso anida en su corazón.

 

Porque los mates usados son portadores de vida. Cada uno de ellos, en cada cebadura, transmitió la emoción de la amistad, como un abrazo. Pequeñeces, tristezas, problemas, alegrías, sueños, proyectos, decisiones, afectos; todo eso se mezcló con el agua y la yerba a lo largo de la vida útil de cada mate.

 

Vacíos y estériles, nos muestran por dentro y por fuera las marcas del tiempo, del uso, del migrar constantemente de una mano a otra, acompañando la vida de sus antiguos dueños y convidados. No están vacíos, están llenos de espumosa historia.

 

viernes, 22 de abril de 2022

Viejos mirando hacia el este

Aunque no lo veíamos, del otro lado del Plata estaba Uruguay. El río tranquilo, el horizonte recortado en el perfil de la larga hilera de cargueros aguardando su entrada a puerto. Una escena propia para saborear unos mates mientras Laura tomaba su consabido té.

Un Renault Clío gris se estacionó justo en medio, como un gato que se instala delante del televisor. Podría decir que bajó un matrimonio mayor, orillantes de las siete décadas, pero por el carácter áspero perceptible prefiero definirlos, lisa y llanamente, como viejos.

El hombre abrió el baúl, sacó dos sillones plegables y una mesa de patas rebatibles sobre la cual apoyó una caja metálica de color gris verdoso. Desplegó los sillones y con ayuda de su esposa buscó un área pareja del terreno: las ondulaciones hacían difícil la estabilidad de mesa y asientos.

Luego abrió una puerta trasera del auto, se sentó con sus pálidas piernas delgadas hacia afuera y se quitó prolijamente las zapatillas y las medias para calzarse un par de ojotas. Llevaba puesto además un bermudas de tela de vaquero, un buzo sobre una remera y una gorra con visera que parecía más un quepis militar.

De la caja rectangular sacó un plato, cubiertos y un vaso metálico. Cortó algo adentro del recipiente –queso o fiambre- y lo sirvió sobre el plato mientras la mujer buscaba estabilidad para su sillón que amenazaba tumbarse con ella arriba.

La señora trajo de auto un bolso matero decorado con el escudo de Racing Club. Sacó un termo, un mate con su bombilla y un tarro yerbero, también decorado en blanco y celeste y una bolsita con un cuarto kilo de pepas. En tanto, el hombre extrajo del baúl del auto una botella de cerveza Palermo transpirada, la destapó con el cuchillo y llenó el vaso haciendo caso omiso a las tribulaciones de la mujer y su silla. No intercambiaron palabra o, por lo menos, nada audible. Sólo miraban al río.

         La señora colocó la bombilla en el mate y luego la yerba, toda una aberración para mí. “¿¡Quién le enseñó a preparar el mate!? ¡Primero la yerba, luego un poco de agua y después la bombilla! ¡Qué barbaridad!”, dije, comentando mi horror a Laura. Y faltaba lo peor: un sobrecito de edulcorante que vació en el mate.

Para mí fue el límite. Sentí que me quemaba el pecho y vi dos manchas verdosas se impregnaron en mi remera.

Viejos de porquería, mirá lo que me hicieron hacer: volcar mi mate. ¿Será posible?

 

martes, 26 de enero de 2021

El mate del recluta

Allí, disimulado entre casi un centenar de mates casi todos de calabaza, asoma su manijita curva mi mate de la colimba. Típico mate jarrito de chapa esmaltada, medio panzoncito, color marrón y como granulado, “picao de viruela”, diría el tango.

 


         Con muy poco uso –por fortuna- fue una de mis grandes y escasas adquisiciones durante los casi nueve meses entre 1979 y 1980 en que estuve bajo bandera. Me había tocado como destino ser encargado de uno de los dos parques automotores de la Compañía B del entonces B. Com. Cdo. 601, actual Agr. Com. 601 de City Bell y ese puesto me otorgaba lo que todo conscripto anhelaba: un lugarcito casi propio donde estar, donde tener sus pertenencias a salvo y sentirse alguien por lo menos por un rato en ese mundo verde oliva donde todo lo que se mueve se saluda, todo lo que está quieto se pinta.

 

Anecdotario aparte –un ex soldado se entusiasma y sobrelimita rememorando momentos que a nadie más que a él le interesan-, el matecito en cuestión formó parte ese tiempo en que no fui parte de la tropa en general, porque por razones que no vienen al caso, meses después pedí pasar a ser parte del montón: guardia día por medio y salir franco cada 48 horas.

