jueves, 10 de octubre de 2024

A vos te conozco

          En la cola del banco los hombres se miraron y uno de ellos tomó la iniciativa. Saludó al otro, le preguntó cómo andaba…

          El otro respondió afable, le comentó que andaba haciendo trámites. Le preguntó por la familia, los chicos…

          Bien, dijo el otro. Por suerte, todos bien, comen y respiran, je. Comentó que también hacía unos trámites, pagando impuestos. ¿Tu gente?

         Ufff. Los chicos, grandes. Mi señora, trabajando, también. Qué se le va a hacer… Es la lucha.

         Le tocó el turno al primero; el otro, fue por la caja de al lado. Cuando terminó y salió, encontró a su interlocutor esperándolo en la vereda.

         Disculpame, pero no recuerdo de dónde te conozco…

         Empezaron a cruzar datos; colegio, barrio, trabajo, familiares, amigos… Nada. No se conocían de ningún lado, pero ninguno de los dos se animó a decirlo en el principio de la conversación. Conversación que no fue profunda, más bien de circunstancia, pero les hizo creer, por pocos minutos, que se conocían de toda la vida.

El tilo de Ramiro

         Ramiro no sale de su asombro: su casa de crianza, de la que se fue hace hace alrededor de medio siglo, fue arrasada por la piqueta. Posiblemente no se había dado cuenta de que le habían quedado recuerdos y sentimientos en los rincones de esa construcción de la década del ’50 que, remodelaciones mediante, hasta semanas atrás se veía en buen estado, mantenida, elegante.

          Sin embargo, en el rostro de Ramiro hay huellas de que cada martillazo a las paredes y el techo que tan bien conoció, le dolía a él. Justo a él, que pasados sus setenta años, le sigue poniendo el pecho al día a día.

          De eso hablábamos uno y otro, como viejos vecinos que fuimos. De repente se le iluminaron los ojos y, como quien sabe que no está vencido, que no todo está perdido, me dijo con firmeza:

 -         ¿Sabés qué? Lo que quedó en pie, lo único que no tiraron abajo, es el tilo de la vereda. Yo tenía cinco años cuando le ayudé a mi Viejo a plantarlo. Tiene casi 70 años, je…

         Y se quedó en silencio, con una sonrisa que le florecía luminosa entre el follaje de su rostro.

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