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martes, 11 de septiembre de 2018

Sobremesa


Doña Victoria se solazaba de haber parido a sus cuatro hijos arriba de la mesa de la cocina. Don José daba crédito de los dichos de su esposa y Humberto, el mayor de su descendencia, no recordaba que en su casa, siendo chico él, hubiese habido otra mesa en la cocina que no fuera esa.

Victoria y José no eran familia de dinero y llegaron de Italia con escasez de liras en los bolsillos. La mesa que compraron para su cocina, por tanto, era bastante austera: patas de pinotea y tablero de quién sabe qué, cajoncito con divisiones al frente y nada más.


Humberto la llevó consigo cuando formó su familia, luego la prestó a su cuñado cuando hizo lo propio, y después el mueble cumplió algunas otras funciones, incluida la de trasto en el altillo. A lo largo de sus años (tal vez, tres cuartos de siglo o más), la mesa de la cocina y de parir de la gringa Victoria, acumuló varias capas de pintura (grises, azules, blancos) y algún que otro remiendo oculto siempre bajo sus hules y manteles de rigor. Hace pocos años abandonó su retiro de depósito, recuperó su posición de mesa y, con las patas otra vez sobre la tierra, se aprestó a sentirse nuevamente mesa.



Los usos y las costumbres
Elemento de uso diario si lo hay, la mesa es, casi, una extensión del cuerpo. En ella nos apoyamos para comer, para cocinar, para trabajar, para jugar. La mesa es la caja donde resuena una palmada que puede denotar enojo o indignación, o prolongar una carcajada salida del alma. Ponemos las cartas sobre la mesa para pasar un buen rato entre amigos o para mantener cara a cara una conversación sin ambigüedades.

Sobre la mesa apoyamos nuestros codos para sostener el mentón entre las manos, como si ese gesto nos ayudara a pensar. O cruzamos los brazos sobre los cuales reposar el rostro lloroso de tristeza e impotencia.

¡A la mesa! convoca la señora de la casa al momento de servir la comida, y esa simbiosis de mobiliario y trabajo culinario simboliza la magia de la reunión familiar. Tanto que, cuando la familia crece en número, se dice que hay que agrandar la mesa.

La mesa es, también, refugio para el gato que busca ocultarse del dueño que lo persigue con la intención de sacarlo al patio, o del purrete atemorizado en una tarde de rayos y de truenos.


El piso de las manos

En una evolución que comenzó hacia el año 2700 a.C. en Egipto, el mueble acompañó los cambios y progresos de la humanidad desde la concepción de cuatro de ellos en particular: la cama, la silla, el armario y la mesa. Pero la mesa no siempre fue mesa, ni fue desde siempre mueble.


Se diría que la invención y la evolución de la mesa van a la par de la evolución del hombre. Cuando el mono dejó de ser mono para llamarse Adán, el suelo empezó a quedarle un poco lejos de sus manos, y necesitó "subirlo", necesitó apoyarse en algo para hacer cualquier trabajo que fuera manual, porque ya se paraba sólo sobre sus patas traseras y le quedaban los brazos colgando. Y previsor como era, no esperó a que le doliera el esqueleto para buscar una posición mejor. La mesa, entonces, se inventó ante la necesidad de que las manos tuvieran un suelo, una superficie de apoyo más elevada, más cercana.

La arqueología nos cuenta que las más antiguas civilizaciones tallaban mesas en la roca para destinarlas, en muchos casos, a sacrificios divinos. Eran, en realidad, altares, verdaderas mesas fijas que, por esa misma condición de no poder ser trasladadas, no eran móviles, no eran muebles.

Se dice que si en algo le erró Leonardo Da Vinci al pintar la Última Cena, fue precisamente en la mesa. En aquellos tiempos de la Palestina de Jesús no se acostumbraba a comer en una mesa con patas, tal como lo dictan nuestros usos y costumbres. Era, en todo caso, una estera tendida en el piso y recostados junto a ella se ubicaban los comensales. Eso explica el pasaje evangélico en el que el Maestro lava los pies de los discípulos la misma noche de aquella cena: era de buena educación lavarse no sólo las manos sino también los pies antes de acercarse a la mesa, dado que éstos quedaban muy cerca de la cabeza del comensal contiguo.

