jueves, 19 de mayo de 2022
sábado, 8 de mayo de 2021
Doña Irene aún habita en la calle Pellegrini
La historia es absolutamente veraz. Nos la relató uno de sus protagonistas y por respeto a los involucrados en ella todos los nombres que daremos aquí serán ficticios. A algunos no les importará, pero otros se podrían sentir heridos en sus sentimientos.
El escenario de los hechos es una de las muchas casas familiares de la calle Pellegrini en la cuadra del 900 de City Bell. La vivienda está bastante cambiada hoy en día, después de casi dos décadas de que los Guchi –insistimos, un apellido que no se corresponde con el verdadero- la vendieran a quien no es el propietario actual.
Luis Guchi y su esposa Josefina la habían comprado con mucho esfuerzo hacia la década de 1960 casi como un compromiso de honor. Con ellos se mudó también la abuela Ana –la mamá de ella- y con el tiempo se sumaría además doña Irene –progenitora de Luis-, con su cabello albo peinado hacia atrás y su nariz filosa y levemente saltona. Vivían hasta entonces en Ensenada, donde habían nacido sus tres hijos y cosechado una ponchada de amistades. Uno de ellas era Mingo, quien se había casado con la hija de una familia vecina y se había afincado en un chalet de la calle Cantilo en el por entonces tranquilo City Bell.
En un gesto que cambiaría por siempre la vida de Guchi, hacía tiempo que Mingo le había regalado una bobina de hilo, ese que se usaba mucho para atar paquetes en los tiempos en que las bolsas de polietileno eran algo de ciencia ficción y todo se envolvía en papel y se ataba con piolín. “Antes de que se te termine este ovillo tenés que venirte a vivir a City Bell”, le dijo en una suerte de pacto de caballeros.
Mingo murió joven poco después, y para Luis el pronunciamiento de su amigo cobraba más fuerza que antes: “Era un compromiso asumido y no podía defraudar a un amigo, aunque él ya no estuviera para verlo”, confesó el esposo de Josefina una tarde de mates en la cocina de la calle Pellegrini.
Pasaron algunos lustros, Josefina y Luis Guchi partieron con igual rumbo que su amigo; ya habían fallecido también sus respectivas madres doña Ana y doña Irene, las consuegras que vivían refunfuñándose mutuamente como dos adolescentes. Fue así que compró la casa un vecino quien, a su vez, la volvió a transferir.
Una tarde más cercana al hoy en que paseaba por City Bell en compañía de su pareja y sus suegros, el más chico de los Guchi decidió dar una vuelta por su antiguo barrio. Encontró pavimento y cordones de hormigón ocultando el histórico fango de la Pellegrini y el recuerdo de algún vecino esparciendo diarios doblados en dos para pisar sobre ellos y poder cruzar la calle sin perder un zapato en el barro. Encontró también a su casa bastante cambiada, al menos en su apariencia, y al propietario que cortaba el césped en la vereda.
Hombre joven, de la edad de quienes tienen todavía el empuje de los primeros años de un proyecto familiar y como si toda su vida hubiese vivido allí, preguntó a los forasteros si buscaban a alguien. Guchi hijo le respondió que le estaba mostrando a sus acompañantes la casa donde se había criado.
- ¿Vos sos Guchi? –preguntó el vecino, mientras dejaba las herramientas a un lado.
- ¿Cómo sabés?
- A mi casa la llaman “lo de Guchi”, pero yo no los conozco.
De ahí a pasar al interior fue sólo un instante. Estaba casi como el visitante la había proyectado reformar en un trabajo práctico en su paso por las aulas de Arquitectura, algo que su familia nunca había concretado. En la cocina con su nueva disposición hacía sus quehaceres la dueña de casa quien, también, se mostró amistosa y hospitalaria. Por la ventana se veía corretear en el fondo a la pequeña hija y Guchi no pudo reprimir el recuerdo de las lejanas tardes de juegos con sus hermanos.
De la conversación entre los adultos surgió una cuasi confesión de los anfitriones: su hija les había relatado muchas veces que hablaba con “la abuelita” y les describía a una señora viejita, canosa, con el pelo hacia atrás, con nariz delgada pero notoria… Ellos no veían ni oían a nadie, sólo a su hijita en entretenida conversación con alguien invisible e inaudible.
Pero un día su mamá pudo verla: era una anciana como la que describía la pequeña; también vestía un saquito de lana marroncito prendido con botones y caminaba por la casa con un paso corto pero apurado.
