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sábado, 15 de junio de 2024

Infancias

 

         Si no somos como niños –dice el Evangelio- nunca entraremos al Reino de los Cielos; los únicos privilegiados –dijo un general- son los niños. Todos llevamos un niño en un rincón del corazón –y esto no lo dijo ningún cardiólogo- al tiempo que los niños son la esperanza del mundo. Acerca de los niños, evidentemente, podríamos hablar largo y tendido. Niño bien, pretencioso y engrupido –dice el tango- y acá las cosas cambian de color.

          La infancia –oímos comentar - es como los impuestos de emergencia: uno sabe cuándo empieza, pero nunca se sabe muy bien cuándo y dónde termina. Varias décadas atrás, por lo menos, se sabía que la cosa se relacionaba con el estreno de los pantalones largos, pero nunca quedó muy claro qué cosa era consecuencia de cuál.

          Lo que queda claro, entonces, es que toda infancia tiene una época, y que cada época tiene su infancia. Y los chicos –nuestros hijos- son, de algún modo, nuestra propia proyección, nuestro reservorio de ilusiones y esperanzas, semillero de ideales. Que nadie nos quite la niñez, al fin y al cabo, que fue el comienzo de nuestra historia, esta que transitamos siendo adultos, añorando aquel tiempo de la infancia, cuando éramos simplemente niños.

 

martes, 24 de octubre de 2017

Tu casa, tu vereda y el zanjón


Solemos pasear por otros pueblos y ciudades y, observando viejos edificios, nos preguntamos quiénes los habrán habitado en otro tiempo. El barrio en el cual nos criamos no está llamado a ser uno de los históricos de City Bell; sin embargo, en la elaboración de uno de esos sucesos inevitables que nos dejan huella en el alma, un día nos sorprendimos de pie y estáticos junto a la puerta de nuestra casa de solteros.

La casa era uno de los puntos de encuentro de los seis o siete miembros de "la barrita" (téngase en cuenta que sus integrantes superamos hoy el medio siglo de edad). Evidentemente había confianza, particularmente en verano, cuando la pileta de poco más de 15.000 litros era un océano apto para todo tipo de tropelías acuáticas.

Humberto y Coca Defranco estrenaron su hogar hace casi sesenta años, cuando pocas eran las familias afincadas en el barrio en esos últimos meses de 1958. Coca tuvo por destino ser la última habitante de la cuadra de entre aquellos pioneros.

Un poco de memoria nos permite reconstruir el vecindario de, al menos, los años '60, bajo la -por entonces- majestuosa vigilancia del viejo tanque de agua corriente. Un vago recuerdo nos trae la imagen de la casa de al lado, la de Ñata y Alfredo Lago, que con evidente esfuerzo trataban de terminar mientras la habitaban, en la esquina de 13 y 21.

Hacia el otro lado, doña Juanita y don Cobo eran a todas luces los de mayor edad. Vivía con ellos su hija María Esther hasta el tiempo de su casamiento. Los Cobo tenían algunos frutales y gallinas y no era raro que fuéramos a comprarles huevos. Afables, conversadores, eran el prototipo del vecino de aquella época.

Luego seguía "la obra": un terreno con una construcción que parecía no terminarse nunca y algo de eso debe haber habido, ya que nadie se refería al lugar como "lo de Muñoz" (el apellido de su dueño), sino simplemente como "la obra".

A continuación, en la esquina con 22, vivía la familia Jorge. Don José Jorge solía ser el protagonista de uno de los mayores acontecimientos que pudiese esperarse cada tanto en el barrio: la presencia de un ómnibus Río de la Plata, empresa en la cual trabajaba. Sus hijas eran Ana María y María Silvia.

En la vereda de enfrente vivían los González (¿en qué barrio no hay alguno?). Creemos recordar que el señor se movilizaba en un NSU o algún otro vehículo de los más chicos de entonces, y que luego tuvo un Fiat 1500. Su esposa, Sarita, era maestra y tenían dos hijas: Diana y Claudia.

A continuación, "los Españoles". ¿Por qué los llamaríamos así -correctamente- a don Ricardo Sánchez y su señora, en lugar de "los Gallegos", cosa tan común entre nosotros? Solían ser visitados por sus dos nietos uno de los cuales, Ricardito, era de temer. Tanto era así como que en un carnaval lo vimos salir de la casa con una olla de agua hirviendo, listo a sumarse a nuestro juego de bombitas.

