Un visionario, el profesor Enrique Francisco Lonné. Cuando en 1974
lo tuve por vez primera como profesor de Castellano en la escuela secundaria,
ya hacía algunos años que venía machacando sobre el fenómeno de la masificación,
de la pérdida de la individualidad, de la identidad. En ese entonces él cargaba
las tintas sobre la televisión como culpable de ese fenómeno. No me cabe dudas
de que hoy debe apuntar a las redes sociales.
Mucho antes que Lonné, Marshall Mc Luhan exponía su concepto de “aldea global”: el desarrollo de los medios de comunicación haría caer las fronteras, acortaría las distancias y todos estaríamos informados al
instante de lo que pase del otro lado del orbe como si hubiese sucedido en el
patio de casa. Personas a quienes no conocemos están hoy informados de nuestras
actividades, nuestros gustos, nuestro parecer gracias a ese acortamiento de
distancias, producto del avance comunicacional. La idea de aldea global bien
podría asimilarse con la de conventillo u hotel barato: todo se escucha y todo
se sabe a través de sus delgadas paredes. Todo se mezcla. Bien lo decía Discépolo en 1934: “en un mismo lodo, todos manoseados”.
Igualdad (Imagen de Inernet) |
De tanto revuelo y revuelco algo bueno
tenía que salir y entonces se empoderó
el concepto de igualdad aplicada a los
géneros, un hilado fino que a los franceses se les pasó por alto cuando
entre 1789 y 1799 enarbolaron los ideales de igualdad, libertad, fraternidad. Como se ve, la igualdad no es un
tema de hoy; lo del empoderamiento aludiendo a la mujer, tampoco.
En 1995 la Conferencia de la Mujer reunida por las
Naciones Unidas en Beijing lanzó la proclama de empoderar a la mujer dentro de
esta sociedad accidental y desigual que habitamos. Viéndolo desde la semántica
y a juzgar por los resultados, tal vez el verbo elegido no haya sido el más
feliz: se desprende de él la idea de que la
relación entre el hombre y la mujer es una cuestión de poder y no de igualdad
de derechos, como debería suponerse.
Y ya que somos todos iguales, algún trasnochado
tuvo la genialidad de arrasar con el género neutro en el español y reemplazó la
“a” y la “o” primero por una “x” y
luego por una “@”. Y patapúfete.
Dice Piedad Villavicencio
en “La esquina del idioma”, que en español los sustantivos se clasifican en masculinos
y femeninos; no tienen género neutro como sucede en otros idiomas. En nuestra
lengua pueden ser neutros los demostrativos (esto, eso, aquello), los
cuantificadores (tanto, cuanto, mucho, poco), los pronombres indefinidos
(nada, algo), los artículos (lo) y los pronombres personales (ello,
lo).
“El que los sustantivos no
tengan género neutro y el que ningún adjetivo posea formas particulares para
concordar de esta manera con los pronombres, son factores que llevan a pensar
que el neutro no es propiamente un tercer género del español, equiparable a los
otros dos, sino más bien el exponente de una clase gramatical de palabras que
designan ciertas nociones abstractas”, señala.
Vale
decir, entonces, que no importa el sexo de quien ejerce el arte o la moda:
ambos son “artistas” o “modistas” y nadie puede ser “artisto” o “modisto”. Quien reside es “residente”, quien preside es “presidente”,
quien camina es “caminante”. Tampoco
valen ni la “x” ni la “@” en sustantivos con género determinado y, cuando elementos
de género diferente se combinan en una misma oración, el genérico que se
utiliza se parece al masculino, aunque no lo es. Verbigracia: El árbol y la casa son lindos”. Nada de
“lindxs” o “lind@s”, por favor.
Y como si todo eso fuera poco, el
último grito de la moda, el colmo del arrobamiento, es involucrar a la “e” para
“desgenerizar” el lenguaje y nos
queda un español bastante afrancesado, si
vous plais. Lo que se dice un idioma “lipográmico” en aras de un lenguaje inclusivo.
¿Pavadeces idiomáticas que no hacen a la cuestión de fondo? No
lo creo. La Lengua
es dinámica y, como tal, refleja a la sociedad a la que identifica.
Vivimos tiempos de empoderamiento y de discepolismo en los que
por conquistar la igualdad estamos perdiendo la identidad. Porque estamos
discutiendo lo que no es discutible. ¿Quién puede discutir la igualdad entre
varones y mujeres? ¿Quién puede poner en tela de juicio el derecho a que un
hombre se sienta mujer o viceversa? Son realidades
tangibles, palpables, irrefutables, gusten o no, y deben enseñarse en el
seno familiar y en las escuelas desde la primera sala del preescolar.
Lo que falta, lo que no hay que perder de vista, es que lo que
también es innegociable es la preservación de la identidad: no la cívica, la que nos da el documento, sino aquella
que hace que aunque uno sea varón, mujer u homosexual y se llame como se llame,
es una persona única e irrepetible. Y por el hecho de ser mi prójimo, es
también intocable. De cada uno de los prójimos que conforman la sociedad,
entonces, ni uno menos.
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14 jun 18
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