 

Lo había comprado en la cantina del Batallón, esa especie de kiosco-almacén-bar que regenteaba el Gallego Fernández (¿o García?) junto a sus hijos. El mismo que aplicaba precios sin anestesia sobre productos sin cualidad; el que cuando uno se quejaba de la calidad o la cantidad del salame del sándwich recomendaba ir a comprarle “al de enfrente”, a sabiendas de que no había otro que él dentro de la unidad militar de la cual, por lo demás, uno no podía salir.

 

Así fue que un día le compré el matecito de lata que fue mi compañero de descansos y noches alertas. Sin pensarlo fue mi confidente en un breve interregno de mi vida indeseado pero aceptado. Junto con él había comprado una mínima bombilla de hojalata, de esas con un cilindro con ranuras que sirve de filtro y que va sujeto con un tornillo tanque en el extremo inferior. No recuerdo qué destino tuvo, pero es muy posible que haya sido abducida por manos ajenas.

 

Mi “búnker” no era más que un rincón del galpón que oficiaba de cochera de los vehículos de la Compañía B, delimitado a la vez por dos muebles batallados por los años y las angustias de reclutas precedentes, donde podía encontrar tres o cuatro ejemplares de Dartagnan, Nipppur de Lagash y algún otro título semejante. Un paraíso para cualquier colimba, excepto cuando algún suboficial lo visitaba con intenciones de no ser encontrado o de que se le ceben buenos mates.

 

La yerba era todo un tema. El Gallego vendía alguna marca conocida de la época –posiblemente Taragüí- inalcanzable por el precio, y otra de esas para el olvido pero más accesible para el ralo bolsillo del conscripto. Lo cierto es que el paquete se vaciaba más por “prestarlo” que por cebarlo y por lo general era algún cabo o cabo 1º quien frecuentaba el parque automotor en busca de la infusión. Alguna vez, en una fría madrugada de guardia, el mate que debía cebarle al Cabo de Cuarto era ya impresentable y ante la realidad de que no había yerba para cambiarla, su respuesta fue: “Ese es problema suyo, soldado. Haga que el mate tenga espuma”. Me fui afuera y regresé con un mate rebosante de burbujas; había conseguido generar bastante saliva en mi boca para remendar la infusión.

 

De esas cosas y muchas otras fue testigo directo mi mate de la Patria, jarrito picado de viruela. Fe valiente aquella noche en que todo se iluminó con luces de bengala, tableteaban los fales y las 9 mm del otro lado de la pared y las ratas corrían por los tirantes donde se despertaban y revoloteaban los murciélagos. Él y yo con un cuchillo desafilado como único arma. Rato después supimos que se trataba de un simulacro de copamiento del cuartel, pero el susto no nos lo sacaba nadie.

 

Con tantas historias como esa, ¿cómo dejar al recluta matero clase 1960, olvidado entre camiones, jeeps y baterías viejas? Conmigo salió por última vez una tarde por Puesto 1. Pasó a reserva, como yo. No recuerdo si volví a cebarlo alguna otra vez; no sería mala idea hacerlo: tengo algunos recuerdos de aquel año ’79 para compartir con él.

 

lunes, 19 de febrero de 2018

Acomodando la bombilla



            Ni una hoja se movía en las ramas que asomaban por sobre la tapia. Ni un pájaro hacía el esfuerzo de piar en medio de esa tarde calurosa, densa, pesada.

-          ¿Qué pasó con la gente? –preguntó Paula, rompiendo el sopor postsiesta.
-          ¿…?
-          Digo: tanta gente que conocimos, que parecía cercana, con la que compartimos tantas cosas durante tanto tiempo, ¿dónde está ahora?

Ramiro sorbía su tereré ensillado en una cáscara de coco a modo de recipiente. La miró, se encogió de hombros y sintió que había una tristeza escondida dentro de él.

Ya otras veces habían tenido esa conversación, evocando los tiempos en que ese mismo patio de la casa era frecuentado por no pocos amigos. Recordaba que siendo recién casados, cuando vivían en el departamentito de La Plata, llegaron a meter cuarenta y dos personas en el dos ambientes de la calle 39. Hasta en el baño había gente conversando que salía cada vez que alguien necesitaba hacer uso del sanitario. Entre dos ocupantes de ese inodoro y ese bidet estuvo a punto de comenzar un romance.

Pasaron casi treinta años desde que se conocieron y comenzaron a fusionar sus vidas, a integrar hasta sus amistades. En definitiva, buena parte de ellas eran conocidos en común, compañeros de ruta, de ideales.

