lunes, 27 de agosto de 2018

Encuentro con los locos de la azotea

    Cualquier persona de "cierta" edad, o cualquiera que tenga cierto flirteo con la radio (hay muchos más de los que uno pueda creer), tiene una cierta idea de lo que es una radio de galena. Se trata del primer modelo fabricado de receptor de radio, que funcionaba sin electricidad ("sin cable, sin pilas", decía una vieja publicidad de Magiclick) y con un trocito de piedra para lograr la sintonía. Esa piedrita es la "galena", una aleación de plomo y azufre o, como indican los libros de química, sulfuro de plomo.


Lo cierto es que la sala de transmisión del Radio Club City Bell se revolucionó aquel sábado septembrino en la tardecita, cuando LU9DGD llegó portando debajo del brazo uno de esos antiguos receptores de la década del '20.

Los "locos de la azotea"

    Vale decir que el 27 de agosto de 1920, cuando desde la terraza del teatro Coliseo de Buenos Aires se hizo la primera transmisión de la historia de la radio (la primera con continuidad, corresponde aclarar) había en la ciudad una treintena de esos aparatos de muy sencilla confección. Entre ellos estaba el de la familia del futuro actor y locutor Juan Carlos Thorry, que escuchó la ópera Parsifal, de Richard Wagner, mientras se la representaba en la sala del Coliseo. A los autores de la proeza radial se los llamó "los Locos de la azotea" y eran Enrique Telémaco Susini, Miguel Mugica, César Guerrico y Luis Romero Carranza.


Locos unidos
    Los radioaficionados no son los que escuchan radio, precisamente, sino quienes se dedican a comunicarse a través de transmisores y receptores, con una especial inclinación por la técnica radioeléctrica, y con ese fin se nuclean en un radioclub. Cada uno tiene una señal distintiva, que en la mayoría de los casos comienza con las letras "LU" para los argentinos, aunque no son pocos los que llevan las siglas "LW". Hay quien afirma que lo de "LU" viene por "Locos Unidos", pero eso es puro cuento.

    Quedamos, entonces, en que el sábado despertó curiosidad el aparatejo llevado por LU9DGD. El primero en demostrar su entusiasmo fue LW9DBU, experto en coleccionar y hacer funcionar cualquier cosa que sirva para hablar o escuchar, mejor aún si es antigua.

    LU1EOT no le sacaba un ojo de encima al engendro, pero el otro lo tenía enfocado hacia el ventanal que da a la calle 10: estaba más preocupado por la caída del satélite de la NASA y cuya ruta era desconocida por los propios científicos espaciales. Ni siquiera LU9DAP, que suele conectarse a través de su equipo de radio con la Estación Espacial Internacional, tenía idea de adónde iba a caer la chatarra del tamaño y peso de un ómnibus en hora pico.
La radio de galena.


    Por su parte LW1DTY, desde su posición de presidente de la entidad y cebador de mate, parecía bastante escéptico respecto de las posibilidades de que la antigüedad volviera a emitir algún sonido. A él déjenlo subiendo videos de música romántica en el Facebook.

    LU9DGD relató cómo había conseguido el receptor a través de Internet y que lo único que le faltaba era, precisamente, la galena. Pero que gracias a una compañera de trabajo que estudió astrología, que tira las cartas y "anda en esas cuestiones de las piedras energéticas, las esencias y demás", encontró cerca de su trabajo un comercio donde le vendieron dos cascotitos por veinte mangos en total. Contó también la cara que le puso la vendedora cuando él le explicó que quería las piedras para hacer funcionar una radio. Habrá pensado que era una nueva forma de brujería, o que el cliente era demasiado devoto de san Expedito. 

    Luego de varias pruebas pudo comprobarse que los auriculares no funcionaban. No son audífonos cualesquiera, como los que se usan para escuchar hoy en día. Tienen alta impedancia y no es fácil conseguirlos. Y si tenemos en cuenta que éstos han de tener alrededor de 90 años, su mutismo no podía sorprender a nadie.

    LW9DBU salió disparado y regresó en pocos minutos con unos auriculares y un diodo de germanio, indispensable para reemplazar a la galena en caso de que ésta no sirviera. No por nada LU9DAP había opinado que la roca tenia demasiada mica, lo cual atentaba contra su capacidad conductiva.


Una voz en el audífono
    Cayó también LW1DZT y no podía creer lo que estaba ante sus ojos. Sin embargo, sabedores de su gusto por los desafíos, sospechamos que esa reliquia era poca cosa para él: apenas una bobina, unos auriculares, unos pocos cables y un cachito de piedra. Nada de transistores, capacitores, resistencias, integrados, chips y circuitos impresos, de esos que lo desvelan como a él le gusta.


    Las piedras conseguidas por LU9DGD eran, por su tamaño, ideales para tirar con la gomera, pero un poco grandes para hacer sintonía con la radio. Fue así que, pinza en mano, se dedicó a trozarlas hasta obtener una a su gusto, y millones de partículas más se desparramaron sobre la mesa como si se hubiera roto un sobre de brillantina.

