Días pasados debía encontrarme con una persona a quien no conocía físicamente; sólo habíamos hablado por teléfono. Quedamos en encontrarnos en un café de la diagonal 9 de Julio pero omitimos el cómo nos reconoceríamos. Así que cuando llegué le envié un whatsapp: “No sé cuál sos. Yo estoy en la vereda, con un buzo color bordó y anteojos”. Me respondió enseguida: “Estoy adentro, soy canoso y tengo una chomba bordó”. Lo encontré fácil.
Nos reímos con la situación; no habíamos previsto ese detalle. En otra época, en un encuentro entre un caballero y una dama él podía haberle dicho “llevaré un clavel en el ojal”. O ella: “Tendré un pimpollo en mis manos, un velo cubriéndome el rostro”. Pero ya no se usan flores; casi no se usan sacos con solapa y ojal para este tipo de encuentros y las damas no usan tampoco velos. Además, era un hombre la persona del encuentro.
Por una cuestión de edad los protagonistas de la anécdota estamos a décadas luz de ser millenials, esos seres humanos que se entienden de maravillas con computadoras, tablets y teléfonos celulares. Sin embargo nos las ingeniamos para encontrarle a este último una aplicación que no figura entre las disponibles: la de ser una flor en el ojal.
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