En la Tardebuena de
ayer, mientras puertas adentro se preparaban muchas cenas y celebraciones a la
espera de la Navidad, una conversación se colaba desde la calle hacia adentro
de casa. “Te van a estar esperando”, “La
idea es que no me vean llegar”, “¿Te traigo algo de comer?” y cosas así se
decían las dos personas que conversaban junto a un Ford Focus con menos
kilómetros que los que hay desde Laponia hasta City Bell. El uno era un joven
padre de familia a quien la visera de su gorra no le alcanzaba a ocultar el
entusiasmo y la ansiedad por sorprender a sus hijos en la medianoche de la
Nochebuena. El otro era el mismísimo Papá Noel enfundado en su inconfundible
traje rojo y su barba algodonosa.
No sé si fue mayor la
curiosidad o las ganas de corroborar que era cierto lo que se veía a través de
la ventana de la cocina, pero en pocos minutos, cuando el de la gorra se
alejaba y Santa Claus ponía en marcha su vehículo que no era un trineo, salimos
a la calle.
María Laura le pidió permiso
para tomarle una foto –“para mi sobrinito”
mintió sin mentir- , y Noel se ofreció a grabarle un video ahí, en la vereda,
en clara señal de sentirse a gusto. Preguntó para quién era, recordó los
nombres de los sobrinos de Laura, y se despachó ante la cámara del teléfono celular
con su mensaje de paz y bondad, anunciando su visita para esa noche. Mientras
tanto, desde los autos llegaban bocinas de saludo y caras de curiosidad. Más de
un peatón se paró a la distancia con seguras ganas de acercarse y hacer algún
pedido de última hora.
Papá Noel es Cristian, 41 años, instructor de yoga,
meditación y otras artes orientales, actividades que realiza adhonorem en una
fundación. Se gana el pan en el comercio del rubro repuestos del automotor de
su padre en La Plata y ha llevado su conocimiento de la mente y el espíritu a
zonas de desastre como sismos y otras catástrofes. Habla entonces del último
terremoto en Ecuador, de la inundación de La Plata, del metro y medio de
cenizas que dejó la actividad de un volcán en la Patagonia.
Cristian/Papá Noel cuenta que la
actividad navideña la hace por su propia iniciativa, que recorre casas de
conocidos y desconocidos que lo llaman para sorprender a sus hijos, y que luego
va al centro de City Bell a repartir cariño y algunas chicherías que lleva en
su bolsa mágica: sobre el asiento del acompañante del auto hay una bolsa de
tela roja desde donde emana música navideña que lleva grabada en su teléfono.
Se levanta por un
momento su cutis de goma para acomodarse un poco los rasgos mirándose en la
ventanilla del auto y cuenta. “Fui a la
casa de un amigo a visitar a sus hijos chiquitos. Uno de ellos me trae
juguetes, porque además de conocerlo quería ayudar a Papá Noel. En ese momento
pasa un cartonero en un carro con tres criaturas. Entonces lo llamo y le doy a
los nenes los juguetes que me acababa de dar el hijo me mi amigo. Así que no
sólo ayudó a Papá Noel con regalos, sino que vio cómo le eran dados a chicos
con necesidad. Para mí es inolvidable”, dice y se le adivina humedad en sus
ojos por los orificios del látex facial.
Cristian saluda con un
apretón de manos y de sus guantes enormes y blancos saca un puñado de caramelos
para Laura y otro para mí. “Son sin
azúcar –aclara- para que todos puedan
comerlos”.
Entonces subió a su
trineo, cerró la puerta y bajó el vidrio de la ventanilla, puso primera a sus
renos y salió deslizándose suavemente, esquivando los baches y los lomos de
burro de la calle 12 y dobló por la 25 dejando a lo largo de la cuadra su ¡Jo jo joooooo! inconfundible, en su
misión de hacer realidad las fantasía y las ilusiones de tantos pibes y de ese
chico que habita aún en cada grande.
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