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lunes, 15 de mayo de 2017

Un nyc para la plaza

Parafraseando la picardía popular, en este caso no es la pampa sino la plaza la que tiene el ombú.

Ayer, 14 de mayo, en el marco de los festejos por los 103 años de la fundación de City Bell se plantaron tres árboles en la plaza San Martín. Uno de ellos es un ejemplar de ombú de menos de setenta centímetros de altura sembrado de semilla y criado por mí, en casa.

Uno de mis pasatiempos preferidos es ése: sembrar semillas de árboles o conseguirlos muy pequeños, cultivarlos y luego obsequiarlos a quien sé que lo va a valorar y cuidar. Alguno recaló en la vereda de casa: un ejemplar de timbó cuyas semillas traje desde la colonia 3 de Abril (Bella Vista, Corrientes) en 2012.

En el caso del ombú, en 2015 había comprado diez semillas de phytolacca dioica (ombú) y las sembré en almácigo el 14 de marzo de ese año. Ayer se cumplieron veintisésis meses de ese día. Sólamente germinaron tres, una de las cuales ya hunde sus raíces en Santa Clara del Mar, en la casa de mi amiga Beti. Otro ejemplar está en casa a la espera de ser protagonista de un proyecto que aguarda pacientemente ser aprobado por las autoridades de una escuela local. Y la tercera planta es la que ayer se plantó en presencia el Intendente municipal y otras autoridades y vecinos en el paseo citybellino. La foto muestra que mi esposa María Laura hundió sus manos en la tierra para acompañar a las raíces del pequeño arbusto a encontrar su destino.

Es sabido que el ombú es representativo de nuestra pampa. Pero para City Bell tiene un especial significado, dado que una de sus cuadras más bellas tiene ejemplares de phytolacca en abundancia: enmarcan lo que fuera la antigua entrada a la Estancia Grande a través de lo que hoy es la diagonal Jorge Bell. Contaba Lorna Bell, nieta del estanciero, que poner esos árboles había sido una de las peores ideas de su abuelo, ya que por su abundante sombra el barro era casi permanente. Luego se hizo la entrada por el camino Centenario, frente a las vías del ferrocarril, esta vez enmarcada por casuarinas.
Sus primeras hojas
El Intendente municipal, el Delegado , el Jefe de la Agrupación de
Comunicaciones 601, María Laura (de boina y campera marrón)
y vecinos en el momento de plantar el ombú (Ignoro el autor de la foto).


En la plaza San Martín subsisten ejemplares de ombúes casi con seguridad plantados por Bell antes de la fundación del pueblo. Son parte de nuestra idiosincrasia junto con algunos otros ejemplares que no es raro encontrar en la comarca. Por esas dos razones (la representativa de la pampa y la relacionada con City Bell) quise cultivar sus semillas.

Ya crecidos los ejemplares, pensé que bien merecía uno de ellos pasar a integrar la foresta local, echar raíces en un espacio público para que futuras generaciones disfruten de su sombra. Porque ese es el secreto: saber que uno está haciendo algo cuyos beneficios no va a disfrutar; sus raíces prominentes y aéreas, su sombra, su depuración del aire a través de las hojas, beneficiará a los que vengan. Nuestros nietos, por ejemplo. Que me nombraran por los micrófonos como donante no era lo pactado, pero en definitiva es un detalle menor.

Como yo, ese ombú es un "nacido y criado" en City Bell, un "nyc". Está en el sector de la plaza ubicado entre la calle 11 y el predio de la feria. Por mi convalescencia no pude ir y deberé esperar algunas semanas hasta que pueda acercarme. Vayan de mi parte, tómense una foto ahora y recuerden volver a hacer lo mismo en cinco o diez años. Va a ser fantástico comparar ambas imágenes. Y sean parte de este momento histórico.

miércoles, 4 de enero de 2017

La valija de mi padre


Hacía tiempo que la andaba buscando. Estaba resignado ya a que había  acabado sepultada como relleno del viejo sótano, o reciclada en alguna fundición de hierro. Pero ya pasó más de una década desde el gran reencuentro.



