sábado, 24 de julio de 2021

Todo listo para el 1º de agosto


            Tomar caña con ruda el primer día de agosto es algo así como vacunarse contra todo lo que venga. Es, también, un acto de gratitud. Por alguna razón este ritual arcano en el tiempo va penetrando poco a poco la cultura urbana de este tercer milenio, adaptándose a las personas y las circunstancias porque, como el mate, es mucho más que beber y tragar.

              En lo personal me rehusé durante mucho tiempo a la invitación de un amigo para chinchinear con él un vasito de caña cada invierno: nunca me atrajo demasiado ninguna bebida alcohólica y hoy por hoy es casi veneno para mi hígado herido y susceptible.

             En 2019, el 1º de agosto estábamos con Laura en Bella Vista, Corrientes, y mientras revolvíamos en una compraventa buscando una antigüedad para su hermano Pablo –cumple años ese día y le gusta el rubro-, los dueños del comercio nos preguntaron si  ya habíamos tomado nuestra medida de caña con ruda. Enterados de que no, sirvieron dos vasos del brebaje y nos convidaron.

             El pueblo correntino es muy respetuoso de sus mayores y sus tradiciones. Descendientes de la cultura guaraní –aún muy presente en el Gran Chaco y el Litoral, además de Paraguay y el sur de Brasil- cultivan una religiosidad de tinte mariano (Nuestra Señora del Carmen y la Virgen de Itatí, fundamentalmente) enlazada con la popular donde además de los llamados “santos populares” como Antonio Gil, son fervorosos creyentes en la Madre Tierra o Pachamama, nombre que nos ha llegado del quechua con ese significado.

             Lo cierto es que desde tiempo inmemorial los descendientes de los pobladores precolombinos –fundamentalmente del noroeste y el litoral argentinos- cada 1º de agosto rinden culto a la tierra que les da alimento, les permite cultivar y criar sus animales, les da casa y cobijo; y le agradecen lo recibido en los últimos doce meses al tiempo que piden prosperidad y, sobretodo, salud para el año siguiente.

             Dicen que hay que tomarla en ayunas para limpiar el alma y el organismo, en tres sorbos (o siete, dicen otros) o, mejor, de un trago, aunque también se aconseja dejar caer un chorrito sobre la tierra, para la Pachamama.

 La ruda tiene muchas aplicaciones medicinales y también está rodeada de creencias y leyendas vinculadas a la buena o mala fortuna de la familia que la plante junto a la puerta de su hogar. Macerada por buen tiempo en caña (de 15 días a un año varían las recomendaciones) en una botella de vidrio bien tapada irá perdiendo color con el correr de los meses al tiempo que la bebida tomará una tonalidad amarillo ámbar.

             Si el mate consumido pasara a las venas, podría decir que tengo sangre guaraní en abundancia, pero dudo que sea así. Lo cierto es que me animaría a decir que quienes nos convidaron caña con ruda –“rudacaña” le dicen popularmente, aunque puede usarse grapa o ginebra para prepararla- lo hicieron con cierta unción, con devoción y respeto por el momento que compartíamos, y ahí entendí por dónde iba la cosa.

             No se trata de superstición; no es tomarse una “birrita” ni adorar a la Pachamama (al menos en mi caso). Es mucho más que encenderle una vela a un santo pero no equivale tampoco a un sacramento. Ni siquiera es, para mí, una manera de sentir que estaré más o menos protegido particularmente en materia de salud, aunque mal no vendría en los tiempos coronavirósicos que corren. Lo hice por mi voluntad en 2020 y lo haré este año: a mi manera, busco acompañar el respeto ancestral por la tierra, la cultura y las tradiciones de quienes por milenios caminaron y habitaron esta tierra. A su salud y la nuestra, chamigos.

