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martes, 23 de octubre de 2018

Lenguaraces se necesita


         Necesito un lenguaraz. Los conquistadores españoles de los siglos XV y XVI tenían uno. Y los que siguieron después, tratando de entenderse con los habitantes de la pampa y alrededores, también. Un lenguaraz no en la acepción que le da hoy el diccionario, de “persona que habla con descaro y desvergüenza” sino en el sentido de intérprete, traductor, alguien capaz de entenderse con quien habla otra lengua aún sin dominarla.

         Me pasa que entre las vidrieras de los comercios y las publicidades hechas en spanglish o directamente en el inglés más rancio y puro y lo que leo en Facebook y Whatsapp –no tengo cuenta en otras redes-, cada día me cuesta más entender lo que se dice.

         Admito que las más de las veces pongo mis dedos en la tecla equivocada (bueno, el teléfono ya no tiene teclas y casi tampoco botones) y que no siempre advierto el error antes de enviar el mensaje. Pero al menos procuro seguir las reglas gramaticales: signos de interrogación y exclamación de apertura y cierre, acentos, palabras completas, ortografía… Y trato de entenderme con el corrector de textos y de utilizarlo.
 

         Lo del inglés, admitámoslo, viene de arrastre. Desde los tiempos de los frigoríficos ingleses consumimos rosbif (roast beef o bife asado, cocido al fuego) y bistec (beef beef steak, bife de carne de vaca). Y ni hablar de un deporte tan popular como el fútbol, que desde su misma denominación nos remite al origen sajón. El orsay es off side, el centrojás es un center half o delantero central y le siguen el fau, el güin y el insái, por poner algunos ejemplos.

         Pero esto de ver las vidrieras de los comercios promocionar sus ventas en inglés, ya es otra cosa: “sale 30% off”, lejos de ser una promoción de repelente para mosquitos a precio de oferta, es una indicación de que ciertos productos valen treinta por ciento menos que su precio de lista.

         Un black friday no es un viernes negro, sino un día de grandes ofertas en el cual los comercios participantes cobran por única vez lo que deberían cobrar todos y cada uno de los días de la semana.

         Mummy’s day”, decía el escaparate de una casa dedicada a indumentaria femenina que vio el Día de la Madre como una buena oportunidad –por cierto de está en todo su lícito derecho- para atraer clientes y hacer buenas ventas.

         Y otra cosa: ya no hay ventas sino que todas son “sales”. Las cosas “sale 30% off” o, para hispanizarnos un poco, podemos encontrar una “gran  barata”, pero casi no hay liquidaciones u ofertas como antes.


         Es cierto que hacer estos planteos desde un pueblo que porta un nombre de base inglesa parece un tanto irracional, aún cuando “City Bell” no es una construcción legítima gramaticalmente hablando. Pero la cuestión pasa por otro lado. Somos argentinos, orgullosos habitantes de estas tierras y como tales, heredamos la lengua del conquistador español. Nuestra identidad y nuestra idiosincrasia se componen en gran medida de ella.

         Tendría más lógica que mezcláramos en nuestra cotidianidad vocablos guaraníes, o quechuas, o pampas, o mapuches, por poner ejemplos. Porque a este paso la Pachamama va a acabar siendo la Groundmother o la Earthmother, para ponernos a tono con los usos y costumbres de esta sociedad que estamos siendo. Estamos terminando octubre, así que muy pronto vendrán las merry christmas y el happy new year con la nieve, Santa Claus y los renos incluidos.