Cuando en septiembre del '97 mi padre y su socio decidieron jubilarse, cerraron una etapa de sus vidas que había comenzado en su juventud, si no en su adolescencia. Dependientes ambos en el mismo taller mecánico con despacho de combustibles, en los inicios de la década del '50 decidieron independizarse: pusieron su tallercito propio en galpón alquilado y, algunos años después, entre hipotecas y sudor, construyeron la estación de servicios con su taller anexo. Taller con sótano grande, que no es poco.

A Humberto -mi padre- lo imagino en aquellos tiempos de aquí para allá con su caja para herramientas de chapa, de tapa abovedada, con un candadito prendido en la manija y del que posiblemente no tuviera la llave. Recuerdo haber visto esa valija pintada de color gris, luego verde y finalmente, azul. Cada tanto había que someterla a una sesión de maza y soldadura autógena para suturarle las heridas de batalla: la pisada de alguna rueda, algún martillazo descontrolado, el socavón de herramientas de acero arrojadas en su interior en el fragor laboral.

De alguna manera, esa valija encerraba para mí el más de medio siglo de trabajo de mi padre. La última noticia que había tenido de ella estaba en esta fotografía que tomé horas antes de que se concretara la venta del taller: en un ángulo, junto a un cartel que reza "cambio de firma", se ve un extremo de la caja abierta, con herramientas apoyadas en el borde, como quien las deja para continuar trabajando en un momento que ya no será.


Adiós a las armas
Mi padre no quiso llevarse con él esa valija, como quien quiere dar por concluido un período de su vida, la más larga y productiva de las etapas de su derrotero por este mundo.

Vaya símbolo, si lo hay, este de dejar tras de sí las herramientas que dieron de comer al artesano. Porque mi viejo militó en esa generación de hombres que hicieron su trabajo poniendo de sí todo lo que fuera necesario para obtener un producto impecable. Fue de los que fabricaron una herramienta cada vez que la reparación a realizar le presentaba un desafío nuevo; de aquel tiempo en que antes de reemplazar una pieza por otra nueva, se buscaba la manera de repararla, pero a su vez, era el tipo que tomaba el camino más seguro para garantizar el mejor funcionamiento del auto que estaba arreglando.


En aquellos tiempos de su retiro laboral, me presentaron a un señor de apellido Rodríguez quien, al enterarse de que yo era hijo del mecánico, recordó que en el año 1954 mi padre le había rectificado el motor de su camión Chevrolet. "Era muy joven, y recuerdo que era el primer motor que 'hacían' en el taller recién instalado. El camión anduvo mejor que nuevo", me dijo. Para ese trabajo -qué duda me cabe- mi padre ha de haber utilizado las herramientas que guardaba en la valija que yo tanto busqué luego.


Reencuentro de catacumba
El tiempo restaña heridas, clarifica sentires y pensares, orienta en el caminar. Una tarde pasaba por la esquina del querido taller -antes de que lo hicieran desaparecer- y, como si lo hubiera tenido cuidadosamente planeado y calculado, mis pies me llevaron hasta el lugar a preguntar por su nuevo dueño, que no es el comprador de hace nueve años. El hombre, joven y longuilíneo, me escuchó y me llevó a recorrer todos y cada uno de los rincones del local. Hasta el sótano, ese que yo creía ya relleno de deshechos y de tierra, y que descubrí que permanece intacto, con su silencio de catacumba que atesora treinta y algo de años de la historia de aquella sociedad que había empezado en los '50.
Fui reconociendo muebles, estanterías, herramientas, piezas en desuso, el compresor resoplón que tantos sustos me daba cada vez que arrancaba en los tiempos en que funcionaba en la oficina donde también yo trabajé. Nada por aquí, nada por allá, y cuando ya estaba comprendiendo que nada quedaba por hacer, la veo, debajo del último estante del depósito del primer piso.
Era un aleph borgeano: los años de trabajo de mi padre pasaron por mi mente y por ese rincón todos juntos. La acaricié por dentro y por fuera. Reconocí sus abollones, las picaduras en su chapa, el óxido oculto todavía debajo de la grasa, a pesar del tiempo transcurrido.
-Llevala, es tuya- me dijo el flaco, que no lo conoció a Humberto pero sí entendió que esa caja de herramientas vieja y vacía no es parte de su negocio. Que representa una época que es historia.
Qué cosa esta de los objetos y su historia. De la historia y los objetos. Qué cosa esta del trabajo honesto como regla de vida, de la vida tomada como un trabajo. Cuántas cosas que hay dentro de esa valija, que muchos creen que está vacía.

