Madera dura ha de ser. El tronco, de unos setenta centímetros de alto y unos treinta y cinco de diámetro, estaba siempre ahí, cual portero de hotel cinco estrellas, junto a la entrada grande del taller mecánico, estoico, soportando sobre sí una bigornia de acero que había de pesar más de cincuenta kilos. Parecía la representación de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus hombros.
Si aquel trozo de madera truncada y aquel de metal modelado estuvieron juntos desde que allá por el '53 los amigos decidieron unirse para abrirse camino en la mecánica, está claro que la pieza tiene más de cincuenta y tres años desde que fuera talado el árbol del que era parte: un tronco verde no podría haber soportado mucho tiempo en su función de pedestal de yunque. Sin embargo hoy, bajo su pátina de tierra y aceite, de grasa y machucones, de chorreaduras de pintura, las huellas del tiempo son algunas pocas grietas de escasa profundidad.
Yunque y martillo, yunque y martillo, yunque y martillo. Una sucesión reiterada de golpe y chasquido, símbolo universal del trabajo sudado. La llama del soplete calentando la pieza de terco metal, y otra vez yunque y maza para ese hierro al rojo.
Y el tronco allí, impasible junto a la puerta, forjando su reciedumbre invierno y verano. Aún cuando el frío y el vendaval obligaban a trabajar con el portón corredizo apenitas abierto, él y su yunque permanecían en su lugar, como asomados a la inclemencia climática y a la vista del transeúnte.
Aquel cliente de tantos años del taller se lo dijo al cronista una vez, en un encuentro fortuito:"Cuando me acuerdo del taller de tu Viejo, me viene a la memoria la imagen de ese yunque sobre el tronco". Cuando el taller se vendió para nunca más abrir, la nostalgia del escriba quiso recuperar aquella masa de metal encaramada en su peana de madera. Pero ya era tarde, había cambiado de manos, y en ese acto creyó diluido para siempre lo que para él -como para el viejo cliente- simbolizaba en parte el trabajo de su padre que ya no está. Sintió que una arcana herida le diluía la esperanza.
Algunos atardeceres atrás, al pasar por la calle del fondo, vio una silueta conocida entre restos de plásticos y maderas. Allí estaba, con su apariencia de grasa y de años, con sus manchas de pintura, el veterano pedestal sin su corona de acero. Hijo y nieto del mecánico volvieron a humedecerlo con gotas de sudor, pero el esfuerzo valió la pena. Como el árbol talado que retoña -al decir del poeta-, ese trozo de bosque ignoto pero tan noble como duro, está de regreso en la familia. Claro que no dice nada para quien no conoce su historia. O para quien no tiene afectos comprometidos en ella y sus antiguos poseedores.
Retoño de sí mismo, en un rincón del jardín, junto a la parrilla, lucirá bien, obrando de mesita para el asador o como hidalgo podio para la más guapa de las macetas. Un oficio más reposado que el de aquellos cincuenta y pico de años que fueron historia. Pero no menos ilustre.
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