 

 


jueves, 3 de junio de 2021

entrando al abuelito

 

Sobre la ochava de entrada al Palacio do Brasil (en verdad, mucho nombre para un café-bar cualunque) en la esquina de Libertad y Perón de Buenos aires, dos mujeres sostenían a un hombre en una posición entre sentado y parado, como quien empieza a agacharse y no termina de hacerlo. Entre 85 y 90 años por lo menos, traje gris a rayas con chaleco; camisa celeste y corbata bordó. Sería un gurrumín en los tiempos de El Puchero Misterioso, legendaria fonda que era punto de reunión de intelectuales y juerguistas a pocos metros de allí, en el primer cuarto del siglo XX; tranquilamente podría haber sido uno de sus habitués. 

Sin sobretodo ni bufanda pese al frío feroz, bastón en mano, el hombre intentaba subir el umbral de entrada al local, un Aconcagua para sus piernas arqueadas y su columna severamente curvada. Pregunté si podía ayudar y una de las mujeres me pidió que abriera la puerta de blíndex, con un barral oblicuo a modo de manija. El hombre se tomó de allí y, era de esperar, se le cerró en las narices. Lo sujeté entonces de la muñeca y tiré mientras alguien que pasaba mantenía la puerta abierta.

 Cuando el viejito logró poner un pie en el escalón me puse detrás de él y empecé a empujar con mi cadera sana, la derecha, porque la otra no estaba por entonces para esos trotes aunque hoy, implantada, tampoco sería buena idea arriesgarla. Lo logramos: la primera mesa estaba libre y desde otra mesita cercana una señora dejó de revolver su taza de té y acercó una silla. Se la puse debajo al señor y mientras las mujeres y el flaco que abrió la puerta lo sostenían, le empujé el asiento hasta dejarlo trabado a él contra la mesa.

 Respiraba de manera agitada y una gota de sudor poblaba su frente pentagramada como burlándose del invierno inclemente de julio. La corbata torcida, el saco un tanto arrugado, se quedó quieto por un momento, apoyando el codo derecho sobre la mesa y sosteniendo el bastón con la mano izquierda, la mirada clavada en el piso de cerámica. Una de las mujeres samaritanas sacó un teléfono celular de su cartera y le preguntó al hombre si quería que llamara a alguien. Pensamos que pediría por algún familiar, un conocido, alguien que lo fuera a buscar. O quizás, socorro médico: después de todo había necesitado de la ayuda de cinco personas para entrar al bar y sentarse. Él la miró sin demasiada atención y contestó: “Sí, al mozo; pero deje, porque ahí viene”. Y pidió un coñac.

 

Julio 2016

martes, 11 de mayo de 2021

Lázaro jura que no murió

 


         El nombre de Lázaro se perdió en el tiempo y para contar su historia le pusimos de prestado el del personaje bíblico que volvió de la muerte.

          Algunos años atrás Lázaro se apareció una mañana por el portal del Palacio de Justicia de la calle 13 de La Plata y se asomó a la primera oficina que encontró. Jamás antes había pisado el mármol de los pisos transitados de Tribunales, desgastados por pleitos y demandas o por demandados y demandantes más sus abogados, para mejor decir.

          Su aspecto no era el de leguleyo ni el de picapleitos. Tampoco el de quien acostumbra hacer trámites ni frecuentar oficinas más allá de la del correo –muy usado en aquellos tiempos- para despachar una carta simple. Más bien podía imaginárselo del lado de afuera del mostrador de cualquier comercio de barrio haciendo la compra de lo necesario para el día. Alto, corpulento, de pantalones ceñidos con cinturón de cuero por encima del ombligo y camisa escocesa con el cuello gastado pero impecable de limpieza y planchado. Ese era Lázaro.

          Con el cabello casi blanco y sus ojazos claros se arrimó al mostrador. Su rostro colorado por los nervios no era, precisamente, el de un difunto, pero ese era en esencia su problema.

 - Vengo porque en el diario dice que estoy muerto- se despachó mostrando un ejemplar de El Día abierto y doblado en la página de los avisos fúnebres mientras con el dedo señalaba su nombre y su apellido precedido de una cruz y seguido de las siglas “QEPD”.