    LW9DBU seguía manipulando con el téster y un cablecito (conocido como "bigote de gato") sobre un resto de galena. LU9DGD se puso los auriculares y, de repente, acordes de música clásica se oyeron desde lo más profundo de los auriculares. La noticia no podía ser mejor: justamente LU9DAP, que además de radioaficionado es médico, acababa de comentar que no consigue una emisora que difunda música clásica para escuchar en la sala de espera de su consultorio. Ni él ni sus pacientes son muy amantes de la cumbia villera y los Wachiturros, que es lo que prolifera en el dial radiofónico. De todo modos comprendió que una radio de galena no era lo mejor para sus necesidades, aunque pareció verse en sus ojos claros un viso de esperanza.

    "Ha de ser el espíritu de la pitonisa" arriesgó, aludiendo a la compañera de trabajo que orientó en la compra de las piedras, o tal vez a la mujer que las vendió. Pero los espíritus y las pitonisas no tocan música, y mucho menos la de Mozart o Beethoven.


Ayer es hoy
    LW9DBU saltaba de alegría. LU1EOT se olvidó del satélite y se calzó los auriculares y a LU9DGD se le piantó una lágrima de emoción. LW1DZT y LW1DTY se sumaron al trascendental momento y se lo comentaron por teléfono a LU8EBX que había llamado en ese momento. LU8EBX es uno de los fundadores del Radio Club City Bell y es casi tan antiguo como la radio de galena.


    Ya casi era hora de irse. A muchos les quedó la sensación de que ese sábado no habían contactado con ningún colega "LU" ni mucho menos habían hecho un DX (comunicaciones con estaciones muy distantes). Pero tenían la casi convicción de que esos acordes captados con la galena estaban ahí encerrados desde hacía mucho tiempo. Nadie se animó a afirmarlo, pero olían rancio y parecían llevar la impronta de Wagner

martes, 21 de agosto de 2018

Réquiem


El pueblo te nombra, Héctor. Te llora. Por citybellino, por pincharrata, por Del Tufo, pero por sobre todo por buen tipo. Si no robar ni matar alcanza para serlo, tenés méritos de sobra. Fuiste una especie de ave Fénix. Perdiste tu verdulería y anexos. ¿A quién le importa el por qué? Lo que vale es que te reinventaste, que empezaste a resurgir de la nada. Habrás tenido quién te ayude, seguro. Y teconvertiste en el "muchacho" (a nuestra edad es un orgullo que nos consideren así) del cloro, el carbón y la leña; el de la bicicleta de reparto.


Y seguiste siendo "Huevo". Me preguntaron por qué el apodo. Muchos recordamos al pibe de cabeza ovalada y cabello casi amarillo. 


No me perdono no tener una foto tuya en mi archivo. Pero la que encontré es de 1939, cuando tu papá estaba en el primer grado de la escuela 12. ¡Y se parece tanto al "Huevo" de treinta años después! Por eso la publico acá. Además, porque al saber que partiste mi pensamiento fue de inmediato para tus Viejos: Oreste y Renata. Ellos y tus hijos no han de encontrar consuelo.
Tal vez prefieran imaginarse que saliste montando tu bicicleta, y te fuiste de reparto. Andá despacio, Héctor. Cuidate mucho.

9 may 18

jueves, 9 de agosto de 2018

El conde apeteciente


Cuando era chica María Laura era bajita y muy delgada, dos envidiables ventajas para escapar del aula apenas sonaba la campana del recreo y llegar primera al kiosco de la escuela a comprar los sándwiches de salame y queso para ella y sus compañeras del colegio María Auxiliadora.

El emparedado, sándwich, sánguche, sanguchito o más lunfardamente “sambuche” o “chegusán”, resulta un buen aliado a la hora de comer algo rápido y no perder mucho tiempo. ¿Quién no ha disfrutado de uno, ya sea sentado en el cordón de la vereda o de pie en medio de un refinado lunch?

El diccionario de la Real Academia Española dice textualmente: Sándwich:
(Del ingl. sandwich, y éste de J. Montagu, 1718-1792, cuarto conde de Sandwich,).
  1. m. Emparedado hecho con dos rebanadas de pan de molde entre las que se coloca jamón, queso, embutido, vegetales u otros alimentos.

Cuna inglesa
La primera observación al respecto es que desde hace algunos años se ha aceptado en nuestra lengua la palabras “sándwich”, tan inglesa ella, incorporando la más sajona aún “w” y con tilde en la “a” en tanto y en cuanto es una palabra grave que no termina ni en “n” ni en “s” ni en vocal. El “sándwich”, entonces, reemplazó al hispánico “emparedado”, nunca aceptado en nuestras pampas australes.

La segunda curiosidad radica en que resulta homónimo de nuestras islas Sándwich del Sur, que homenajean al mismo conde, Primer Lord del Almirantazgo Británico, y de las nórdicas "Islas Sándwich", ahora conocidas como Hawaii.