         Retomando la cuestión de las redes sociales y cómo nos comunicamos a través de ellas, resulta casi tenebroso comprobar cómo nos embrutecemos en el día a día. Sin hacer estadísticas podemos arriesgar que es una amplia mayoría la que escribe sin signos de puntuación, que reemplazan el binomio qu por la letra k, que ponen puntos para separar palabras, que ignoran casi deliberadamente las más elementales reglas de la gramática y de la ortografía y mucho me temo que eso no sea falta de instrucción –que no sería algo atribuible a los actores de la cuestión- sino lisa y llanamente un desinterés deliberado por ajustarse a aquello que nos permite entendernos: nuestra lengua,

         Por eso, decía al inicio, habremos de necesitar un lenguaraz que cumpla las funciones de intérprete cada vez que leemos una vidriera, que vemos una publicidad por televisión (o la escuchamos por radio) o que recibimos el más elemental saludo a través del teléfono: emoticones, emojis y demás bichitos dibujados son lo más parecido a los jeroglíficos del antiguo Egipto. Ojalá seamos capaces de legar a las generaciones venideras la centésima parte de lo que los egipcios nos dejaron,
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23 oct 18






jueves, 14 de junio de 2018

Entre igualdades e identidades



Un visionario, el profesor Enrique Francisco Lonné. Cuando en 1974 lo tuve por vez primera como profesor de Castellano en la escuela secundaria, ya hacía algunos años que venía machacando sobre el fenómeno de la masificación, de la pérdida de la individualidad, de la identidad. En ese entonces él cargaba las tintas sobre la televisión como culpable de ese fenómeno. No me cabe dudas de que hoy debe apuntar a las redes sociales.

Mucho antes que Lonné, Marshall Mc Luhan exponía su concepto de “aldea global”: el desarrollo de los medios de comunicación haría caer las fronteras, acortaría las distancias y todos estaríamos informados al instante de lo que pase del otro lado del orbe como si hubiese sucedido en el patio de casa. Personas a quienes no conocemos están hoy informados de nuestras actividades, nuestros gustos, nuestro parecer gracias a ese acortamiento de distancias, producto del avance comunicacional. La idea de aldea global bien podría asimilarse con la de conventillo u hotel barato: todo se escucha y todo se sabe a través de sus delgadas paredes. Todo se mezcla. Bien lo decía Discépolo en 1934: “en un mismo lodo, todos manoseados”.

Igualdad (Imagen de Inernet)
De tanto revuelo y revuelco algo bueno tenía que salir y entonces se empoderó el concepto de igualdad aplicada a los géneros, un hilado fino que a los franceses se les pasó por alto cuando entre 1789 y 1799 enarbolaron los ideales de igualdad, libertad, fraternidad. Como se ve, la igualdad no es un tema de hoy; lo del empoderamiento aludiendo a la mujer, tampoco.

En 1995 la Conferencia de la Mujer reunida por las Naciones Unidas en Beijing lanzó la proclama de empoderar a la mujer dentro de esta sociedad accidental y desigual que habitamos. Viéndolo desde la semántica y a juzgar por los resultados, tal vez el verbo elegido no haya sido el más feliz: se desprende de él la idea de que la relación entre el hombre y la mujer es una cuestión de poder y no de igualdad de derechos, como debería suponerse.

Y ya que somos todos iguales, algún trasnochado tuvo la genialidad de arrasar con el género neutro en el español y reemplazó la “a” y la “o” primero por una “x” y luego por una “@”. Y patapúfete.

Dice Piedad Villavicencio en “La esquina del idioma”, que en español los sustantivos se clasifican en masculinos y femeninos; no tienen género neutro como sucede en otros idiomas. En nuestra lengua pueden ser neutros los demostrativos (esto, eso, aquello), los cuantificadores (tanto, cuanto, mucho, poco), los pronombres indefinidos (nada, algo), los artículos (lo) y los pronombres personales (ello, lo).

El que los sustantivos no tengan género neutro y el que ningún adjetivo posea formas particulares para concordar de esta manera con los pronombres, son factores que llevan a pensar que el neutro no es propiamente un tercer género del español, equiparable a los otros dos, sino más bien el exponente de una clase gramatical de palabras que designan ciertas nociones abstractas”, señala.

