sábado, 25 de junio de 2022

La caída

 11h 48’16”.

Termino de sembrar unas semillas en almácigos sobre la mesada de la parrilla. Giro hacia la derecha, tropiezo con un ladrillo, empiezo a caer. Uy, mi cadera operada. El médico me había dicho que evitara golpeármela. No, no es la operada, esa es la izquierda y estoy cayendo hacia la derecha. Sí, me estoy cayendo. ¿Cuánto tiempo hace que no me caigo? Un montón. Pero ahora me estoy cayendo y por suerte no es del lado donde tengo la prótesis, no. ¿Cuánto hace que estoy cayendo? No termino más.

 

Siento que la rodilla choca contra algo semiduro y me salpico hasta la cara. Sigo cayendo, apoyo mi mano derecha en el ángulo entre la vereda y la pared, que como está revocada con salpicré, me raspa un poco. Me golpeo fuerte el lateral de la mano y la muñeca, que queda bastante retorcida. Me la quebré. Seguro que me la quebré. No termino más de caerme.

 Estoy en el suelo, entre la parrilla, la cisterna y la pared con salpicré. Con la otra mano busco apoyo y me levanto. La rodilla me duele un poco y la mano, más. ¿La podré mover? A ver… sí, la muevo. Los dedos, la muñeca, parece que está todo bien. Me toco la cadera izquierda, la operada, no me duele, no me la golpeé. La otra, tampoco. Igual me voy a poner hielo en la mano, la muñeca y la rodilla. Y me tengo que cambiar. Estoy mojado y embarrado. Mejor me baño. ¿Sangre? No, sangre no me veo.

 Busco con qué me tropecé. Con un ladrillo que debía estar enterrado, como si fuera una baldosa y se ve que estaba medio levantado. Al lado del ladrillo díscolo está el tacho de aluminio donde les ponemos agua a los gatos. Bueno, lo que quedó de él, en realidad. Tiene el borde hundido, abollado con la forma exacta de mi rodilla. Igual creo que todavía sirve.

 Ya estoy parado, me miro la mano, me toco la rodilla.  Pienso en mi cadera. Es una suerte que caí del otro lado. Uf, por fin; una eternidad cayendo. Miro la hora.

 11:48:18 horas.

 

Un balcón, una tragedia, nada de Shakespeare

Hay balcones y balcones. Y no hablamos del de la Casa de Gobierno, ni mucho menos. Los hay que ofrecen vistas maravillosas, que nos elevan por sobre la chatura ciudadana; que nos permiten un soplo de vida, aire y verdor en medio de la grisura urbana; y los hay también que ensombrecen la vida, aún más que una vereda estrecha del microcentro porteño. 

 La escena que se desarrolló en el filo de un balcón en el mediodía capitalino hasta podría haber pasado desapercibida. Era más patética que realista: una mujer que no llegaba a los treinta años gritaba desde el primer piso de un hotel de media estrella en la esquina de Bartolomé Mitre y Uruguay. Había pasado sus piernas por la baranda y gritaba –no lloraba- torrentes de palabras no del todo comprensibles.

Parecía decir algo sobre un desalojo, y que su marido estaba complotado en contra de ella. Lo burlesco de la escena era el cartel que pendía del mismo mirador: "¿Problemas con su inquilino? Cobro-desalojo inmediato".

En la vereda podía verse media docena de policías con sus chalecos naranja fluorescente, uno de los cuales cortaba en ese momento el tránsito por la calle Uruguay. Entonces sí, los curiosos comenzaron a detenerse y mirar hacia arriba.

 "Que venga la prensa, que vengan los medios", vociferaba la mujer. "Miren cómo me agarran", señalaba aferrada al borde de la reja, mientras una señora la abrazaba por detrás.

 No había medios, no había fotógrafos. Sólo curiosos, transeúntes ocasionales, que no atinamos a hacer nada por ella. Excepto la policía, que trataba de convencerla de que no se arrojara, que entrara al edificio. "Que vengan las cámaras, que venga Crónica" repetía, en demanda del canal más amarillo de la tevé argentina.

 Una autobomba que se abrió paso a toda sirena acabó depositando un puñado de bomberos. En pocos segundos uno de ellos estaba en el primer piso, procurando que la mujer desistiera de su actitud. La víctima había enganchado sus piernas en un ángulo de la reja del balcón –una hacia el frente y la otra hacia un lateral- y hacía suficiente fuerza como para que entre tres personas –una mujer de civil, un policía y un bombero- no lograran sacarla de allí. Cuanto más fuerza hacían, más gritaba ella; cuanto más tironeaban, más rígidos ponía sus pies desnudos, más fuertes eran sus alaridos.

 Abajo, los curiosos nos preguntábamos por lo que decía ella y como respuesta, comenzaron a tejerse las hipótesis más variadas.

 Lo que realmente parecía era que la mujer no pasaba por un estado de  desesperación y angustia; más bien daba la impresión de padecer cierta alteración nerviosa: no había lágrimas en sus ojos; nadie intenta quitarse la vida desde un primer piso ni pasando sus piernas por entre medio de una baranda, más bien se sube a horcajadas de ella; nadie, por su propia voluntad, debe tener tanta fuerza como para resistir la de tres personas a la vez. Oímos decir que una fuerza descomunal se desata cuando la psiquis es presa de ciertas alteraciones.

Algo que llena de tristeza a cualquiera se solapa detrás del hecho en sí y de las razones por las que este ser protagonizó lo que protagonizó: el centenar y medio de personas que por unos minutos nos detuvimos, primero por curiosidad, luego por interés, y finalmente, dado el hecho de que ninguno se acercó a prestar colaboración, por un dejo de morbo, seguimos luego nuestras respetivas vidas, olvidados del entremés y la tragedia.

En aquel escenario no estaban Romeo y Julieta. Pero había un balcón. Y una tragedia. Hubo, sí, unos pocos que aplaudieron. Pero de este argumento de desdichas y marginados seguimos sin atender absolutamente nada.

 

 

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