El hijo del viento


Vivir del aire, dominar los vientos. Sueños que creemos inalcanzables. 

Sin embargo hay gente que casi diríamos que lo hace a diario. 
En septiembre de 1996, Mario Carballal sólo necesitaba para lograrlo 
un poco de caña y papel. Y el amor por la gente. 
Esto escribíamos en City Bell-Hechos & Personajes por aquel entonces.



Se cuenta de un hombre que se paró sobre la muralla china cernido de un arnés de seda y bambú para demostrar que podía volar. El emperador ordenó que lo ejecutaran y decretó que el volar era mortal para los hombres. Claro, el imperio no había invertido tantos años de trabajo para que un solo hombre burlara tamaña obra con un par de cañas y unos pocos metros de tela.

         “Un piloto de aeromodelismo, en el fondo quiere volar. Al no poder realizarse hace las dos cosas: hace su propio avioncito y vuela. El avión es una prolongación de él. No puede hacer lo que quiere y lo encauza por otro lado. No es el deseo original; se pierden ciertas cosas, pero se rescatan otras, que es la energía buena de hacer algo positivo y trasladárselo a los hijos”.

         Quien esto dice es Mario Carballal, y su caso resulta bastante especial se lo mire por donde se lo mire. No es filósofo, no es psicólogo, no es pedagogo. Tampoco desarrolla una actividad habitual en el escenario de la vida moderna. Uno puede verlo a diario disfrutar del aire y el viento junto a la llamada “curva de la muerte” -en el límite entre City Bell y Villa Elisa- remontando barriletes como si nunca hubiera crecido y fuera aún un chiquillo de diez años. Es que Carballal, de la mano de la vida, se ha convertido en barriletero y pasa sus días combinando bambú, hilo y papel para exponerlos luego al aire aferrándolos como Mary Poppins a su paraguas.

Fábrica de ideales
         Todo empezó hace diez años cuando habiendo perdido su trabajo de camionero empleó su creatividad y capacidad para ganarse el sustento para él y su esposa Elizabeth. Aún no habían llegado Natalia (9) y Micaela (2), ni el embarazo de tres meses que su mujer lleva en su vientre. Hoy toda la familia se halla abocada a fabricar ideales de caña y papel, de acuerdo a las posibilidades que la edad les permite, con las formas y colores más diversos: desde los tradicionales cometas y estrellas hasta los sofisticados “cajones”, doble estrella, ala delta y un increíble pterodáctilo hecho en fibra de carbono y tela que vuela como lo deben haber hecho los verdaderos.

         Sin embargo, las marionetas del aire que fabrica son mucho más que eso. A menudo son el vehículo en el que muchos adultos logran transportarse a su infancia. A veces, consisten en el nexo necesario para que un padre y su hijo comiencen a comunicarse. O que un niño descubra sus habilidades y hasta el valor de la amistad. Mario ha sido testigo de más de un episodio que así lo confirma. Como aquel señor de traje y gesto severo que solicitó un barrilete para su hijo y acabó sentado sobre el pasto remontando el juguete junto a su hijo y enjugándose las lágrimas que vaya uno a saber qué historias ocultaban. “Cuando el tipo se bajó del auto aparentaba ser el gerente general de una empresa. Cuando se fue, era lo más parecido a un ser humano”, arriesga este artesano que, dicho sin metáforas, vive del viento.

         Distinto fue otro caso relatado por Carballal. Ocurría que una vez a la semana, un nene se le acercaba mientras su mamá jugaba al paddle en una cancha cercana. Un buen día, la señora le pidió al barriletero si mientras ella practicaba el deporte, el niño podía quedarse con él. La historia terminó en que el pequeño no sólo había descubierto que con sus manos podía hacer cosas muy interesantes, sino que hasta había mejorado la relación con sus padres. “Esas son las cosas que hacen que cuando llega el final del día, decís ‘por este año ya estoy bien’”.

