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lunes, 6 de octubre de 2025

Esperando al “alemán”


 

         Después de algunos años, me encontré al profesor Cardo cara a cara. Por lo general lo cruzaba a lo lejos, un saludo de cortesía con un gesto, y nada más. Pero el otro día coincidimos en un evento cultural, se me acercó, y nos pusimos a conversar. Los años se le notan -seguramente que a mí también, aunque en menor medida- en la tez rosada del rostro curtido y en el cabello aún abundante pero blanco como la tiza que empuñaba en sus tiempos de aula y matemática.

          Sigue histriónico como antes, con cierto y particular humor a la hora de contar un chiste (o lo que él consideraba que lo era) o referirse al cuadrado de la hipotenusa. Ya no viste saco y corbata; las otras noches lucía un equipo deportivo en rojo, azul y blanco.

          Luego de saludarme afectuosamente comenzó con una de sus tantas historias que un poco por el tono bajo de su voz y otro poco por el murmullo reinante en el ambiente, no pude seguir de cabo a rabo. Algo me refería de un conflicto recurrente con el cura de la iglesia vecina de la escuela en la que él era director, una discusión en la que él parecía tener la razón, y dada mi imposibilidad de seguirle el hilo del relato, voy a darle la derecha.

          Alcancé a entenderle que en una larga charla que tenía por finalidad hacer las paces, el párroco le enunció tres puntos fundamentales para la buena vecindad. Los dos primeros no significaban nada del otro mundo para el docente, y el tercero implicaba promesa de no revelarlo a nadie. Rápido para las reacciones, Cardo respondió que le juraba silencio en esa cuestión, pero que no garantizaba nada si algún día lo atacaba el Alzheimer.

          Con un canapé en una mano y un vaso con gaseosa en la otra, lanzó una carcajada muy cerca de mis narices cerrando el relato:

-Así que acá estoy, con mis 80 años, esperando que me agarre el Alzheimer para revelar sin cargo de conciencia ni culpa alguna el gran secreto que el cura me ordenó que guardara bajo siete llaves.

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