miércoles, 25 de diciembre de 2019

Con Papá Noel en la vereda


En la Tardebuena de ayer, mientras puertas adentro se preparaban muchas cenas y celebraciones a la espera de la Navidad, una conversación se colaba desde la calle hacia adentro de casa. “Te van a estar esperando”, “La idea es que no me vean llegar”, “¿Te traigo algo de comer?” y cosas así se decían las dos personas que conversaban junto a un Ford Focus con menos kilómetros que los que hay desde Laponia hasta City Bell. El uno era un joven padre de familia a quien la visera de su gorra no le alcanzaba a ocultar el entusiasmo y la ansiedad por sorprender a sus hijos en la medianoche de la Nochebuena. El otro era el mismísimo Papá Noel enfundado en su inconfundible traje rojo y su barba algodonosa.


No sé si fue mayor la curiosidad o las ganas de corroborar que era cierto lo que se veía a través de la ventana de la cocina, pero en pocos minutos, cuando el de la gorra se alejaba y Santa Claus ponía en marcha su vehículo que no era un trineo, salimos a la calle.

María Laura le pidió permiso para tomarle una foto –“para mi sobrinito” mintió sin mentir- , y Noel se ofreció a grabarle un video ahí, en la vereda, en clara señal de sentirse a gusto. Preguntó para quién era, recordó los nombres de los sobrinos de Laura, y se despachó ante la cámara del teléfono celular con su mensaje de paz y bondad, anunciando su visita para esa noche. Mientras tanto, desde los autos llegaban bocinas de saludo y caras de curiosidad. Más de un peatón se paró a la distancia con seguras ganas de acercarse y hacer algún pedido de última hora.

Papá Noel es Cristian, 41 años, instructor de yoga, meditación y otras artes orientales, actividades que realiza adhonorem en una fundación. Se gana el pan en el comercio del rubro repuestos del automotor de su padre en La Plata y ha llevado su conocimiento de la mente y el espíritu a zonas de desastre como sismos y otras catástrofes. Habla entonces del último terremoto en Ecuador, de la inundación de La Plata, del metro y medio de cenizas que dejó la actividad de un volcán en la Patagonia.

Cristian/Papá Noel cuenta que la actividad navideña la hace por su propia iniciativa, que recorre casas de conocidos y desconocidos que lo llaman para sorprender a sus hijos, y que luego va al centro de City Bell a repartir cariño y algunas chicherías que lleva en su bolsa mágica: sobre el asiento del acompañante del auto hay una bolsa de tela roja desde donde emana música navideña que lleva grabada en su teléfono.

Se levanta por un momento su cutis de goma para acomodarse un poco los rasgos mirándose en la ventanilla del auto y cuenta. “Fui a la casa de un amigo a visitar a sus hijos chiquitos. Uno de ellos me trae juguetes, porque además de conocerlo quería ayudar a Papá Noel. En ese momento pasa un cartonero en un carro con tres criaturas. Entonces lo llamo y le doy a los nenes los juguetes que me acababa de dar el hijo me mi amigo. Así que no sólo ayudó a Papá Noel con regalos, sino que vio cómo le eran dados a chicos con necesidad. Para mí es inolvidable”, dice y se le adivina humedad en sus ojos por los orificios del látex facial.

Cristian saluda con un apretón de manos y de sus guantes enormes y blancos saca un puñado de caramelos para Laura y otro para mí. “Son sin azúcar –aclara- para que todos puedan comerlos”.

Entonces subió a su trineo, cerró la puerta y bajó el vidrio de la ventanilla, puso primera a sus renos y salió deslizándose suavemente, esquivando los baches y los lomos de burro de la calle 12 y dobló por la 25 dejando a lo largo de la cuadra su ¡Jo jo joooooo! inconfundible, en su misión de hacer realidad las fantasía y las ilusiones de tantos pibes y de ese chico que habita aún en cada grande.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Cascos en la calle




                De repente me di cuenta: cuánto hacía que no sentía ese sonido. Una suerte de música, un ritmo acompasado que venía de la calle. Los cascos de un caballo que tiraba de un carro, posiblemente de un cartonero, esos que antes llamábamos botelleros, poco importa.

         Cuando era chico era un sonido más del barrio. El sodero pasaba en carro; cuando era más chico aún, el lechero también lo hacía. Y sé que en otra época lo hizo el panadero y el verdulero y hasta el carnicero. Los repartidores domésticos,  casi todos se movían en un carro tirado por un caballo. Eran animales cuidados, bien alimentados, dado que de ellos dependía el poder salir a trabajar cada día a ganarse el sustento. Nadie pensaba en que fuera un maltrato.

