Sobre la ochava de entrada al Palacio do Brasil (en verdad, mucho nombre para un café-bar cualunque) en la esquina de Libertad y Perón de Buenos aires, dos mujeres sostenían a un hombre en una posición entre sentado y parado, como quien empieza a agacharse y no termina de hacerlo. Entre 85 y 90 años por lo menos, traje gris a rayas con chaleco; camisa celeste y corbata bordó. Sería un gurrumín en los tiempos de El Puchero Misterioso, legendaria fonda que era punto de reunión de intelectuales y juerguistas a pocos metros de allí, en el primer cuarto del siglo XX; tranquilamente podría haber sido uno de sus habitués.
Sin sobretodo ni bufanda pese al frío feroz, bastón en mano, el hombre intentaba subir el umbral de entrada al local, un Aconcagua para sus piernas arqueadas y su columna severamente curvada. Pregunté si podía ayudar y una de las mujeres me pidió que abriera la puerta de blíndex, con un barral oblicuo a modo de manija. El hombre se tomó de allí y, era de esperar, se le cerró en las narices. Lo sujeté entonces de la muñeca y tiré mientras alguien que pasaba mantenía la puerta abierta.
Cuando el viejito logró poner un pie en el escalón me puse detrás de él y empecé a empujar con mi cadera sana, la derecha, porque la otra no estaba por entonces para esos trotes aunque hoy, implantada, tampoco sería buena idea arriesgarla. Lo logramos: la primera mesa estaba libre y desde otra mesita cercana una señora dejó de revolver su taza de té y acercó una silla. Se la puse debajo al señor y mientras las mujeres y el flaco que abrió la puerta lo sostenían, le empujé el asiento hasta dejarlo trabado a él contra la mesa.
Respiraba de manera agitada y una gota de sudor poblaba su frente pentagramada como burlándose del invierno inclemente de julio. La corbata torcida, el saco un tanto arrugado, se quedó quieto por un momento, apoyando el codo derecho sobre la mesa y sosteniendo el bastón con la mano izquierda, la mirada clavada en el piso de cerámica. Una de las mujeres samaritanas sacó un teléfono celular de su cartera y le preguntó al hombre si quería que llamara a alguien. Pensamos que pediría por algún familiar, un conocido, alguien que lo fuera a buscar. O quizás, socorro médico: después de todo había necesitado de la ayuda de cinco personas para entrar al bar y sentarse. Él la miró sin demasiada atención y contestó: “Sí, al mozo; pero deje, porque ahí viene”. Y pidió un coñac.
Julio 2016
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