Guchi no pudo menos que preguntar en qué lugar de la casa la había visto la nena. Se quedó sin aliento cuando le dijeron en cuál habitación: la misma en la que otrora dormía su abuela Irene, la de cabello albo peinado hacia atrás, y su nariz filosa y levemente saltona quien de entre casa usaba, habitualmente, un saco tejido color beige con botoncitos asomando por los ojales y caminaba con paso corto pero apurado aunque no fuera a ninguna parte.
Los padres de la nena dijeron que ella no se había sentido alterada tras las conversaciones con la abuelita, así que no se preocuparon. Más aún, la mamá agregó que para ella era una tranquilidad saber que no se quedaba sola cuando su esposo no estaba. De alguna manera se sentía acompañada.
Debe ser que doña Irene Guchi añora aún los tiempos de la Pellegrini de barriales y faroles apagados, aferrada quizás al estigma familiar de abrir las puertas de la casa a todo el que llegue a ella; de atenderlo, de reconfortarlo, de brindarle todo lo poco que siempre habitaba las alacenas pero también todo lo mucho que rebosaba de sus corazones. Su alma escapó del camión de mudanzas y se quedó en la casa provocando al alma de su consuegra Ana buscándose mutuamente motivos para pelear. O tal vez eligió perpetuar el pacto de amistad entre su hijo y Mingo de mudarse para siempre a City Bell antes de hacer un moño con la última hebra de aquel carretel de hilo de atar paquetes.
Vaya uno a saber. Los que tenemos el alma envuelta en un cuerpo no entendemos mucho de esas cosas.
07 may 21
viernes, 9 de abril de 2021
La despedida
domingo, 24 de enero de 2021
El síndrome de Honorio
A cualquiera le habrá pasado contratar a un pintor para unos pequeños retoques y terminar pintando toda la casa. Ese hecho que acaba de suceder en la familia nos trajo el recuerdo de Honorio Herrera, personaje sin igual por donde se lo mire.
Herrera trabajaba de engrasador en una estación de servicio en City Bell, un oficio casi desaparecido en los tiempos actuales. Treinta años atrás, a los autos había que engrasarles ciertas partes de la dirección y de la suspensión, cosa que hoy, con los nuevos diseños de la mecánica, no sólo no es necesario sino que tampoco puede hacerse. Un oficio, como se imaginará, bastante sucio por definición.
Honorio se ocupaba de ello y también solía oficiar de lavador de autos en el mismo establecimiento, tarea que no es tampoco de las más limpias. Además realizaba los cambios de aceite y filtros de los vehículos de la clientela, una tarea que ha sido absorbida hoy por los llamados lubricentros.A falta de elevadores contaba para su trabajo con dos largas fosas con escaleras algo empinadas, las que a la vez conducían a un sótano que albergaba la sala de máquinas, depósito de lubricantes y pequeña oficina para el engrasador. Ese espacio construido en 1965 es hoy impensable en el marco de las normas de seguridad, pero en las décadas de 1960 y 1970 era inexpugnable para cualquier persona ajena al sector excepto sus patrones.
Herrera viajaba a City Bell desde Villa Elvira, dos o tres kilómetros al sudeste del casco urbano de La Plata. Puntualmente poco antes de las 8 de la mañana bajaba del ómnibus vistiendo impecable pantalón negro con raya al filo, camisa (no recordamos si usaba corbata), zapatos relucientes y un impecable saco blanco, empuñando un lustroso portafolios de cuero. Luego de saludar penetraba en su cueva subterránea y reaparecía enfundado en su grasiento mameluco. Solía cocinar allí mismo su almuerzo con un calentador de kerosene y, en una lata vacía, ponía también a hervir su ropa de trabajo para terminar enjuagándola con el agua a presión de la máquina de lavar autos. A las cuatro de la tarde emergía de las profundidades engominado y con su envidiable saco blanco sin mota de grasa ni de aceite. Saludaba, cruzaba el camino Belgrano, y esperaba la línea 338 que lo acercara de regreso a su casa.
Lo cierto es que un día de sus más de veinte años de servicio apareció piloteando orgulloso un Dodge modelo 1936 que le había regalado su cuñada, en estado de viudez. El auto tenía unos cuarenta años de fabricado pero muy pocos kilómetros rodados y se lo veía en muy buen estado excepto por un parche de antióxido rojizo sobre la pintura gris topo.
