Aunque no lo
veíamos, del otro lado del Plata estaba Uruguay. El río tranquilo, el horizonte
recortado en el perfil de la larga hilera de cargueros aguardando su entrada a
puerto. Una escena propia para saborear unos mates mientras Laura tomaba su
consabido té.
Un Renault Clío
gris se estacionó justo en medio, como un gato que se instala delante del
televisor. Podría decir que bajó un matrimonio mayor, orillantes de las siete
décadas, pero por el carácter áspero perceptible prefiero definirlos, lisa y
llanamente, como viejos.
El hombre abrió
el baúl, sacó dos sillones plegables y una mesa de patas rebatibles sobre la
cual apoyó una caja metálica de color gris verdoso. Desplegó los sillones y con
ayuda de su esposa buscó un área pareja del terreno: las ondulaciones hacían
difícil la estabilidad de mesa y asientos.
Luego abrió una
puerta trasera del auto, se sentó con sus pálidas piernas delgadas hacia afuera
y se quitó prolijamente las zapatillas y las medias para calzarse un par de
ojotas. Llevaba puesto además un bermudas de tela de vaquero, un buzo sobre una
remera y una gorra con visera que parecía más un quepis militar.
De la caja rectangular
sacó un plato, cubiertos y un vaso metálico. Cortó algo adentro del recipiente
–queso o fiambre- y lo sirvió sobre el plato mientras la mujer buscaba
estabilidad para su sillón que amenazaba tumbarse con ella arriba.
La señora trajo
de auto un bolso matero decorado con el escudo de Racing Club. Sacó un termo,
un mate con su bombilla y un tarro yerbero, también decorado en blanco y
celeste y una bolsita con un cuarto kilo de pepas. En tanto, el hombre extrajo
del baúl del auto una botella de cerveza Palermo transpirada, la destapó con el cuchillo
y llenó el vaso haciendo caso omiso a las tribulaciones de la mujer y su silla.
No intercambiaron palabra o, por lo menos, nada audible. Sólo miraban al río.
La
señora colocó la bombilla en el mate y luego la yerba, toda una aberración para
mí. “¿¡Quién le enseñó a preparar el mate!? ¡Primero la yerba, luego un poco de
agua y después la bombilla! ¡Qué barbaridad!”, dije, comentando mi horror a
Laura. Y faltaba lo peor: un sobrecito de edulcorante que vació en el mate.
Para mí fue el
límite. Sentí que me quemaba el pecho y vi dos manchas verdosas se impregnaron
en mi remera.
Viejos de
porquería, mirá lo que me hicieron hacer: volcar mi mate. ¿Será posible?