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jueves, 31 de diciembre de 2020

El año en que vivimos asomados

Se acaba el año. Un año que jamás pensamos que sería lo que fue. Difícil, largo pero a la vez cortísimo por lo poco productivo. La cuarentena me dio pie a mí para rehabilitar un lugar muy querido de la casa, para poner otros en condiciones, ordenar mis archivos, dedicarme a mi próximo libro que, en menos de un mes, comienza a diseñarse. No quiero poner en la balanza todo lo que no me permitió concretar.


2020 fue el año en que vivimos asomados. Asomados a la ventana para ver qué pasaba afuera cuando no teníamos la necesidad o la obligación de salir por no pertenecer a actividades esenciales. Asomados a los números de contagios de cada anochecer. Asomados por encima del bozal (barbijo, tapaboca) ocultando tras una fina tela todo rictus facial de la mitad de la nariz para abajo. Asomados como los ojos como por encima de la sábana cuando miramos una película "de miedo" en la cama. Asomados, claro, a la esperanza de que el Covid pase de largo por nuestras vidas. Asomados a la gratitud aquellos que tuvimos la dicha de ésto último. 


Como cada año, acunamos en nuestras manos y nuestro corazón la esperanza de que a partir del 1º de enero todo será mejor. Una esperanza que tantas veces dejó de ser tal, que fue estéril. Dicen que cuando uno desea algo debe hacerlo con mucha fuerza, con fe, con la certeza y la convicción de que se logrará. 


Asomémonos una vez más pero esta vez al horizonte de 2021. Sería terrible que fuera peor que 2020, el año que, como una película de terror, llegó al fin; the end, dicen las películas de Hollywood.
Terminaste, 2020. El año en que vivimos asomados.

lunes, 1 de junio de 2020

93 de marzo

Aunque no lo crean hoy es 93 de marzo de 2020. Día más, día menos, son los días transcurridos desde el 1º de ese mes en cuyo segundo tercio se nos congeló la agenda, por no decir el traste.

 Desde el 20 de marzo en que oficialmente entramos en cuarentena que vengo sintiéndome en deuda conmigo mismo. Pensé en ponerle un poco de humor a lo que escribiera pero, citando a Quino, “no creo que las cosas estén tan mal como para tener que tomarlas en broma”.

 ¿Un análisis cruel de la ídem realidad? No manejo fuentes directas y, si las tuviera, no me parece éste un medio para seguir alimentando la desesperanza y la desesperación.

 Así que pasados los setenta días de acuartelamiento, empecé a juntar apuntes, comentarios de entre casa, pareceres desde atrás de la ventana. Arrancamos por allá, cuando el encierro era todavía un secreto a voces, meras especulaciones frente a una realidad que no había llegado aún pero cuya concreción casi nadie discutía.

 Entonces estuvimos de acuerdo en que había que llenar la heladera y la alacena. Y un poco más, por las dudas. Me acordé mucho de cuando yo era chico y había rumores de golpe de Estado: había que abastecerse por las dudas, por si la mano se ponía pesada y había desabastecimiento.

 Finalmente de manera oficial el aislamiento comenzó el día 20 y, puertas adentro, empecé a mirar por la ventana a ver si comenzaba la nevada radioactiva de El Eternauta. No se la ve pero la presencia del Covid-19 se le parece mucho.

 Adentro de casa, todo bien y a cara descubierta. Pero cuando hubo que asomar las narices a la calle y ponerse barbijo supe que atarse dos piolas detrás de la cabeza no es para cualquiera, y que si en vez de cintas tiene elásticos para sujetar en las orejas, estamos a un tris de parecernos todos al Topo Gigio.

 Superado el trance de colocarse el bozal, sobreviene el capítulo 2: cómo hacer para poder ver sin que se empañen los anteojos. De fuente directa aprendimos el truco de pasar a los cristales jabón seco, sin usar, y frotarlos luego con un paño suave o un pañuelo de papel. Ojo: con algunos jabones funciona, con otros, no. Pero como no nos dejan salir mucho, no es una cuestión digna de quitarnos el sueño.

 El sueño; otro tema. Los primeros días parecía que teníamos alterado el reloj biológico. Viendo televisión hasta la una o dos de la madrugada y leyendo luego una horita más significaba que no amaneceríamos antes de las diez u once de la mañana. No es menor el dato de que “La gesta del marrano” de Aguinis, con sus casi seiscientas páginas, se me gastó en menos de quince días. Con el transcurso de las semanas y poniendo un poco de voluntad, casi que nos acercamos a los horarios supuestamente normales. No hay que olvidar que en casa ambos trabajamos. Desde casa y a distancia (cuando la tecnología lo permite), pero reportándonos en tiempo y forma cada mañana a las respectivas superioridades.