Después venía la casa del ingeniero Picandet. Lo recordamos en su Citroën 11 Ligero, casi seguro que de color negro, y se cuenta que en aquellos tiempos de calle barrosa era el primero en levantarse y salir con su auto hasta la esquina, ida y vuelta cuidadosamente, haciendo la huella pareja para que otros pudieran transitar también. Al enviudar, Picandet siguió viviendo allí con sus hijas Celia y Nora y la abuela de las niñas.

Luego, justo frente a casa, estaban Juana y Osmar Del Curto con sus hijos y sus hijas: Carlos, Víctor, Rubén, Estela y Beatriz. La casa sigue siendo de altos (algo inusual en esa época y en ese barrio) y con su planta alta revestida en piedra. Al atardecer, un altar con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús podía verse iluminada en el frente del primer piso.

Los Del Curto eran un caso especial. Gente muy buena como todos los nombrados, pero el hecho de ser familia numerosa hacía especialmente de los domingos un día de gran convocatoria en la casa. Osmar cortaba el pasto con una pila de discos tangueros en el combinado y silbaba a la par de la música. Camionero él, era frecuente que llegara en uno de los vehículos de carga de su empresa. Y recordamos, en los primeros años, un brilloso y negro Kaiser Carabela como auto familiar.

Nuevamente en la esquina de 21, la casa con frente hacia esa calle era la de los Arriola. Al fondo, una habitación era ocupada por Tatún Bichir, a quien no pocas tardes de verano le hemos escuchado acompañar su canto con la guitarra en vísperas de algún festival o alguna peña.

Los Arriola tenían un almacén en el garage de los Sarti, sobre la misma calle 13, cruzando la 21 (o Intendente Silva, nombre que predominaba sobre el número en aquel tiempo). Y ya que hablamos de los Sarti, don Ángel y doña Lola eran también parte de la historia del barrio. Su hija María Luisa habitó hasta hace poco la casa familiar y fue el último referente del barrio que fue.

Está claro que el mundo no terminaba en ese segmento de 13 entre 21 y 22. Más aún teniendo en cuenta que el único comercio cercano era el referido de los Arriola. Siguiendo por la vereda par de la calle Silva estaba el terreno de "el Vasco". En rigor, era un baldío ajeno que don Ángel cultivaba con verduras a las que nunca pudimos entender cómo le daba agua suficiente, regándolas con una pava verde que traía llena desde su casa, veinte metros más allá. Don Ángel vivía con su esposa doña Evangelina en la casa siguiente a la de los Flaqué: Alejandro y Ramiro eran los chicos de sus vecinos, hijos de Elba y Rubén.


La barrita. En el borroso recuerdo de aquellos años, Gabriel Defranco, 
Guillermo Simonet, Alejandro Flaqué, Julio Andrade, Ricardo Arenas 
y Rodolfo González. Detrás, Patricia Arenas y María Silvia Jorge, pedaleando 
por la vereda de la calle 13.
Más allá estaban Luis Capone y su esposa, doña Clementina. Gente mayor, eran apreciados en el barrio por su educación y simpatía. Sus vecinos inmediatos eran don Gómez y su esposa "Kika", cuyo apodo figuraba tallado en rojo sobre una piedra gris que presidía el jardín. Regordete, bajo de estatura y dicharachero, el hombre tenía un vozarrón seguramente entrenado en sus tiempos de comisario de la Policía.

Cerraban la cuadra el conservatorio de música y hogar del maestro Héctor Pedutto y su esposa Delia, donde aprendió música más o menos la mitad de los chicos del City Bell de entonces. Junto a ellos estaban Daniel Piñero y señora. Ella y Delia eran hijas de don Daniel Tomassi, dueño del almacén El Universal que supo haber en la esquina de Cantilo, pero del cual no tenemos memoria.

De los habitantes de Cantilo podemos citar a Antonio Maglio y familia, cuya maza golpeando junto a la fragua le puso música a tantas tardes. Otra música, pero real, tenía mucho que ver con Luis Giffoni y Antonio Trejo, socios en Artón Radio, única disquería por entonces en City Bell y local de reparaciones de radios y televisores. A continuación, el hogar de los Giffoni. Luego,  doña María, Titi, Chita, Vilma y familia. ¿Quién viviría en la casilla de madera oculta por el follaje en el lote entre estas dos casas?