Por eso los romanos utilizaban el triclino, especie de amplio lecho para tres personas en forma de "U", al que se agregaba una mesa central donde colocaban los alimentos a la hora de comer. Desaparecido el imperio y sus fiestas bacanales, el triclino fue reemplazado por la cama en los dormitorios y por la mesa en el comedor. 



Mesa académica
El diccionario de la Real Academia define a la mesa con frialdad. "Mueble para comer, escribir, etcétera, compuesto de un tablero horizontal sostenido por uno o varios pies", dice. Esta enumeración de utilidades (para comer, para escribir...) y la forma de su estructura, resultan insuficientes. ¿Acaso un pupitre con el tablero inclinado no es una mesa? ¿Acaso no son mesas esos apoyos que, sin necesidad de pies o de patas, se elevan sobre el suelo colgados en soportes amarrados a la pared de una oficina pública?

Los académicos de la lengua no saben ver lo que realmente una mesa es. La mesa es un tablero, sin duda, pero requiere estar a una altura tal que tenga que ver con las manos de la persona que las utilice: las mesas son superficies para manipular y, por ello, si se elevan excesivamente, aun conservando la estructura, se convierten en un techo (como le ocurre al gato de los primeros párrafos); y si se baja más allá de un límite se convierte en un podio, en un estrado sobre el cual subirse para recitar, verbigracia, "los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor", o para pronunciar un discurso de ocasión.

Dice José G. Moreno de Alba que el significado de bufé (mesa en que se sirven bebidas y alimentos) se relaciona con varias acepciones del francés buffet (colación, merienda) y también con el mueble aparador. "Más remoto parece el parentesco entre el francés buffet y el español bufete -agrega-, que cuenta con varias acepciones, entre ellas las dos siguientes: mesa de escribir con cajones y estudio o despacho de un abogado".

A la buena mesa
Sobre la base de esto, podríamos suponer que el armario de oficina y el escritorio se introdujeron juntos de la mano en la vida cotidiana, como la mesa de comer lo debe haber hecho con el aparador de cocina.


Hasta principios del siglo XIX el vocablo bufete aparece siempre con el único significado de "mesa", para alternar luego los significados de "mesa" y de "despacho". Pasará más tarde a significar "despacho de abogado", y sólo relacionarse con lo culinario en tanto y en cuanto buffet es sinónimo de bar o cantina de un club o institución.

Sentarse a la mesa es arrimarse a ella para, por ejemplo, comer, y de paso prolongar el momento en amena sobremesa. Pero la mesa puede ser de trabajo o de noticias, de operaciones o de juego. Puede ser la mesa de conducción de, por ejemplo, un gremio o la mesa de deliberaciones de señores que se sienten importantes. Puede ser la mesa de luz que ponemos junto a la cama o la mesa de saldos en cualquier comercio. Y podría ser, además, una mesa de dinero o también una mesa redonda donde se debaten superfluidades aunque su forma sea, por lo general, rectangular.

Patitas chuecas
Del pupitre del escolar al escritorio del secretario general de las Naciones Unidas, todas las mesas suelen tener algo en común: sería raro que alguna no necesitara un papel doblado o una chapita de gaseosa debajo de una de sus patas para evitar que se tambalee y se vuelque, por ejemplo, la sopa.

Es que, la vieja mesa de que hablamos al inicio de este escrito, aunque chueca, luce henchida sus remiendos. Otro José, bisnieto del anterior, la untó con amor teñido de pintura y barniz que resaltan sus heridas de toda una vida orgullosa. Y a esa misma tabla con patas sobre la que Victoria parió a sus hijos y amasó la pasta dominguera, este escriba, que es su nieto, la ha convertido en su escritorio, su especial mesa de trabajo. No podía caberle un destino mejor.
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jueves, 2 de febrero de 2017

Qué fantástica, fantástica, esta siesta

La siesta -cualquiera lo sabe- es la costumbre de descansar después del almuerzo. Y aunque esa costumbre la heredamos de los ancestros españoles, muy probablemente nuestros ascendientes originarios nos hayan legado también la sana costumbre de echarnos un sueñito antes de arrancar la tarde.

"Siesta" viene de "sexta", y veamos por qué. Los romanos contaban las horas a partir de la salida del sol, de modo que al mediodía, cuando el calor se acentuaba, era aproximadamente la hora sexta, por lo que se llamó sexta -y más tarde siesta- al tiempo en que se almuerza y se echa luego un breve sueño.
 