 Entonces fue cuando entró a jugar un nuevo participante en nuestras vidas: las videoconferencias, los encuentros virtuales y las reuniones computadora mediante. Cuando veíamos el dibujito de Los Supersónicos, cincuenta años atrás, no imaginábamos que esa fantasía sería parte de nuestra realidad. A no olvidar peinarse y ponerse una remera o chomba presentable para un evento de esos. Del pecho para abajo no importa, siempre y cuando no tengamos necesidad de levantarnos delante de la cámara de nuestra computadora.

 Cumplimos treinta años de casados en cuarentena, se acerca el cumpleaños de Laura y estaremos seguramente enclaustrados también… sólo espero que para noviembre, cuando me reciba de sexagenario, pueda festejarlo reuniendo a mis amigos y familia.

 En medio del torbellino de ir de acá para allá sin salir de casa pude avanzar con algunas cosas siempre postergadas: digitalizar un archivo de entrevistas que tenía guardadas en cassettes, empezar a escanear viejas fotografías soportadas en papel y  avanzar mínimamente en la escritura de mi próximo libro. Paradójicamente la pandemia me retrasará sin fecha un viaje a Misiones, necesario para dar forma a uno o dos capítulos del volumen en cuestión.


También, dos veces por semana, Zoom mediante, me junto con un puñado de radioaficionados como yo a repasar lenguaje Morse, esto es: telegrafía. Cosas de la pandemia y la cuarentena; qué decir.

 Y así estamos; tomando mate solo, saboreando yerbas desconocidas compradas antes del acuartelamiento, disfrutando desde ayer del calor de la leña ardiendo en la salamandra. E imaginando cómo y con quién será el primer reencuentro cara a cara, abrazo a abrazo, sin el bozal cubriéndonos boca y nariz. Pero sobre todo, esperando con ansias recuperar la tranquilidad de saber que no hay nuevos contagios ni nuevas muertes, que el Coronavirus ya no es noticia porque pudimos con él.  


martes, 7 de abril de 2020

Encuarentenados

Creo que es la primera vez que me toca vivir una situación como la pandemia de Coronavirus. Once años atrás atravesábamos la gripe A, el virus H1N1. José hacía su viaje de egresado; las fotos en Ezeiza no muestran mucha gente con barbijo; que la mayoría no lo llevábamos en ese momento.


Recuerdo, cómo olvidarlo, en aislamiento y los cuidados porque Laura fue una de quienes engrosaron las estadísticas que cotidianamente leíamos en los diarios. Me acuerdo claramente cuando Mónica Bontempi, su inmunóloga, levantó el teléfono para avisarle a su colega que le enviaba una paciente, que por favor la recibiera.


Y luego, nosotros yendo raudamente a la Casa Cuna en La Plata, donde de manera excepcional la infectóloga Analía Vélez nos recibió enfundada en esos trajes que hoy nos son familiares de verlos en la televisión pero que en ese momento para mí eran un indicio de que habíamos entrado en la NASA o que las papas quemaban.


La revisó, la interrogó, le extrajo sangre y le dio antibióticos y antiviral (el desde entones famoso Tamiflú). “Empezá a tomarlo hoy mismo, porque si el análisis te da positivo no podemos perder tiempo”. Maravillosas personas, ambas médicas, que tomaron el toro por las astas antes de que el todo bufara. Y vaya si bufó, pero ya estaba acorralado por la medicación temprana.


Hoy es otra la historia. La pandemia es de una gravedad tal que unos pocos se atreven a compararla con la epidemia de polio de hace más de sesenta años. O la fiebre española, lo la amarilla, o…


Lo cierto es que el mundo está en cuarentena aunque aún hay gente que no se dé por enterada. Aunque haya otros que serán nuestros héroes mañana, cuando les reconozcamos que debieron seguir trabajando para que nosotros pudiéramos seguir viviendo. Son los primeros a quienes me gustaría abrazar cuando todo haya pasado. Ojalá podamos hacerlo. Ojalá la muerte no sea más que una dolorosa noticia y no una realidad entre mi gente querida. Cuidémonos mutuamente, querámonos, prometámonos salir vivos de ésta. Es lo único a lo que estamos comprometidos en esta cuarentena.

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