Honorio estaba contento con su auto. Volante a la derecha -como era ley en el país hasta 1945-, el detalle apuntado era la única mácula en toda la pintura, cuyo brillo opacado por el tiempo él iba a recuperar tratándola con aceite de pata.
Un lunes de aquellos, a las 8 de la mañana, llegó en un auto como el suyo pero de color celeste. La sorpresa de sus compañeros y sus patrones requería una respuesta.
“¿Se acuerdan el parche de antióxido? Bueno, quedaba feo. Tenía un poco de esmalte sintético celeste en casa y ayer, mientras la patrona me cebaba mate agarré el pincel y –mate va, mate viene- cuando quise acordar me faltaba nada más que el techo. Así que lo pinté todo”, dijo con orgullo ante la perplejidad ajena.
Como suele pasarnos a muchos, empezó por un poquito y terminó yendo por todo. Había nacido el síndrome de Honorio.
martes, 29 de septiembre de 2020
Pueblo chico
Aún cuando está tropezando con la cifra de casi cien mil almas, la localidad de City Bell sigue conservando algo de su espíritu de pueblo chico. Y se es pueblo chico cuando, más allá de todo censo y de toda estadística, los pobladores conservan la memoria de los antiguos vecinos; cuando los descendientes de aquéllos siguen afincados en el terruño y se siguen reconociendo y saludando cada vez que se cruzan en la calle.
Entonces en el texto que sigue, porque toca a la historia del país pero involucra a por lo menos tres familias con muchos años en el pueblo –más de 80 en el caso de una de ellas- no se usarán nombres y apellidos reales sino ficticios. Para no herir susceptibilidades, para no remover rencores; porque se trata de sucesos acaecidos hace casi seis décadas y podría calificárselos de anecdóticos si se los despojara del contexto político en que se produjeron. Pero encierran dolor. Dolor de pueblo chico.
Entre 1962 y 1963, como si lo endeble de la democracia argentina no fuera suficiente, nuestras Fuerzas Armadas eran la caja de resonancia de los ecos de la Guerra Fría y de la mal llamada Revolución Libertadora. El Ejército era la Fuerza en la cual las aguas estaban más divididas. Azules y Colorados se denominaban las facciones que pugnaban por recuperar el poder político del país, unos para perpetuarse en él y otros para buscar desterrar definitivamente toda lo referencia al peronismo.
En realidad, ambos grupos compartían la alineación con Estados Unidos en la Guerra Fría y la necesidad de combatir al comunismo, pero discrepaban sobre la modalidad y el perfil profesional que debían tener las Fuerzas Armadas. Los Azules admitían rehabilitar de modo restringido al peronismo proscripto, mientras que los Colorados lo equiparaban con el comunismo y querían erradicar a ambos en forma definitiva. Hacia 1962, cada bando luchaba para lograr el control castrense y constituirse en tutor de la política nacional.
El 29 de marzo de ese año Arturo Frondizi se vería obligado a abandonar la Presidencia de la Nación y ceder su lugar al vicepresidente José María Guido, en una suerte de transición hasta las elecciones de 1964. Hay que decir que la Armada tuvo también un rol preponderante en el conflicto, que ya se había extendido a otras provincias.
La camarilla Colorada había logrado dominar unidades clave del Ejército, lo que impulsó la contraofensiva Azul. El 2 de abril de 1963 las tropas Azules al mando del general Alejandro Agustín Lanusse salieron de Campo de Mayo para recuperar La Plata y Punta Indio. Por otra parte, Santa Fe, Córdoba y Jujuy se encontraban entre los puntos más conflictivos. Radio Provincia y radio Universidad, en poder de las fuerzas Coloradas, exhortaron a evacuar las viviendas cercanas al Batallón 2 de Comunicaciones de City Bell –actual Agrupación 601-, en poder del bando Azul, para prevenir posibles bombardeos.
Lanusse conocía muy bien al 2 de Comunicaciones. En los tiempos en que sus instalaciones constituían la Estancia Grande, propiedad de la familia Bell, allí celebró su casamiento con Illeana, nieta de Jorge Bell, meses antes de que el Estado expropiara esas tierras para instalar la unidad militar. Un viejo vecino, que era un chico por aquellos años y trabajaba en la estancia, ha referido más de una vez que con otros compañeros se apostaron ese día en la tranquera de ingreso y que no fueron despreciables las propinas que recibieron de los invitados.