En el "Tesoro de la lengua castellana" editado en 1611, Covarrubias dice que la siesta es el tiempo que transcurre entre el mediodía y las dos de la tarde. Este mismo diccionario define "sestear" como 'reposar a la sombra en la hora de sexta, que es la del mediodía'.

Se dice que el sueñito post almuerzo está también afincado en China (donde la "xiu-xi" es un derecho constitucional), Taiwán, Filipinas, India, Grecia, Oriente Medio y África del Norte, y que es una necesidad fisiológica, consecuencia natural del descenso de la sangre después de la comida desde el sistema nervioso al sistema digestivo, y la consecuente somnolencia. Bien por la ciencia que avala el hábito.

Los hombres de ciencia dicen haber demostrado que una siesta de no más de 30 minutos mejora la salud en general y la circulación sanguínea, y previene el agobio, la presión y el estrés. Además, favorece la memoria y los mecanismos de aprendizaje y proporciona la facultad de prolongar la jornada de trabajo al poderse resistir sin sueño hasta altas horas de la noche con poca fatiga acumulada.

"Las siestas son recomendables para refrescar la mente y ser más creativo", dicen que escribió Albert Einstein sobre un papel que dejó sobre su escritorio, mientras reposaba en un catre junto a su biblioteca. También a Winston Churchill, Tomás Edison y Leonardo Da Vinci los presentan como adictos a la siesta, y se le achaca a Camilo José Cela, premio Nobel de literatura, su inclinación por la siesta "con pijama, Padrenuestro y orinal". El propio Raúl Alfonsín manifestó alguna vez, siendo Presidente, que sus siestas eran de persiana baja y pijama, también.

Hoy son no pocas las empresas que destinan una suerte de dormitorio para uso de sus ejecutivos. Google, Radio Metro, la Universidad Argentina de la Empresa, la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires disponen de estos espacios de siesta.

Para no ser menos, en City Bell tenemos nuestros siestarios a cielo abierto: nuestras plazas, nuestras veredas arboladas son ideales. Y ni qué decir de una buena siestita al pie de los ombúes de la calle Jorge Bell.

Claro que en el ámbito empresarial, quien duerme un rato se está "relajando", mientras que si el resto de los mortales duerme la siesta, está "atorrando" o, simplemente, es un vago. Convengamos, entonces, que hay por lo menos dos clases de siesta: la siesta urbana, breve, apurada y posmoderna y la otra, la "provinciana" -se la duerma donde se la duerma-, esa que se duerme sin horario y "a pata ancha".

Porque la siesta es toda una institución nacional muy practicada fuera de los centros urbanos. Y en los barrios aledaños a éstos, también. Llevamos doscientos años de siesta argentina y más de quinientos de la criolla, sin contar que la costumbre puede haber sido, como dijimos, precolombina. En los barrios –en City Bell- es el momento del silencio, la hora veraniega en que sólo se oye el pregón del heladero y el cantar de las chicharras. O el motor de alguna cortadora de césped cuyo dueño será el destinatario de más de un improperio.

Resumamos diciendo que los argentinos somos siesteros por idiosincrasia y derecho propio y que por tanto la siesta, señores, es sagrada: a esa hora no se juega a la pelota, no se pone música y se respeta el descanso ajeno, acá y allá: en un municipio de Valencia pueden aplicar una multa de 750 euros a quien cause molestias a esa hora.

No es menor la información de que la siesta reduce el riesgo de infarto, combate el estrés, elimina la fatiga física y mental, disminuye la presión arterial, mejora la atención y la memoria, aumenta el rendimiento y provoca una sensación de bienestar. También se la ha asociado a una prevención del envejecimiento. No estamos diciendo que sea la panacea ni que reemplace a la medicina, pero es, al menos, para no despreciarla.

Como el tiempo, el sueño perdido no se recupera jamás. Es decir que no existe un "acumulador de sueños", no podemos dormir de más varios días y "guardar" ese sueño de más para cuando nos vemos obligados a dormir menos. Quien duerme menos de lo necesario, contrae una deuda de sueño con su propio organismo; y tras que no tenemos deudas...

"Nap" para los angloparlantes, "xiu-xi" para los chinos, "siesta", para nosotros, parece ser que estamos entrando en el tiempo de su reivindicación. Hagamos silencio, formemos un poco de penumbra y soñemos. Que de eso, también se vive.
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30 jun 16


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