Luego, por esas cosas de la vida, con muchos dejaron de verse. Cada tanto alguna noticia al pasar, pero no mucho más. Con alguno que otro puede haber surgido alguna diferencia de opción de vida, pero nunca nada que dejara una herida.


Ramiro dejaba caer el agua helada en forma de fino chorro sobre la bombilla y veía cómo iba perdiéndose en la yerba húmeda hasta asomar en la superficie. El mate amargo -tanto en su versión tradicional como la de tereré- siempre había sido para él mucho más que una bebida. Aún cuando lo tomara solo, sabía que al sostener la calabaza entre sus manos estaba conteniendo a sus afectos, a los momentos compartidos, a los buenos deseos mutuos. El mate entre sus manos ahuecadas era un puñado de su historia y la de su gente querida.

En cada sorbo iba su pensamiento en Juan Carlos y en Marcelo, dos casi hermanos que partieron a destiempo cada uno en su momento, dejándole un fárrago de sabiduría como herramientas para la vida. En uno y otro la fidelidad era como el respirar cotidiano.

Ramiro siempre pensó que la amistad se forjaba de fidelidad y de confianza mutuas: nada se esconde entre amigos, y si hay algo duro que aconsejar, bueno… para eso somos amigos. ¿Habrá abusado de este principio a lo largo de estos años?, se pregunta con el mate entre sus manos, al tiempo que piensa en cuántos de sus antes cercanos tendrán algo para decirle, para reprocharle, y no se animan. “Si es así, entonces no hay amistad”, se responde a sí mismo y se seca una lágrima.

Piensa si lo suyo no serán caprichos de viejo. Pero con sus 57 años no se siente tal cosa. Bromea diciendo que transita los andariveles superiores de la juventud y que le queda mucho mate por tomar; es decir: le quedan muchos abrazos para dar a los amigos.

Pero ¿dónde están? No quiere ponerse cargoso e ir a golpearles la puerta. Tampoco quiere mendigar afectos. Amigos “amigos”, sabe que no deben ser más de tres o cuatro. Entre los que él considera portadores de ese galardón hay una historia que merece ser novelada porque atraviesa cuatro generaciones. ¿Entonces? “Nunca esperes que los demás actúen como vos lo harías”, le había dicho una vez a Paula y entendió que la regla cabía para la ocasión. “La amistad es un ida y vuelta –se dijo-, pero no siempre uno y otro recorrido tienen la misma extensión”. Y eso que nunca lo atrajo la literatura de Narosky.

Acomodó la bombilla del lado de la yerba aún seca, dejó caer nuevamente el agua por sobre el tubo de metal y vio cómo el fluido, que había desaparecido en la chupada anterior, volvía a aflorar en la boca del mate.  Y sorbió emocionado como quien recibe el abrazo de un amigo.


19 feb 18



domingo, 3 de diciembre de 2017

Casi un sacramento

Este domingo que amanece lloviznudo, se presta para mate y pan casero. Y de paso, compartir las reflexiones por el Día Nacional del Mate que el jueves pasado colgamos del micrófono de "Hablando de City Bell", por radio Signo.

Un abrazo que es casi un sacramento


El año pasado, en esta misma conmemoración del Día Nacional del Mate, reflexionaba acerca de mi relación con la querida infusión y decía que en el principio fue La Hoja y Nobleza Gaucha. Fue mate lavado de leche tibia y azúcar cebado en jarrito de lata enlozado en azul. Después, mucho después, vino el mate amargo cebado preferentemente en porongo con agua caliente que no llegue a hervir y la búsqueda de sabores etiquetados con marcas desconocidas pero maravillosas en su mayoría por su sabor y calidad.

    En el medio, esa simbiosis entre el placer por su sabor único y el sentimiento inherente de compartirlo con alguien. Casi como un sacramento o como los abrazos, un mate no se le niega a nadie, como tampoco se lo desprecia.

-¿Tomás dulce o amargo?
-Si lo preparo para mí, amargo. Pero agarro lo que venga si me convidan.

    Mi nebulosa es cuándo empezó a ser parte de mí; desde cuándo lo incorporé a mis hábitos sentidos, a mis costumbres de cada día. No porque acostumbre a tener el mate siempre ensillado, como en muchas casas. No es mi caso.

    Pero sí es una preferencia por encima del té o del café. Preside el encuentro con amigos, acompañó mis noches extendidas que acabaron siendo mis libros, está presente en el programa de radio, le pone sabor a los kilómetros recorridos, a las horas de trabajo,  a los atardeceres ociosos...

