Ramiro no sale de su asombro: su casa de crianza, de la que se fue hace hace alrededor de medio siglo, fue arrasada por la piqueta. Posiblemente no se había dado cuenta de que le habían quedado recuerdos y sentimientos en los rincones de esa construcción de la década del ’50 que, remodelaciones mediante, hasta semanas atrás se veía en buen estado, mantenida, elegante.
Sin embargo, en el rostro de Ramiro hay huellas de que cada martillazo a las paredes y el techo que tan bien conoció, le dolía a él. Justo a él, que pasados sus setenta años, le sigue poniendo el pecho al día a día.
De eso hablábamos uno y otro, como viejos vecinos que fuimos. De repente se le iluminaron los ojos y, como quien sabe que no está vencido, que no todo está perdido, me dijo con firmeza:
- ¿Sabés qué? Lo que quedó en pie, lo único que no tiraron abajo, es el tilo de la vereda. Yo tenía cinco años cuando le ayudé a mi Viejo a plantarlo. Tiene casi 70 años, je…
Y se quedó en silencio, con una sonrisa que le florecía luminosa entre el follaje de su rostro.