Inolvidables eran las tardes en lo de Julito José Andrade. Su mamá Ester se divertía mucho con los amigos de sus hijos y hasta un corso en la vereda llegó a organizar. Y el hijo mayor, "Samuelín", con sus experimentos en electrónica, nos maravillaba sin saberlo. Y también la niña de la familia: Marta Lía.

Al lado, en la esquina de Cantilo y 22, estaba "la canchita" donde tantas veces nos sentimos campeones como el Estudiantes de Zubeldía. Muy pronto comprendimos que el ser dueños del cincuenta por ciento de la nº 5 era lo único que nos garantizaba un lugar en el potrero.

Y un día terminaron la casa de al lado y llegó una familia. Y los Simonet sumaron a la barra a su hijo Guillermo. Nora, por supuesto, jugaba con las chicas y Marcelo nacería recién un tiempo después.

Y de vuelta sobre la calle 13, pero en dirección a 23, estaban los Aldinio (Rafael, Roberto y Carlos, un poco más grandes), los Arenas, con Ricardo, Patricia y luego Malú, un baldío y después Battisti padre. En la esquina, Julio Mariscal vivía con su mamá y sus hermanos.

En frente (en el "chalet que era de Gentile", se decía), se habían mudado los Braccio cuyos hijos, Marito y Gabriela, tuvieron luego una hermanita: Paola. Seguían Claudio Battisti, los Reija, Jorge Battisti y los "Gonzalito", cuyos hijos Marcelo y Rodolfito eran parte integrante de los purretes del barrio.

Poca gente habitaba la cortada 22. "La calle de pasto", le decían, porque sus frentistas la mantenían limpia y prolija, con el césped cortado como si fuera una extensión de sus jardines y veredas. De un lado estaba "el cañaveral" y del otro, unas pocas casas: la de Cacho, "el papá de Fernandito" y la de la familia del hoy escritor Gustavo Caso Rosendi, entre ellas.

Empezamos desgranando un par de párrafos sobre lo que fue la cuadra de nuestra infancia y acabamos dando un paseo -por cierto que incompleto- por el resto del barrio. Olga, por ejemplo, nos diría que no mencionamos su almacén sobre la 21, lindante con lo de María Luisa. Y es cierto; pero no es que la hayamos olvidado, como tampoco a Luchetti, Marchessoti, Actis, Cruz, Catini, y doña María Seoane y su hija Moni en la tapicería...

    Para muchas compras había que caminar un poco: la carne podía ser de Moreno, en 13 y camino Belgrano, frente a la panadería de los Montiel. Y el pan, si no era de allí, era de lo de Boff, en 13 pasando 20. Para ir al kiosco había que ir a Cantilo entre 20 y 21, donde Rufino Ramírez podía ofrecer lo inimaginable.

Es que fue un disparador dentro de nosotros, que nos llevó a evocar más que a aquél tiempo, a aquellas personas que dieron vida y forma al barrio de entonces: el darnos cuenta de que pocos de ellos están aún hoy en este mundo. Y que de sus sobrevivientes, la mayoría habita otros lares.

Entonces supimos que los barrios cambian cuando cambian sus habitantes; cuando los nuevos vecinos llegan con sus nuevas cargas de historias, de vidas, de costumbres. Y es así como van cambiando las épocas.

Los recuerdos volcados son de una 13 de barro y casi sin iluminación. De mucho terreno baldío, de zanjas con renacuajos; de abrojos y de cardos prendidos en la ropa después de una tarde de fútbol, de guerra de coquitos o remontada de barriletes. De un barrio en el que la mayor parte de las mamás tenían por trabajo los quehaceres domésticos, las compras diarias, el cuidar de los hijos y sus amiguitos.

Y, como en el tango, ese barrio decididamente cambió y es otro. Y entonces apareció esa necesidad de registrarlo para que alguna vez, si alguien se pregunta quién habrá vivido en esas casas, quién habrá caminado por esas veredas y habrá respirado ese aire, sepa que hubo jóvenes familias que se afincaron allí para construir un futuro. Y que ese futuro ya quedó atrás, para dejarle el lugar a otro que vendrá.

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28 may 15

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