    Así de misterioso es el mate para nosotros, los de este rincón del mundo, afortunados por venirlo disfrutando desde antes de la llegada del europeo a estas costas cuando el resto del orbe recién lo está empezando a descubrir.

    Pero para ello hubo de recorrer una larga historia. El 20 de mayo de 1616, el gobernador de Buenos aires Hernando Arias de Saavedra hizo publicar un bando en el que prohibía la yerba mate en cualquier uso.

Sugestión clara del demonio”, “vicio abominable y sucio que es tomar algunas veces al día la yerba con gran cantidad de agua caliente” que “hace a los hombres holgazanes, que es total ruina de la tierra y como es tan grande temo que no se podrá quitar si Dios no lo hace”. Así era referida, por aquí y por allá, la costumbre de tomar mate en los inicios del siglo XVII. O bien la cosa no era tan mala, al parecer, o bien Dios no pudo con ella.

Elemento tan emblemático de los argentinos como es, el mate merecía contar con un día en el calendario y desde 2015 tiene su día nacional cada 30 de noviembre en recuerdo del nacimiento de Andrés Guaçurarí y Artigas, el único gobernador indígena de Argentina –guaraní, para más datos–, que llegó a dirigir los destinos de la por entonces provincia de Misiones entre 1811 y 1821. Se lo conoce más por el apelativo de Comandante Andresito, nativo de Santo Tomé, hoy Corrientes, en 1778. Una yerba lleva su nombre por marca.

Muchos de mis mates –calabazas casi en su totalidad- tienen sus historias. El más pequeño de ellos nació de una planta trepada a un alambrado medianero en la esquina de Cantilo y 28. Mate ciento por ciento citybellino y por eso lo quiero tanto. Luego prefiero las calabazas boconas, con vuelo, que permiten ensillar el mate usando la yerba de a poquito, sin mojarla toda de entrada.

Pero está también, ya radiada de servicio, la que a modo de despedida me obsequiara Walter Bengoa –“Peña”, para los conocidos- que lo venía acompañando desde su partida de Uruguay años ha, tocando cada uno de los puertos terrestres por los que lo llevó la vida hasta desembarcarlo en City Bell. Cuando volvió a cruzar el charco para encarar el último tramo de su peregrinaje lo puso en mis manos rebosante de afecto, historias, generosidad.


Tengo también el mate de lata que fuera mi compañero en la conscripción. Fríos, soledades, angustias quedaron para siempre en su interior y quiero conservarlo por lo mucho que le debo.

Tengo mis pavas, también. Aquella que puso calor a mis días de comerciante y la más nueva: una curiosa pava de arriero, de apenas medio litro de capacidad, hecha de chapa galvanizada y que se aquerenció entre mis preferencias materas en el último tiempo. En medio de una y otra, las de cobre y de bronce y las “colectivas”: calderas de cinco litros o un poco más que válgame Dios si tuviera que cebar con ellas.

Y para completar el ritual, tengo unos pocos ejemplares de ilex paraguariensis –la planta de la yerba marte- que me han venido como regalo desde Misiones y alguna de ellas hizo prepo y hasta hace un mes sobrevivió a la nevada de 2007. Ya imagino la pregunta: no, no elaboro mi propia yerba; son parte del jardín hogareño, nada más.

Al mate lo curo si es de calabaza con hollejos: esas que si las miramos dentro, tienen cascaritas y hasta semillas que habrá que desprenderle a lo largo de tres o cuatro días en los cuales le colocaremos yerba húmeda (puede ser usada si no fue de mate dulce) y la iremos raspando con una cucharita hasta dejarla limpia. Después, esas o cualquier calabaza o mate de madera, se curan con el uso. Cuantas más cebaduras tenga, mejor sabor tomarán.

    El ensillado es fácil. Tres cuartas partes del recipiente se cargan con yerba. Se le tapa la boca con la mano y se lo invierte, agitándolo unos pocos segundos. Al enderezarlo veremos que el polvo habrá quedado arriba. Lo inclinamos, mientras con el dedo pulgar o el mayor –depende del tamaño del mate y del de nuestra mano- aplastamos la yerba contra una de las paredes del recipiente. En el hueco vertemos agua natural o tibia y esperamos que se absorba.