 Las tres empleadas de la oficina no se animaron ni a mirarse entre sí. Una risa burlona era lo primero que venía a sus labios pero no podían hacerlo delante de Lázaro. Una se hizo la desentendida mientras las otras dos trataban de explicarle que seguramente se trataba de un homónimo, aún a riesgo de que el hombre no supiera qué quería significar aquello. Él simplemente quería testificar que estaba vivo y que el diario estaba equivocado.

 Nunca se sabrá si Lázaro concurrió a Tribunales motu proprio o si alguien lo instó a hacerlo jugándole una broma, aprovechándose tal vez de su ingenuidad. Lo cierto y real es que el hombre cargaba el aviso de su defunción en las manos y mucha angustia y desasosiego en su interior.

 -Vengo a decir que estoy vivo –insistía-. Quiero decirle al juez que no me morí, que es mentira.

 Acertaba a pasar por el corredor un funcionario de esos que hay pocos: abiertos, comprensivos, prácticos y con sentido común, por sobre todas las cosas, y una de las empleadas que atendía a Lázaro se animó a pararlo y, sin que otros oyeran lo que hablaban, lo impuso de la situación.

 No importa si era juez, secretario o defensor. Se acomodó los anteojos, lo observó a Lázaro  y se le acercó. Solícito, le preguntó en qué podía ayudarlo y al escuchar su relato y leer el aviso fúnebre, lo tranquilizó y lo hizo acercarse a su despacho. Le ordenó a un escribiente que le tomara declaración al ciudadano que venía a prestar juramento de que no había muerto, como mal informaba el diario. Sin entender mucho, el empleado puso una hoja en la máquina de escribir, redactó unas pocas líneas y la llevó para que su superior rubricara y sellara el “expediente”.

 El trámite era de una validez inexistente. En ningún archivo constan las actuaciones letradas, ni siquiera se recuerda el verdadero nombre del requiriente. Tampoco fueron muchos los que se anoticiaron del evento. Pero un hombre que no se llamaba Lázaro salió del Palacio de Tribunales con la sensación y el alivio de haber vuelto a la vida, un privilegio que pocas personas tienen.

 

Guillermo Defranco

 11 may 21

 

sábado, 8 de mayo de 2021

Doña Irene aún habita en la calle Pellegrini

 

         La historia es absolutamente veraz. Nos la relató uno de sus protagonistas y por respeto a los involucrados en ella todos los nombres que daremos aquí serán ficticios. A algunos no les importará, pero otros se podrían sentir heridos en sus sentimientos.

          El escenario de los hechos es una de las muchas casas familiares de la calle Pellegrini en la cuadra del 900 de City Bell. La vivienda está bastante cambiada hoy en día, después de casi dos décadas de que los Guchi –insistimos, un apellido que no se corresponde con el verdadero- la vendieran a quien no es el propietario actual.

          Luis Guchi y su esposa Josefina la habían comprado con mucho esfuerzo hacia la década de 1960 casi como un compromiso de honor. Con ellos se mudó también la abuela Ana –la mamá de ella- y con el tiempo se sumaría además doña Irene –progenitora de Luis-, con su cabello albo peinado hacia atrás y su nariz filosa y levemente saltona. Vivían hasta entonces en Ensenada, donde habían nacido sus tres hijos y cosechado una ponchada de amistades. Uno de ellas era Mingo, quien se había casado con la hija de una familia vecina y se había afincado en un chalet de la calle Cantilo en el por entonces tranquilo City Bell.

          En un gesto que cambiaría por siempre la vida de Guchi, hacía tiempo que Mingo le había regalado una bobina de hilo, ese que se usaba mucho para atar paquetes en los tiempos en que las bolsas de polietileno eran algo de ciencia ficción y todo se envolvía en papel y se ataba con piolín. “Antes de que se te termine este ovillo tenés que venirte a vivir a City Bell”, le dijo en una suerte de pacto de caballeros.