         Lo cierto es que esta mañana vinieron a mí el lechero Bonessi, el sodero Delgado, el viejito Masa, “Bondía-bondía” -como llamábamos a ese italiano que pasaba al trote y saludaba desde el pescante de su carro sin que supiéramos cómo se llamaba-. Todos estaban en los cascos de ese caballo que pasó por frente a casa resonando por sobre los demás sonidos del barrio.

Hoy los carros calzan neumáticos, lo que los hace más silenciosos que los de entonces, sobre sus ruedas de madera y aros de hierro. Pero bastó el aplauso de los cascos del caballo sobre el pavimento para evocar aquellos otros sobre la calle de tierra.

Había olvidado esa música del barrio. Hoy volvió por pocos segundos a mis oídos y durante todo el día resonó en mí.

lunes, 21 de octubre de 2019

Denisse y Daniel

Denisse trabaja en la casa de Daniel. Va dos veces por semana, de común acuerdo, a ganarse el pan dignamente, no más de tres horas por vez, aunque a veces trabaja dos y se lleva el importe por tres. Más el costo del pasaje. El papá de Denisse, además, algunos fines de semana corta el pasto en lo de Daniel.

Denisse, su mamá y alguna de sus hermanas trabajan también en una cooperativa que atiende un comedor barrial y por esa tarea cobran planes sociales que maneja un puntero. Hacen su tarea con seriedad y responsabilidad.


Pero a cambio, lo que no figura en el estatuto de la cooperativa ni en la ley que dispone el otorgamiento de los planes sociales, es que ellas deben concurrir a las marchas que el coordinador les indica. Al subir y bajar del micro que las lleva y las trae, les toman asistencia. Si no están, no hay plan social ni tampoco el plus en pesos con que las tientan por la concurrencia.


Daniel es empleado en una empresa en Buenos Aires y la mayoría de los días tiene complicaciones para llegar a su trabajo o para volver de él: las marchas y los piquetes de protesta y reclamo son la causa de sus retrasos y desvelos. Denisse suele ser partícipe de esas manifestaciones.


Más aún, los días en que debe ir a una de esas marchas le avisa a la esposa de Daniel que no irá a trabajar porque tiene que ir a cortar una calle para reclamar trabajo.


Daniel no quiere agrandar la grieta. Por el contrario, hace todo lo posible por achicarla, al menos por donde él se mueve. Pero algo, además de la grieta, no le cierra. Hay algo mal que no está bien en este asunto y Daniel no avizora dónde está la solución.

martes, 3 de septiembre de 2019

La caída

Miércoles - 11:48:16 horas.
Termino de sembrar unas semillas en almácigos sobre la mesada de la parrilla. Giro hacia la derecha, tropiezo con un ladrillo, empiezo a caer. Uy, mi cadera operada. El médico me había dicho que evitara golpeármela, que me cuidada de las caídas. No, no es la operada, esa es la izquierda y estoy cayendo hacia la derecha. Sí, me estoy cayendo. ¿Cuánto tiempo hace que no me caigo? Un montón. Pero ahora me estoy cayendo y por suerte no es del lado donde tengo la prótesis, no. ¿Cuánto hace que estoy cayendo? No termino más.

Siento que la rodilla choca contra algo semiduro y me salpico hasta la cara. Sigo cayendo, apoyo mi mano derecha en el ángulo entre la vereda y la pared, que como está revocada con salpicré, me raspa un poco. Me golpeo fuerte el lateral de la mano y la muñeca, que queda bastante retorcida. Me la quebré. Seguro que me la quebré. No termino más de caerme.
Estoy en el suelo, entre la parrilla, la cisterna y la pared con salpicré. Con la otra mano busco apoyo y me levanto. La rodilla me duele un poco y la mano, más. ¿La podré mover? A ver… sí, la muevo. Los dedos, la muñeca, parece que está todo bien. Me toco la cadera izquierda, la operada, no me duele, no me la golpeé. La otra, tampoco. Igual me voy a poner hielo en la mano, la muñeca y la rodilla. Y me tengo que cambiar. Estoy mojado y embarrado. Mejor me baño. ¿Sangre? No, sangre no me veo.
Busco con qué me tropecé. Con un ladrillo que debía estar enterrado, como si fuera una baldosa y se ve que estaba medio levantado. Al lado del ladrillo díscolo está el tacho de aluminio donde les ponemos agua a los gatos. Bueno, lo que quedó de él, en realidad. Tiene el borde hundido, abollado con la forma exacta de mi rodilla. Igual creo que todavía sirve.
Ya estoy parado, me miro la mano, me toco la rodilla. Pienso en mi cadera. Es una suerte que caí del otro lado. Uf, por fin; una eternidad cayendo. Miro la hora.
11:48:18 horas.

