De repente me di cuenta:
cuánto hacía que no sentía ese sonido. Una suerte de música, un ritmo
acompasado que venía de la calle. Los cascos de un caballo que tiraba de un
carro, posiblemente de un cartonero, esos que antes llamábamos botelleros, poco
importa.
Cuando era chico era un sonido más del
barrio. El sodero pasaba en carro; cuando era más chico aún, el lechero también
lo hacía. Y sé que en otra época lo hizo el panadero y el verdulero y hasta el
carnicero. Los repartidores domésticos, casi todos se movían en un carro tirado por un
caballo. Eran animales cuidados, bien alimentados, dado que de ellos dependía
el poder salir a trabajar cada día a ganarse el sustento. Nadie pensaba en que
fuera un maltrato.
Lo cierto es que esta mañana vinieron a
mí el lechero Bonessi, el sodero Delgado, el viejito Masa, “Bondía-bondía” -como
llamábamos a ese italiano que pasaba al trote y saludaba desde el pescante de
su carro sin que supiéramos cómo se llamaba-. Todos estaban en los cascos de
ese caballo que pasó por frente a casa resonando por sobre los demás sonidos
del barrio.
Hoy los carros calzan neumáticos, lo que los
hace más silenciosos que los de entonces, sobre sus ruedas de madera y aros de
hierro. Pero bastó el aplauso de los cascos del caballo sobre el pavimento para
evocar aquellos otros sobre la calle de tierra.
Había olvidado esa música del barrio. Hoy volvió
por pocos segundos a mis oídos y durante todo el día resonó en mí.
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