          Mingo murió joven poco después, y para Luis el pronunciamiento de su amigo cobraba más fuerza que antes: “Era un compromiso asumido y no podía defraudar a un amigo, aunque él ya no estuviera para verlo”, confesó el esposo de Josefina una tarde de mates en la cocina de la calle Pellegrini.

          Pasaron algunos lustros, Josefina y Luis Guchi partieron con igual rumbo que su amigo; ya habían fallecido también sus respectivas madres doña Ana y doña Irene, las consuegras que vivían refunfuñándose mutuamente como dos adolescentes. Fue así que compró la casa un vecino quien, a su vez, la volvió a transferir.

          Una tarde más cercana al hoy en que paseaba por City Bell en compañía de su pareja y sus suegros, el más chico de los Guchi decidió dar una vuelta por su antiguo barrio. Encontró pavimento y cordones de hormigón ocultando el histórico fango de la Pellegrini y el recuerdo de algún vecino esparciendo diarios doblados en dos para pisar sobre ellos y poder cruzar la calle sin perder un zapato en el barro. Encontró también a su casa bastante cambiada, al menos en su apariencia, y al propietario que cortaba el césped en la vereda.

          Hombre joven, de la edad de quienes tienen todavía el empuje de los primeros años de un proyecto familiar y como si toda su vida hubiese vivido allí, preguntó a los forasteros si buscaban a alguien. Guchi hijo le respondió que le estaba mostrando a sus acompañantes la casa donde se había criado.

-         ¿Vos sos Guchi? –preguntó el vecino, mientras dejaba las herramientas a un lado.

-         ¿Cómo sabés?

-         A mi casa la llaman “lo de Guchi”, pero yo no los conozco.

 De ahí a pasar al interior fue sólo un instante. Estaba casi como el visitante la había proyectado reformar en un trabajo práctico en su paso por las aulas de Arquitectura, algo que su familia nunca había concretado. En la cocina con su nueva disposición hacía sus quehaceres la dueña de casa quien, también, se mostró amistosa y hospitalaria. Por la ventana se veía corretear en el fondo a la pequeña hija y Guchi no pudo reprimir el recuerdo de las lejanas tardes de juegos con sus hermanos.

 De la conversación entre los adultos surgió una cuasi confesión de los anfitriones: su hija les había relatado muchas veces que hablaba con “la abuelita” y les describía a una señora viejita, canosa, con el pelo hacia atrás, con nariz delgada pero notoria… Ellos no veían ni oían a nadie, sólo a su hijita en entretenida conversación con alguien invisible e inaudible.

 Pero un día su mamá pudo verla: era una anciana como la que describía la pequeña; también vestía un saquito de lana marroncito prendido con botones y caminaba por la casa con un paso corto pero apurado.

 Guchi no pudo menos que preguntar en qué lugar de la casa la había visto la nena. Se quedó sin aliento cuando le dijeron en cuál habitación: la misma en la que otrora dormía su abuela Irene, la de cabello albo peinado hacia atrás, y su nariz filosa y levemente saltona quien de entre casa usaba, habitualmente, un saco tejido color beige con botoncitos asomando por los ojales y caminaba con paso corto pero apurado aunque no fuera a ninguna parte.

 Los padres de la nena dijeron que ella no se había sentido alterada tras las conversaciones con la abuelita, así que no se preocuparon. Más aún, la mamá agregó que para ella era una tranquilidad saber que no se quedaba sola cuando su esposo no estaba. De alguna manera se sentía acompañada.

