“Siempre asociamos al tipo lindo con la simpatía y al feo con la antipatía. Al feo lo marginamos, lo desplazamos. Hay que reivindicarlo”. Más o menos eso reflexionaba un hombre de poco más de cuarenta años, sentado a la mesa de un café.
Mirando a los ojos a su interlocutor, el filósofo de entrecasa continuó diciendo que el mundo está como está por una cuestión de subjetividad, porque se tiende a juzgar al prójimo por la mera portación de cara. Ya Cesare Lombroso había enunciado la teoría según la cual hay rasgos faciales y físicos en general que caracterizan al criminal. El lombrosianismo fue dejado de lado hace algunas décadas, pero donde hubo fuego, cenizas quedan, dicen los viejos sabios.
Mientras tanto, el hombre del café coronó sus elucubraciones estéticas: “Estoy seguro de que si apostamos más a los que a primera vista resultan antipáticos, a la larga nos encontraremos que son mejores personas que los carilindos entradores”.
Tan atendible como discutible. Al menos en política, ni lindos ni feos han dejado buenos recuerdos.