Vale decir, entonces, que no importa el sexo de quien ejerce el arte o la moda: ambos son “artistas” o “modistas” y  nadie puede ser “artisto” o “modisto”.  Quien reside es “residente”, quien preside es “presidente”, quien camina es “caminante”. Tampoco valen ni la “x” ni la “@” en sustantivos con género determinado y, cuando elementos de género diferente se combinan en una misma oración, el genérico que se utiliza se parece al masculino, aunque no lo es. Verbigracia: El árbol y la casa son lindos”. Nada de “lindxs” o “lind@s”, por favor.

            Y como si todo eso fuera poco, el último grito de la moda, el colmo del arrobamiento, es involucrar a la “e” para “desgenerizar” el lenguaje y nos queda un español bastante afrancesado, si vous plais. Lo que se dice un idioma “lipográmico” en aras de un lenguaje inclusivo.

¿Pavadeces idiomáticas que no hacen a la cuestión de fondo? No lo creo. La Lengua es dinámica y, como tal, refleja a la sociedad a la que identifica.

Vivimos tiempos de empoderamiento y de discepolismo en los que por conquistar la igualdad estamos perdiendo la identidad. Porque estamos discutiendo lo que no es discutible. ¿Quién puede discutir la igualdad entre varones y mujeres? ¿Quién puede poner en tela de juicio el derecho a que un hombre se sienta mujer o viceversa? Son realidades tangibles, palpables, irrefutables, gusten o no, y deben enseñarse en el seno familiar y en las escuelas desde la primera sala del preescolar.

Lo que falta, lo que no hay que perder de vista, es que lo que también es innegociable es la preservación de la identidad: no la cívica, la que nos da el documento, sino aquella que hace que aunque uno sea varón, mujer u homosexual y se llame como se llame, es una persona única e irrepetible. Y por el hecho de ser mi prójimo, es también intocable. De cada uno de los prójimos que conforman la sociedad, entonces, ni uno menos.
                                 
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14 jun 18

lunes, 19 de diciembre de 2016

Conócete a ti mismo

Tarde o temprano iba a suceder; el mundo no es tan grande como para que no nos cruzáramos algún día. Y sucedió: lo conocí a Guillermo J. Defranco. El mismo pero otro, diferente.

Más de una vez había recibido llamados telefónicos para Guillermo Defranco preguntando para cuándo iba a estar arreglado el televisor o, más aún, para pedirme prestado un amplificador de sonido porque quien llamaba era músico, tenía que ir a tocar y se le acababa de quemar el suyo. Esa vez eran más de la una de la madrugada.

Claramente se trataba de otro Guillermo Defranco, aunque en la guía telefónica figuro sólo yo. Por alguna publicidad en una revistita barrial supe de un Guillermo Julián Defranco dedicado a reparar aparatos de electrónica en La Plata. Y ahí empecé a entender por dónde iba la cosa.

Hasta que una tarde, en la sala de espera de la clínica de City Bell, quien se sentó a mi lado me preguntó si yo era Defranco. No era adivino, en realidad; me había escuchado cuando hacía mi trámite administrativo en la recepción y, además, de ojito había leído mi apellido en el sobre de los estudios que yo le llevaba al médico. Le contesté que sí y ahí nomás me estiró su diestra: “Guillermo Defranco, mucho gusto”, me dijo.

Más que entender, creo que imaginé lo que estaba sucediendo. Lo miré bien y era una persona de carne y hueso y no un espejo. De haberlo sido, se habría tratado de uno de bastante mala calidad porque lo que reflejaba no se parecía a lo reflejado. Morocho, sí, como yo. Pero sensiblemente más delgado (la diferencia era más que obvia) y algo más bajo que yo. Creo, también, que con unos diez años menos.

Nos miramos y nos empezamos a reír. Ahí supe que si a mí me llamaron por teléfono por cuestiones de su trabajo, a él lo han llamado del diario para hacerle una nota por mis libros y mis charlas abiertas. Confesó que no es capaz de escribir tres renglones seguidos, tantos como soldaduras y conexiones soy capaz de realizar yo.

Intercambiamos nuestras tarjetas personales, nos dimos nuevamente la mano y nos despedimos con un “Chau, Guillermo Defranco”. 

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