viernes, 28 de junio de 2019

Mi Día Nacional

En un ataque de procrastinación (acción o hábito de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes o agradables) ayer a la tarde dejé de hacer lo que debía hacer y decidí limpiar el tiraje de la salamandra. Del lado de adentro es un tubo de fundición de 1 metro de altura por 10 centímetros de espesor, con un codo de igual material que va calzado arriba. Lo limpio desde su boca externa, siempre igual, desde hace unos 25 años.
Lo cierto es que ayer se salieron caño y codo, se cayeron sobre una silla de algarrobo (se quebró una tabla del asiento) y del caño se rompieron dos pedazos de unos diez centímetros de largo uno de ellos, un poco más chico el otro.
Un poco de sellador, tijera, chapa y alambre para reparar la chimenea; madera y cola para la silla.
Después, a guardar lo usado para las reparaciones. Maniobrando en esos menesteres, engancho un balde que estaba sobre la mesada del lavadero y que yo no sabía que toda la lluvia de los últimos días estaba ahí adentro. Sí, señor: terminó en mi pantalón, mis medias, mis zapatillas...,
Horas después, previo a la merecida ducha, paso por el inodoro (¿para qué explicar?). Al sentarme se rajó la tabla y terminé con un pellizcón en el pómulo póstero.
Abro el celular, entro en Facebook y ahí entendí todo: ayer, 27 de junio, fue el Día Nacional del Boludo. Gracias.

lunes, 1 de abril de 2019

Mateando en el bar


Había pautado una entrevista para las tres de la tarde, en lugar histórico frente al río. Conocía a mi entrevistado de antemano y decidí llevarle de regalo una planta de yerba mate.
Hizo calor ayer. Él estaba terminando con una fajina doméstica –limpieza y orden-; me saludó, me invitó a pasar, a usar sus equipos de radio. Le recordé que habíamos coordinado de charlar los tres: él, mi grabador y yo. Me dijo que en un ratito, con unos mates de compañía.
Lo dejé hacer, recorrí el lugar, tomé fotografías, me metí en el tema doloroso del de habríamos de conversar. Cerca de las cuatro llegó un remís. Mi futuro reporteado guardó un llavero en su mochila, me extendió la mano y me dijo: “Disfrutá de la visita, hermano”. Y lo vi alejarse a bordo del remís.
Un bar para tomar mate.
Para premiar mi fracaso decidí ir a conocer Matea, el bar matero que hay en el centro de La Plata. Dese hace tiempo me viene haciendo cosquillas la neurona de la curiosidad en torno a este tema del mate en un bar. Me gustó el ambiente al entrar pese a no haber clientes. La empleada tenía un hablar más del Orinoco que del Paraná –luego me confirmaría que es venezolana-, pero más que suficiente para explicarme el funcionamiento del lugar. De los cuatro tipos de yerba orgánica y de secado natural que ofrecen (Takuapy, Tupá, Guasú y Yací)  opté por el tercero, de sabor ahumado. Exquisito.
El servicio consiste en un mate de vidrio con las tres cuartas partes de la yerba elegida más un termo de medio litro y una bombilla de aluminio. Además, una pequeña jarrita con agua tibia para humedecer la yerba. En la carta, además de la oferta gastronómica, explican cómo preparar el mate, cómo cebarlo y  hay referencias a las bondades de la yerba mate. Claro y preciso.
Consumí mi agua, compré yerba de marcas que andaba buscando para probarlas y me volví a casa contento. La entrevista había sido un éxito.


lunes, 4 de febrero de 2019

El autor de "San Lorenzo"