Colocamos entonces la bombilla tapando la boquilla con el dedo pulgar (evitaremos que se tape), la afirmamos bien y comenzamos a cebar, con chorro finito, procurando que el agua (70-80 grados, no más) caiga sobre la bombilla y evitando mojar la yerba que está a un costado. Cuando pierda sabor o deje de hacer espuma, cambiamos la bombilla de lugar y seguimos cebando.

    Muchos hacen de este acto una pequeña ceremonia, casi un rito. Más aún, hay quien vierte tres gotas de agua bendita en la pava y asegura que los mates salen mucho mejor.

Estos amaneceres y estas tardecitas alineados con el verano, saborear unos amargos mientras zorzales, palomas y horneros le ponen música a la ceremonia del mate desde las ramas de los fresnos, resulta un sello indiscutiblemente citybellino. Calentá el agua, cambiá la yerba, y cebemos unos amargos más.

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30 nov 17 



lunes, 15 de mayo de 2017

Un nyc para la plaza

Parafraseando la picardía popular, en este caso no es la pampa sino la plaza la que tiene el ombú.

Ayer, 14 de mayo, en el marco de los festejos por los 103 años de la fundación de City Bell se plantaron tres árboles en la plaza San Martín. Uno de ellos es un ejemplar de ombú de menos de setenta centímetros de altura sembrado de semilla y criado por mí, en casa.

Uno de mis pasatiempos preferidos es ése: sembrar semillas de árboles o conseguirlos muy pequeños, cultivarlos y luego obsequiarlos a quien sé que lo va a valorar y cuidar. Alguno recaló en la vereda de casa: un ejemplar de timbó cuyas semillas traje desde la colonia 3 de Abril (Bella Vista, Corrientes) en 2012.

En el caso del ombú, en 2015 había comprado diez semillas de phytolacca dioica (ombú) y las sembré en almácigo el 14 de marzo de ese año. Ayer se cumplieron veintisésis meses de ese día. Sólamente germinaron tres, una de las cuales ya hunde sus raíces en Santa Clara del Mar, en la casa de mi amiga Beti. Otro ejemplar está en casa a la espera de ser protagonista de un proyecto que aguarda pacientemente ser aprobado por las autoridades de una escuela local. Y la tercera planta es la que ayer se plantó en presencia el Intendente municipal y otras autoridades y vecinos en el paseo citybellino. La foto muestra que mi esposa María Laura hundió sus manos en la tierra para acompañar a las raíces del pequeño arbusto a encontrar su destino.

Es sabido que el ombú es representativo de nuestra pampa. Pero para City Bell tiene un especial significado, dado que una de sus cuadras más bellas tiene ejemplares de phytolacca en abundancia: enmarcan lo que fuera la antigua entrada a la Estancia Grande a través de lo que hoy es la diagonal Jorge Bell. Contaba Lorna Bell, nieta del estanciero, que poner esos árboles había sido una de las peores ideas de su abuelo, ya que por su abundante sombra el barro era casi permanente. Luego se hizo la entrada por el camino Centenario, frente a las vías del ferrocarril, esta vez enmarcada por casuarinas.
Sus primeras hojas
El Intendente municipal, el Delegado , el Jefe de la Agrupación de
Comunicaciones 601, María Laura (de boina y campera marrón)
y vecinos en el momento de plantar el ombú (Ignoro el autor de la foto).


En la plaza San Martín subsisten ejemplares de ombúes casi con seguridad plantados por Bell antes de la fundación del pueblo. Son parte de nuestra idiosincrasia junto con algunos otros ejemplares que no es raro encontrar en la comarca. Por esas dos razones (la representativa de la pampa y la relacionada con City Bell) quise cultivar sus semillas.

Ya crecidos los ejemplares, pensé que bien merecía uno de ellos pasar a integrar la foresta local, echar raíces en un espacio público para que futuras generaciones disfruten de su sombra. Porque ese es el secreto: saber que uno está haciendo algo cuyos beneficios no va a disfrutar; sus raíces prominentes y aéreas, su sombra, su depuración del aire a través de las hojas, beneficiará a los que vengan. Nuestros nietos, por ejemplo. Que me nombraran por los micrófonos como donante no era lo pactado, pero en definitiva es un detalle menor.

Como yo, ese ombú es un "nacido y criado" en City Bell, un "nyc". Está en el sector de la plaza ubicado entre la calle 11 y el predio de la feria. Por mi convalescencia no pude ir y deberé esperar algunas semanas hasta que pueda acercarme. Vayan de mi parte, tómense una foto ahora y recuerden volver a hacer lo mismo en cinco o diez años. Va a ser fantástico comparar ambas imágenes. Y sean parte de este momento histórico.

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