Tarde o temprano iba a suceder; el mundo no es tan grande
como para que no nos cruzáramos algún día. Y sucedió: lo conocí a
Guillermo J. Defranco. El mismo pero otro, diferente.
Más de una vez había recibido llamados telefónicos para
Guillermo Defranco preguntando para cuándo iba a estar arreglado el televisor
o, más aún, para pedirme prestado un amplificador de sonido porque quien llamaba era músico, tenía que ir a tocar y se le acababa de quemar el suyo. Esa vez eran
más de la una de la madrugada.
Claramente se trataba de otro Guillermo Defranco, aunque en
la guía telefónica figuro sólo yo. Por alguna publicidad en una revistita
barrial supe de un Guillermo Julián Defranco dedicado a reparar aparatos de
electrónica en La Plata. Y ahí empecé a entender por dónde iba la cosa.
Hasta que una tarde, en la sala de espera de la clínica de City Bell, quien
se sentó a mi lado me preguntó si yo era Defranco. No era adivino, en realidad;
me había escuchado cuando hacía mi trámite administrativo en la recepción y,
además, de ojito había leído mi apellido en el sobre de los estudios que yo le
llevaba al médico. Le contesté que sí y ahí nomás me estiró su diestra: “Guillermo
Defranco, mucho gusto”, me dijo.
Más que entender, creo que imaginé lo que estaba sucediendo.
Lo miré bien y era una persona de carne y hueso y no un espejo. De haberlo
sido, se habría tratado de uno de bastante mala calidad porque lo que reflejaba no se parecía a lo reflejado. Morocho, sí, como yo.
Pero sensiblemente más delgado (la diferencia era más que obvia) y algo más
bajo que yo. Creo, también, que con unos diez años menos.
Nos miramos y nos empezamos a reír. Ahí supe que si a mí me
llamaron por teléfono por cuestiones de su trabajo, a él lo han llamado del
diario para hacerle una nota por mis libros y mis charlas abiertas. Confesó que
no es capaz de escribir tres renglones seguidos, tantos como soldaduras y
conexiones soy capaz de realizar yo.