Quien más, quien menos, todos alguna vez hemos cantado la marcha San Lorenzo, cuya letra cumple ciento diez años. Y dado que ayer se cumplieron 206 años del histórico combate, me pareció oportuno rescatar este material de archivo.
Unos ocho años atrás Carlos Javier Benielli –vecino de la localidad de San Martín, curiosamente- nos contaba que su padre –de quien heredó el nombre-, escribió en 1907 la letra de la popular marcha.
Entrevista. Carlos Benielli (h) con este cronista.
Benielli padre era una persona reservada, al punto que nunca le habló a sus hijos de su creación. Luego de su fallecimiento, su viuda les contó algunas cosas.
Benielli hijo transitó cincuenta años de carrera docente, veinte de ellos de asistencia perfecta, y ocupó sus últimos años en mantener vivo el recuerdo de su padre y la vigencia de la marcha que inmortalizara el bautismo de fuego en suelo patrio del general José de San Martín y su regimiento de Granaderos a Caballo.
La música de San Lorenzo fue compuesta en 1901 por Cayetano Silva, un uruguayo residente en la ciudad santafesina de Venado Tuerto. El letrista nunca estuvo allí, pero conocía a Silva por haber sido ambos docentes en una escuela en Buenos Aires.
Benielli fue también autor de la marcha Curupaytí, aunque nunca la registró como propia. A su legado se suma, además, una marcha dedicada a la Bandera Nacional, otra a San Martín, y otras composiciones incorporadas al cancionero escolar.
Autor. Carlos Benielli escribió la letra
de la marcha "San Lorenzo".
Cayetano Silva en persona estrena su obra en Santa Fe en ocasión de la inauguración del monumento al general San Martín, acto encabezado por el presidente Julio Roca y el Ministro de Guerra, general Pablo Riccheri. A Riccheri le presentaron la partitura, y como él no entendía de música, citó a cuatro bandas de distintas guarniciones para que la ejecutaran. Y le gustó tanto que enseguida la declaró marcha oficial del Ejército Argentino.
San Lorenzo fue muy pronto incorporada al cancionero escolar oficial, lo que le valió el salvoconducto para que se hiciera popular y se instalara para siempre en el corazón de los argentinos.
Se la ejecuta cuando el Comandante en Jefe pasa revista a las tropas y cuando va llegando el presidente a algún lugar (aunque a veces se toca Ituzaingó). En Inglaterra es ejecutada a diario durante el cambio de guardia en el palacio de Buckingham; y cuando los alemanes ingresaron a Francia en la segunda Guerra Mundial, lo hicieron al compás de la marcha San Lorenzo; y los aliados la festejaron luego el triunfo con la marcha.
Sin embargo, la letra que se canta hoy no es la original en su integridad. Uno de sus párrafos decía: Y nuestros granaderos aliados de la gloria, atacan al hispano con furia de aquilón, y fue eliminado por considerarlo ofensivo para los españoles.
En 2007, al cumplirse los cien años de la composición de San Lorenzo, los restos de Carlos Benielli fueron trasladados al convento San Carlos, junto al cual se librara el memorable combate que describe la marcha. Allí descansan además, las cenizas del sargento Cabral y las de los granaderos caídos en el enfrentamiento del 3 de febrero de 1813.
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17 ago 17
Entrevista original: abril de 2008, para El Correo Solidario, periódico de la Asociación Mutual de Protección Familiar. Fotografías: Claudio Gutiérrez.

lunes, 7 de enero de 2019

Noche maravillosa

Ufff... medio viejita, pero siempre eterna esta crónica. Viene al caso, por el calendario y es una de las que más quiero. La dejo en los zapatos de cada uno de ustedes.



Noche maravillosa
Qué noche maravillosa la del 5 de enero, la noche de Reyes. La noche de los zapatos, el pastito recién cortado y el agua para los camellos. Noche de magia e ilusión aún para tantos adultos que, en lo más profundo del sentimiento, esperamos a los Reyes no por el regalito, no por lo que dice la Biblia. Sino porque tal vez se trate del último vestigio de la inocencia que tuvimos cuando éramos chicos. Dios nos la conserve, seamos o no creyentes. Un sentimiento extraño e indefinido nos hace pensar que se trata de una noche particular en que la soledad, lejos de pesar en el alma, trae la paz enriquecedora que el jolgorio y la pirotecnia del 31 de diciembre nos han rasgado de arriba abajo como una camisa gastada se abre por la espalda.

Pesebres de fantasía
Quien más quien menos, todos hemos alguna vez armado un pesebre y puesto en él toda nuestra dedicación, nuestra seriedad, nuestra imaginación. En algunos casos la estufa hogar inactiva durante el verano era el lugar ideal. Es que le daba a la cosa un clima especial, de gruta y de calidez a la vez, de lugar de encuentro familiar. Además, en otro sitio, ¿de dónde colgar la estrella indicadora de lugar del Nacimiento? Tanto esmero en recortar prolijamente el cartón y forrarlo con el papel de los alfajores merecía su sitio de privilegio; casi tanto como el mismísimo niño Dios. Y para eso estaba la chimenea.