Pedagogía del barrilete
         “Generalmente -explica- el que viene a comprar un barrilete es porque no se lo puede hacer al chico. Yo siempre regalé barriletes hasta que los empecé a vender al quedarme sin trabajo. Porque mi oficio, el de barriletero, no existe”. Cuando un padre le compra un barrilete a su hijo, “el chico quiere que también le regale un día a la semana para remontarlo juntos. Y ese es un punto de acercamiento porque los chicos se están alejando de los padres. O quizás son los padres los que se alejan de los hijos”, reflexiona para agregar que ya el hecho de decidir juntos cuál modelo comprar es un principio de acercamiento entre ambos. “El barrilete que compraron, no sirve de nada si queda colgado en una pared del cuarto y el chico lo mira todos los días. El papá es quien debe destinar un ratito del domingo para remontarlo junto con su hijo, o llevarlo a algún lugar donde el hijo lo haga”.

         Elizabeth y Mario no se contentan con fabricar y vender. “Les enseñamos a construir barriletes a los chicos que se acercan al puesto”, señala y agrega que no son pocos los padres que también van a pedir ayuda. “Entre los ocho y los trece años es el punto de acercamiento entre ambos, supongo,  porque esa es la edad que rondan los pibes que vienen”. Todo lo que entusiasme a un chico a esa edad, afirma, les queda grabado. “El adulto que hace avioncitos es porque ya no puede volar como le gustaría; en cambio, el chico que remonta un barrilete, todavía tiene todo por delante”, redondea con una psicología que va más allá de su primaria aprobada. Y concluye: “Los años de por sí no te dan la sabiduría. Si alguien fue chico y tonto, va a ser un grande tonto”.

Libertad que hace libres
         Hijo único de una madre modista y viuda cuando él tenía nueve años, Mario tuvo una infancia “larga y linda, porque mi mamá me enseñó que había chicos que tenían más necesidades que nosotros, y por eso no había que dejarlos de lado... La libertad es para mí hacer un barrilete y regalarlo, porque junto con eso va el transmitirle al chico lo que se puede hacer con las manos, que no es apretar un botón y que ya sale hecho. El hecho de crear define la libertad. Porque la libertad no pasa por uno si no puede hacer que el otro también esté libre”, define.

         Para ejercer esa libertad cuenta con la caña bambú, una caña liviana, flexible y resistente que le traen de Corrientes, ya que no es fácil de conseguir en esta zona. Mientras habla no deja sus manos quietas, cuyos dedos con asombrosa maestría, juegan con una decena de palillos de esa caña formando figuras perfectamente simétricas a las que va cambiando de manera permanente.

         Si bien dice ganar poco con su trabajo, no se queja porque su estándar de vida no es de gastar demasiado. “Cuando hacés lo que te gusta, aunque ganes poquito te sirve, porque lo que no ganás en plata lo ganás en darte cuenta que estás viviendo en cada inspiración. Hay gente que llegó el fin del día y ni se dio cuenta que salió el sol, ni que era la tarde, ni siquiera que estaba cansado”. Este modo de ver las cosas hace que Carballal destine tiempo para ir a las escuelas más humildes de la zona a enseñarles a los alumnos a hacer barriletes.

Mano alfarera
         Por su fragilidad, el barrilete es como una flor, según su fabricante. “En forma permanente el chico tendrá que arreglarlo y emparcharlo. Está en movimiento constante y hasta se va a enganchar en un cable. Entonces habrá que hacer otro”. El tiempo de los chicos, continúa, es distinto del de los grandes, “para ellos, en una semana pasan muchas cosas. Los padres vienen a que les enseñe a hacer un barrilete y dicen que no tienen tiempo. Quizás, entonces, lo mío apunte más a acercar a los chicos a los padres, porque es imposible acercar los padres a los chicos, porque a veces los padres no se dan cuenta que el hijo necesita que se le acerquen. Y cuanta más actividad y ocupaciones tienen los adultos, más derivan la parte creativa de los chicos”. Debe ser por eso, reflexiona, que jamás va a haber un artesano con plata.

         Como si algo faltara para definirse, Carballal dice que con sus manos se las arreglaría siempre para darle de comer a su familia. Y citando a un escritor alemán, señala que “la familia debe caberte en una mano, porque la otra la necesitás para darles de comer”.

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