Vayamos, entonces, al nudo local de nuestro relato. Barriales (recordemos que las identidades son ficticias- vivía en una esquina del camino Centenario, a unos cuatrocientos metros del Batallón. Era por entonces un muy joven oficial de la Marina, con esposa e hijos.
Casi enfrente, sobre la calle lateral, vivía con su esposa, sus hijos y sus suegros, Bianco (insistimos, el apellido es inventado). Bianco era militante peronista de la primera hora con una actividad política en receso obligado; o casi.
A unas veinte cuadras de allí vivía Molino (que no se llamaba así), un suboficial de la Marina retirado desde hacía algo más de una década gracias a su desencanto personal con la Fuerza. Tras su retiro había sido presidente del Argentino Juvenil Club y empleado en la ferretería de don Juan Bello. Su condición de exmarino le proporcionaba algo en común con Barriales –a quien no conocía- y con Bianco lo unía el hecho de que sus respectivas suegras amasaban una amistad que llevaba décadas.
Aquel 2 de abril de 1963, exactamente diecinueve años antes del otro 2 de abril que quedaría grabado a fuego en la historia y el corazón de los argentinos, la angustia y el pánico ganaron las calles de City Bell, especialmente las más cercanas al cuartel.
La noticia de que los aviones de la Marina bombardearían el Batallón de Comunicaciones helaba la sangre de más de uno. Molino, que con 47 años peleaba palmo a palmo contra una enfermedad que lo derrotaría cuatro meses después, decide asilar en su casa a la familia de Bianco, alejándolos así de la zona del posible bombardeo. El señor Bianco, resuelto a permanecer escondido en el fondo de su vivienda, agradeció el gesto y decidió que sólo fueran sus familiares. Además, mostró su preocupación por la esposa y los hijos de su vecino Barriales, quien por su condición de oficial de la Armada estaba acuartelado.
Molino no lo dudó y les ofreció refugio en el hogar de su hija –casada y con dos hijos pequeños- a poco más de una cuadra del suyo. Como pudieron, las familias se organizaron en ambas casas y masticaron su angustia procurando no transmitirla a los chicos. La más afectada parecía ser la señora de Barriales, quien no cesaba de lamentarse: “¡Qué horror, las ‘botas’ en la marina!”, en alusión a la posibilidad de que una facción del Ejército acabara entrometiéndose en los asuntos de la Armada.
El conflicto se resolvió pronto. La sangre y las vidas que se cobró en otras ciudades del interior no llegaron a City Bell, que poco a poco fue recuperando la calma y cada cual pudo volver a su casa.
Poco más de una década después y luego de que las Fuerzas Armadas se llevaran por delante a dos gobiernos democráticos (el de Arturo Illia en 1966 y el de María Estela Martínez de Perón en 1976), la Historia hizo de las suyas volviendo a cruzar a dos de los actores de esta novela que no es ficción. Enarbolaban el lema de la “Argentina potencia” y de que “los argentinos somos derechos y humanos”. Vaya pantomima.
A la señora de Bianco se la veía seguido en la iglesia del padre Dardi (Sagrado Corazón de Jesús) con un pañuelo blanco cubriendo su cabeza mientras un llanto sin consuelo cortejaba sus rezos. Su alma se desangraba por sus dos hijos mellizos que alguien le contó que los vio cuando fueron subidos por la fuerza a un vehículo militar mientras realizaban pintadas políticas. Sin armas, según dicen; sólo militantes de un partido, el mismo que había abrazado su padre. Su rogativa se escuchó a medias: sólo uno de ellos volvió a la vida mientras el otro es parte de la obscena nómina de desaparecidos.
Barriales, contraalmirante ya, fue conducido por imperio del mérito a apetecidos cargos en el escalafón de la Fuerza hasta alcanzar un repentino retiro. Se fue, dicen, en disidencia con el comportamiento que la Armada estaba teniendo en esos años que alguien llamó “de plomo” pero que fueron, más bien, de sangre.
Indigesta historia de dolor en un pueblo chico. El ser chico le permitió que dos familias vecinas que fueron refugiadas bajo el techo de una tercera, acabaran en bandos contrarios poco más de una década después. Nadie sabe si el paso al costado de Barriales se relaciona con el hecho que hemos relatado o con eso de la Argentina potencia. Ya mayor, se lo ve cada tanto caminar, de la mano de su esposa, por las calles del pueblo chico que juntos eligieron para toda la vida, lejos de los azules y los colorados, de los derechos y humanos pregonados por antiguos comandantes tiestheridos.