domingo, 9 de julio de 2017

Fría evocación

Hace hoy diez años se producía una histórica nevada sobre la región. Lo de histórica es porque hacía 89 años que no nevaba por aquí. En esa ocasión escribía y publicaba lo siguiente:

Las nieves del tiempo

Pasarán muchos años hasta que olvidemos este 9 de julio, que nos dejó copos de nieve adheridos como escarapelas en el corazón.


         El almuerzo en casa de amigos se extendía en larga sobremesa mientras la llovizna tímida, casi pulverizada y rala, advertía que la tarde sería especial para chocolate con churros, como para calentar el ambiente. Agustina anunció que estaba nevando y nadie le hizo caso, si mirá que va a caer nieve justo acá, que no nieva desde 1918 y fue apenas un cachito así.

         Pero la cosa iba en serio. Lo que se desprendía del velo gris del cielo no era simplemente agua y, además, estaba particularmente frío. Tampoco era aguanieve, ni nevizca, ni copos de telgopor. Y para uno que nunca había visto nevar, y menos aún en la puerta de su casa, el hecho era algo novedoso.


Recalentamiento invernal
         Pasado el primer impulso de vestirse de Papá Noel y salir por las calles (el físico le ayuda mucho), el cronista partió –sin trineo- a recorrer City Bell. Hacía mucho que no sentía una emoción parecida, consciente de ser testigo de un hecho cuyo precedente más cercano databa de casi noventa años. Y si, como escuchó por ahí, el frío inusitado para estas latitudes es el paradójico fruto del calentamiento global, supo que este patriótico 9 de julio se estaba inscribiendo en las efemérides como una prueba palpable de que la naturaleza está con nana, y no es broma.

         A las cinco de la tarde la nieve no era tanta como para acumularse sobre los bustos de Belgrano y San Martín en las plazas respectivas que los honran; algo podía verse en la estatua decapitada de Almafuerte, detrás de la estación ferroviaria, donde la tierra oscura removida del parque aledaño hacía un contraste perfecto con el blanco de los cristales helados que caían con lentitud. En el andén, amuchados en el banco debajo del alero, tres jóvenes con el cuello de sus camperas subidos hasta más allá de la nariz, buscaban abrigo a la espera del tren con destino a La Plata. Un par de autos estacionados del lado del Camino del Centenario daban cuenta de una capa de nieve sobre su techo y sus vidrios, como una contribución a esta postal pueblerina que nos llena de curiosidad.


El infaltable
         En las plazas algunos pocos grupos de chicos y familias enteras, trataban inútilmente de amontonar materia prima para construir el tradicional muñeco. Un par de horas después, cuando la precipitación se hizo más intensa, los resultados eran mucho mejores: en la esquina de 9 y diagonal Urquiza el monigote con nariz de zanahoria alcanzaba un metro de altura y lucía la bufanda de uno de sus escultores. Cuando el cronista apuntó con su cámara, le dijeron que ya era el cholulo número dieciséis.

         En algunas calles el jolgorio semejaba un festejo futbolero: gritos, bocinas, risas y cantos. “Las nieves del tiempo platearon mi sien”, cantaba Gardel, pero evidentemente no se refería a ésta. En una casa de la calle Rivadavia, tres mujeres asomadas a la puerta de calle contemplaban un espectáculo único en sus vidas. La mayor de ellas aseguraba sobre sus hombros una pañoleta tejida, mientras abrigaba sus pies con pantuflas rosadas. Si nos hubiésemos detenido a escuchar sus comentarios, ninguno escaparía a la admiración y la sorpresa.

Un frío silencio
         Por lo demás, detenerse a contemplar la nevada en toda su dimensión implicaba descubrir su silencioso caer: no crepita como la lluvia, no tintinea como las gotas sobre los techos de chapa, no salpica con chasquidos al pegar contra vidrios y baldosas.

         La plaza San Martín resultó la más iluminada del pueblo, detalle que -sumado a lo escaso de la forestación- congregó a un buen número de vecinos que jugaban en la nieve ya abundante, como turistas o personajes de películas en la navidad neoyorquina. Más de diez autos se habían detenido en la calle circundante, y sus ocupantes mayormente participaban de la guerra de bombazos congelados. Los teléfonos celulares y las cámaras fotográficas disparaban sus flashes aquí y allá. El pueblo era una fiesta y había que guardarla de recuerdo.

El día después
         En la mañana del martes 10 se había acabado la nevada y, con ella, el feriado. La comarca amaneció desacostumbradamente cubierta por un mantel blanco y radiante. Muchos autos, con evidencia de haber dormido afuera, circulaban con sus vidrios apenas despejados de la gélida blancura, como quien luce la bandera de su equipo favorito después de ganar un campeonato. Para muchos, era una pena que la fiesta se acabara.

         Las casas de fotografía no daban abasto con el revelado de películas y las máquinas para grabar e imprimir tomas digitales tenían colas de varias personas aguardando el momento de volcar la magia de la víspera sobre el papel. Hasta casi el mediodía no hubo un sólo rollo fotográfico en las estanterías de los comercios: todas las existencias se agotaron hasta que hacia el fin de la mañana comenzó la reposición.

         Pero para entonces ya era tarde. Aunque en la tarde aún podía verse manchones aislados de albor sin derretirse, la mayor parte de la nieve se había diluido en delgados hilos de agua que se entrecruzaban en curiosa trama de final incierto. Se escurría en ellos la emoción hecha lágrimas de casi veinticuatro horas de alegría, de fantasía e ilusión.

         Quién sabe, no debamos esperar otros ochenta y nueve años para volver a ser niños por un rato, construir un muñeco junto al vecino o al desconocido que pasa por ahí; para tirarnos con bombas inofensivas y darnos cuenta del mucho bien que nos hace divertirnos sanamente con algo que nos viene del cielo.
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 10 jul 07                                                         


        


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