Las montañas eran bollos de diarios viejos cubiertos con papel madera pinceleado con litros de témpera verde y coronado con nevadas de lana de vidrio, esa fibra blanca y filosa que sólo papá o mamá podían manipular. Con el transcurrir de los años el cronista se comenzó a interrogar si en la Palestina de dos mil años atrás solía nevar como en nuestros queridos pesebres. Un poco de arena y trozos de espejos daban vida a magníficos lagos y lagunas que no condicen con la aridez de la región, pero que estaban habitados por toda clase de fauna, en las variedades más diversas. Desde estatuillas de yeso adquiridas exprofeso con el fin de animar el pesebre, hasta los animalitos ganados en el sobre del Topolín o manoteados en complicidad familiar de la caja del Juego de la Oca.

Noel y Noé
A decir verdad, había veces que los pasajes bíblicos parecían confundirse. La insólita y variada fauna reunida era más digna del arca de Noé que del portal de Belén. Nuestra confusión histórica hasta nos hacía construir carabelas con plastilina y cáscaras de mitades de nueces para que navegaran en las quietas aguas artificiales de aquel paisaje de fantasía. Fue un milagro que San Martín sobre su blanco caballo no emergiera de entre los cerros de papel y los bosques recreados con ramitas de los aromos de la vereda, porque de lo contrario habría parecido más un tango de Discépolo que un pesebre familiar.

Claro que todo ello pasaba muchas veces desapercibido ante otro detalle más que evidente: nuestro niño Dios era tan grande frente al resto de los personajes tan pequeños, que sus brazos abiertos desde el catre de tronquitos eran suficiente para abrazar a José y María juntos. Y junto a todo ello, los pares de zapatos recién lustrados, a la espera de recibir su corona de paquetes y regalos. Quién te ha visto y quién te vé, lustrando zapatos hasta la suela en algún momento del día, no vaya a ser cosa que los tipos del camello siguieran de largo asustados por la tierra que tenían y el olor a pata... Descubierta con el tiempo la verdad de la historia, jamás el cronista volvió a lustrar su calzado con la misma dedicación. Una cepilladita y basta...

Además del pesebre estaba la cuestión de los camellos, esos caballos con jorobas que llevaban a los tres Reyes Magos y que tenían mayor prensa que el trineo de Papá Noel. Éstos, durante la noche misteriosa, comían y bebían el pasto y el agua que les dejábamos hacia el atardecer de la víspera y que antes de despertarnos nuestros padres revoleaban por encima de la ligustrina del baldío colindante. ¿Quién podía discutirle a aquél chiquilín que había escuchado los pasos de los cuadrúpedos junto a la ventana del dormitorio? Por otra parte, eran noches de vigilia en la cama hasta que el sueño y el cansancio podían más que la ansiedad y ese corazoncito agitado caía en el más profundo de los sopores.

Entre nubes y cohetes
Las noches previas a la de Reyes otear el cielo en dirección a la luna era todo una experiencia. Porque ellos venían de allí, creía uno, y con seguridad ya se estarían preparando para el largo viaje o, más aún, estarían en plena marcha descendente. Las manchas selenitas eran a menudo tres figuras humanas llenando de paquetes una gran bolsa. Otras veces eran tres jinetes portando alforjas repletas de regalos.

En el barrio formábamos una barra numerosa y a la siesta -hora vedada para la pileta porque con el batifondo que hacíamos nadie dormiría en el vecindario-, solíamos discutir ese tema visceral. ¿Cómo bajarían los tres Reyes y sus camellos desde la luna? La Apolo XI todavía no había aparecido en diarios y noticieros, así que era una posibilidad inimaginable. La única opción que constituyera el eslabón perdido de la cadena eran las nubes, y el desafío era por las noches descubrir con la imaginación los cirrus que conformarían esa especie de autopista celestial que uniera la tierra con el cielo.

Como podrá advertirse, la fiesta de Reyes tiene más fuerza para este escriba que la de Navidad. Dicho de otro modo y para ser más claros, la figura de los magos de oriente le despierta más afectos que la de Papá Noel, Santa Claus o Nicolás, más allá de cualquier significado religioso y espiritual. Quizás porque el gordito nórdico es símbolo universal y comercial de las fiestas de fin de año y uno cada vez se desapega más de las imposiciones de la publicidad.
El cronista no sabe por qué, pero la de hoy, la de los Reyes Magos, es una fiesta que puede más que su escepticismo propio de adultos, y aunque sabe que llegará el día en que tenga que revelarle la verdad a su hijo, la vive con alegría y expectativa. Alguna vez le tocó pasarla de vacaciones, junto a un lago patagónico, durmiendo a la luz de la luna y de las estrellas junto a sus amigos de entonces. No estaba en el vasto cielo cordillerano de Quila Quina aquella estrella milagrosa de Belén. Pero la claridad de la noche y el lago sereno y casi espejado daban ese clima especial de leyendas y misterios.

Enero, 1996.
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