 Debe ser que doña Irene Guchi añora aún los tiempos de la Pellegrini de barriales y faroles apagados, aferrada quizás al estigma familiar de abrir las puertas de la casa a todo el que llegue a ella; de atenderlo, de reconfortarlo, de brindarle todo lo poco que siempre habitaba las alacenas pero también todo lo mucho que rebosaba de sus corazones. Su alma escapó del camión de mudanzas y se quedó en la casa provocando al alma de su consuegra Ana buscándose mutuamente motivos para pelear. O tal vez eligió perpetuar el pacto de amistad entre su hijo y Mingo de mudarse para siempre a City Bell antes de hacer un moño con la última hebra de aquel carretel de hilo de atar paquetes.

 Vaya uno a saber. Los que tenemos el alma envuelta en un cuerpo no entendemos mucho de esas cosas.

 

07 may 21

 

martes, 13 de abril de 2021

La tuerca

En febrero de 1971, de vacaciones en Villa Carlos Paz, quisimos visitar la fábrica IKA-Renault en Santa Isabel, Córdoba. Obviamente, no pasamos de la puerta (seguramente tampoco lo intentamos). Lo cierto es que allí encontré una curiosidad: esta tuerca sin agujero. Tal vez lo más curioso sea no que se trate de una tuerca sin terminar sino que este objeto de 10 milímetros de tamaño se haya conservado en mi desorden a lo largo de estos 48 años.

viernes, 9 de abril de 2021

La despedida

    Durante casi cinco años tuve el placer de participar de esa experiencia periodística que fue “City Bell-Hechos y Personajes”. No lo sabíamos, pero estábamos removiendo la pelusa acumulada sobre la historia del pueblo y sus antiguos vecinos. Estábamos siendo testigos también –creo que sin advertirlo- de los primeros grandes pasos de la avanzada del nuevo City Bell que aniquiló a aquel que creíamos eterno: casas bajas, tranquilidad, verde por doquier.
     
    Esta semana se cumplen veintiún años de mi salida de ese equipo que hizo el recordado semanario. Lo acabo de descubrir y me pareció curioso compartir mi última columna quincenal en CB-H&P.
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    Nos estamos viendo
     
    Punto final para nosotros en CB-H&P. Todo cumple un ciclo y creemos que es hora de poner fin al nuestro. Y así, con esta última crónica, damos por cerrada nuestra columna, que tanto nos dio en todos estos años. 
     
    Por Guillermo J. Defranco, anotador y cronista de cosas ciertas.
     
    Puffff. A cualquiera le temblaría el pulso si se sentara a escribir su renuncia al trabajo. Y algo así es lo que nos está pasando a nosotros en este preciso momento. Nadie nos la ha pedido, no nos hemos peleado con nadie, pero creemos llegado el tiempo de poner el punto final a esta columna que tanto queremos. Ciento diez crónicas -cuatro años y medio de publicación ininterrumpida en un semanario como éste- son razón suficiente para tomar una decisión semejante, simplemente porque creemos que el lector se merece un descansito; y nuestra creatividad también.
     
    No vamos a hacer un racconto de los temas tratados aquí a lo largo de este periplo porque ya lo hicimos en nuestra nota número cien. No vamos a ponernos nostálgicos como ocurre en las despedidas, aunque nos va a costar un poquito. Pero no nos gustaría salir de escena haciendo mutis por el foro y sin contarle nada a nadie. Porque quien más, quien menos, todos se merecen el mínimo respeto de saber que dentro de quince días ya no nos hallará más en la página 7 de Hechos y Personajes, una noticia que para muchos será realmente buena, no lo vamos a negar.
     
    Sí vamos a decir que habremos de extrañar esta rutina quincenal. Tenemos la dicha de gozar con nuestro trabajo al ejercer nuestra profesión, tal vez una de las pocas cuyos límites se confunden con la realidad de la vida diaria: abrazamos el oficio de contar lo que vemos y oímos y todas y cada una de las cosas que nos suceden o nos cuentan pueden constituirse en el punto de partida para una de nuestras crónicas. Por ello y porque no lo sabemos, no podemos decir que esta sea una despedida definitiva.
     
