domingo, 24 de enero de 2021

El síndrome de Honorio


                                                                                                                                    

         A cualquiera le habrá pasado contratar a un pintor para unos pequeños retoques y terminar pintando toda la casa. Ese hecho que acaba de suceder en la familia nos trajo el recuerdo de Honorio Herrera, personaje sin igual por donde se lo mire.

          Herrera trabajaba de engrasador en una estación de servicio en City Bell, un oficio casi desaparecido en los tiempos actuales. Treinta años atrás, a los autos había que engrasarles ciertas partes de la dirección y de la suspensión, cosa que hoy, con los nuevos diseños de la mecánica, no sólo no es necesario sino que tampoco puede hacerse. Un oficio, como se imaginará, bastante sucio por definición.

          Honorio se ocupaba de ello y también solía oficiar de lavador de autos en el mismo establecimiento, tarea que no es tampoco de las más limpias. Además realizaba los cambios de aceite y filtros de los vehículos de la clientela, una tarea que ha sido absorbida hoy por los llamados lubricentros.

          A falta de elevadores contaba para su trabajo con dos largas fosas con escaleras algo empinadas, las que a la vez conducían a un sótano que albergaba la sala de máquinas, depósito de lubricantes y pequeña oficina para el engrasador. Ese espacio construido en 1965 es hoy impensable en el marco de las normas de seguridad, pero en las décadas de 1960  y 1970 era inexpugnable para cualquier persona ajena al sector excepto sus patrones.

         Herrera viajaba a City Bell desde Villa Elvira, dos o tres kilómetros al sudeste del casco urbano de La Plata. Puntualmente poco antes de las 8 de la mañana bajaba del ómnibus vistiendo impecable pantalón negro con raya al filo, camisa (no recordamos si usaba corbata), zapatos relucientes y un impecable saco blanco, empuñando un lustroso portafolios de cuero. Luego de saludar penetraba en su cueva subterránea y reaparecía enfundado en su grasiento mameluco. Solía cocinar allí mismo su almuerzo con un calentador de kerosene y, en una lata vacía, ponía también a hervir su ropa de trabajo para terminar enjuagándola con el agua a presión de la máquina de lavar autos. A las cuatro de la tarde emergía de las profundidades engominado y con su envidiable saco blanco sin mota de grasa ni de aceite. Saludaba, cruzaba el camino Belgrano, y esperaba la línea 338 que lo acercara de regreso a su casa.

          Lo cierto es que un día de sus más de veinte años de servicio apareció piloteando orgulloso un Dodge modelo 1936 que le había regalado su cuñada, en estado de viudez. El auto tenía unos cuarenta años de fabricado pero muy pocos kilómetros rodados y se lo veía en muy buen estado excepto por un parche de antióxido rojizo sobre la pintura gris topo.

          Honorio estaba contento con su auto. Volante a la derecha -como era ley en el país hasta 1945-, el detalle apuntado era la única mácula en toda la pintura, cuyo brillo opacado por el tiempo él iba a recuperar tratándola con aceite de pata.

          Un lunes de aquellos, a las 8 de la mañana, llegó en un auto como el suyo pero de color celeste. La sorpresa de sus compañeros y sus patrones requería una respuesta.

 “¿Se acuerdan el parche de antióxido? Bueno, quedaba feo. Tenía un poco de esmalte sintético celeste en casa y ayer, mientras la patrona me cebaba mate agarré el pincel y –mate va, mate viene- cuando quise acordar me faltaba nada más que el techo. Así que lo pinté todo”, dijo con orgullo ante la perplejidad ajena.

          Como suele pasarnos a muchos, empezó por un poquito y terminó yendo por todo. Había nacido el síndrome de Honorio.

 

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