    Como dicen en las novelas, fue hermoso mientras duró. Hemos conocido muchísima gente en todo este tiempo; hemos aprendido tantísimas cosas, de la profesión y de la vida. Y hemos penetrado la historia de nuestro pueblo y sus habitantes mucho más allá de lo que nosotros mismos sospechábamos que llegaba y todo ello nos ha dado una riqueza infinita. Por ello, a toda esa gente que de alguna manera influyó en nuestro trabajo y nos apoyó, le damos las gracias y le decimos que la extrañaremos.
     
    Gracias también a la gente del semanario, ese equipo conducido por Carlos Capdevila, experimentado periodista que confió en nosotros y nos cedió una página de su creación. Y en él agradecemos también a los directores bajo cuyas órdenes trabajamos y al resto del equipo de CB-H&P.
     
    De manera especial queremos decirle a Carlos Pinto, el ilustrador de nuestra columna, que su trabajo nos ha reconfortado. Y es curioso que haya siempre interpretado tan bien el espíritu de fondo de cada una de las notas, porque con él nos hemos visto una sola vez, y por espacio de unos pocos minutos. Pero tanto trabajar a la par y compartir un espacio, devuelve la sensación de un equipo de trabajo y el sentimiento de un largo conocimiento. Y por ello lo vamos a extrañar también.
     
    Vamos a extrañar el síndrome de la página en blanco, el tiempo pasando y ninguna idea acerca de cómo encarar la próxima nota. Como también esperar la media mañana del sábado, oír la caída del semanario en el porche, y correr a abrirlo para criticar nuestro propio trabajo. Pero creemos que toda rutina necesita un descanso y que es también éticamente sano advertir que todo se desgasta. Y ni nuestra página ni nosotros constituimos la excepción. Por eso preferimos meter violín en bolsa y partir con la música a otra parte.
     
    En fin, basta de aporrear el teclado cuando está bien entrada la noche (esa es la hora en que aflora más nuestra creatividad, como el rocío del jardín y la tos de los resfriados). Ya no oiremos el silencio citibelino entre párrafo y párrafo ni fijaremos la mirada en el cielorraso en busca de ese sinónimo que se oculta en su timidez.
     
    Sin embargo, sabemos que no dejaremos de pensar en ello. No podremos olvidarnos de cada una de las personas que nos leen, aún las que no conocemos, porque sin proponérnoslo ni periodista ni lector, entre ambos se ha establecido un canal de comunicación rico y enriquecedor a la vez, que perdurará en el tiempo y en City Bell.
     
    Sabemos, también, que la vida sigue, que hay muchos otros ávidos de tener un espacio en un medio como éste y que con seguridad sabrán llenarlo mucho mejor que nosotros. Y eso también es bueno.
     
    Mientras tanto City Bell seguirá atesorando encantos y particularidades varias, esas que le dan su identidad tan definida. Seguirán conviviendo el canto de los grillos y las calles mal numeradas; los veranos tan felices y su falta de agua; los otoños crocantes de ocre y la basura amontonada; los encuentros de amigos y la historia tan olvidada.
     
    Nos gustaría que ésta fuera una más de todas nuestras crónicas, y a la vez la mejor de todas. Pero sabemos que no es ni lo uno ni lo otro. Preferimos que sea el encuentro entre dos amigos que saben que el destino los separa, y comparten unos mates como si todo fuera a seguir igual. Lo importante no es el encuentro sino la amistad –se dicen- y parten con esa certeza en su equipaje.
     
    Con esa idea es que nos vamos, sabiendo que nos seguiremos viendo. En cualquier lugar. En cualquier momento. Y antes de que aflore nuestro sentimentalismo excesivo y estiremos la despedida más de lo necesario, buscamos entre nuestros apuntes algún punto final que nos haya quedado traspapelado. Lo tomamos con emoción, entre el índice y el pulgar, y lo ponemos justo acá, exactamente en este preciso lugar.
     
    10 abr 00.-

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