La más antigua referencia del vocablo “sándwich” como un alimento aparece documentada en el diario de un erudito historiador inglés llamado Edward Gibbons en 1762, quien se asombró al observar a dos nobles acaudalados en una cafetería, comiendo carne fría en sándwiches y que finalizaron su charla bebiendo y hablando de política.

Elizabeth David, comenta en su libro English Bread and Yeast Cookery que mientras los franceses e italianos conservaron la costumbre del emparedado de pan tipo rústico, los ingleses adaptaron rápidamente el pan de molde rebanado.

Si bien la costumbre y la leyenda le atribuyen la invención del sándwich a John Montagu, IV conde de Sandwich, no habría sido él su inventor. Más bien, un sirviente suyo habría encontrado en esta preparación la solución al vicio lúdico de su amo, quien podría saciar su apetito comiendo “informalmente” mientras se abocaba a largas partidas de naipes.


El 24 de noviembre de 1762, dicen, el conde estuvo veinticuatro horas seguidas ante una mesa de juego, cosa que no le quitaba ni el sueño ni el hambre, por lo que pidió a gritos rebanadas de carne servidas de tal modo que no hubiera de sentarse a la mesa ni ensuciarse las manos. Ahí apareció el pan como económico salvador y, con él, el sándwich, según se lo llamó más tarde.


Sin embargo, en Aquisgrán defienden que el sándwich se inventó allí, con lo cual ya no sería inglés sino alemán. Es que la partida de cartas en cuestión se habría desarrollado durante la participación del conde de Montagu en las negociaciones de la Paz de Aquisgrán, representando a la emperatriz María Teresa.

            Cuesta entender cómo del atildado conde inglés y sus refinados tentempiés llegamos a nuestros criollazos “sánguches” de milanesa y los choripanes, sin menoscabo de una de las mejores variedades: pan francés, salamín picado grueso o longaniza, queso y manteca. Nada de mayonesa.

Durante el siglo XX, fueron desarrollados ciertos tipos de sándwiches dulces, como las galletitas rellenas con crema desarrolladas inicialmente por la empresa estadounidense Nabisco, y los helados sándwich consistentes en un par de obleas que encierran una porción de helado. Sobre las primeras, a nadie se le ocurriría por estas pampas llamar sándwiches a ningún tipo de galletitas por más relleno que tengan, ni a sus parientes argentinísimos los alfajores. En cuanto a los otros... cuántas mangas pegoteadas por el hilito de helado derretido escapando de entre sus dos capas de oblea o barquillo...

En Argentina y Uruguay existen diferentes variedades sándwiches o, mejor, los mismos emparedados con diferente nombre. Tanto, que nuestro tan criollo “lomito” (que difícilmente contenga lomo, a penas si un cuadril o paleta amansado a golpes) en Uruguay es conocido como “chivito”. Más aún, el “sanguchito” que acá comemos a las apuradas, del otro lado del Plata es un “refuerzo”.
No escapa a nuestra observación el hecho de que cada día es más común y popular el antes refinado y exclusivo sándwich de miga. Tanto, que no son pocos los kioscos que los ofrecen empaquetados y refrigerados. Y del tradicional triple de jamón y queso hemos pasado hoy a una variedad de rellenos que casi no tiene límites. Y si esa clase de emparedado es variada en su relleno, ¿por qué no va a haberla en los sándwiches caseros?

Nos sorprendió una vez un querido amigo comentando que acostumbra a comer sándwiches de ajo con aceite de oliva. No falta quien se planta frente a la heladera abierta con un pan abierto al medio, a ver qué sobró del día anterior para rellenar su sánguche. No importa si es carne, verdura o guiso.

Un choripán comido al pie de la parrilla es tan tentador como eran los emparedados de salame del kiosco del colegio Estrada de City Bell en la década del ’70. El choripán o el sándwich de vacío comido a la vera de la ruta, es más rico que el que hacemos en casa.

Si bien nuestra preferencia es siempre pan francés con o sin corteza, podemos sucumbir fácilmente a la tentación de los pebetes que elabora la panadería San Martín, en la calle 13 frente al tanque de agua. Imperdibles, sin importar qué relleno le ponemos dentro.

Algún anochecer, luego de una sumatoria de horas de viaje y largos kilómetros recorridos, arribamos a cierta localidad cordobesa cuyo nombre quedó en los lejanos recovecos de la memoria. La hora y el cansancio imponían unos sándwiches a modo de cena, y por eso nada mejor que el local que anunciaba los mejores “monstruos” de la zona como especialidad de la casa. Después de todo, estábamos en la cuna de los “Carlitos”.

Los cinco hambrientos comensales hicimos nuestro pedido que, a nadie sorprendería, incluía tomate y lechuga entre los ingredientes. Luego de una larga espera, alguien entra portando una bolsita con tres tomates y una planta de lechuga, evidentemente destinados a nuestra cena. Entonces, el mozo interroga si deseábamos manteca o mayonesa. Y ello implicó otra larga espera, hasta que la misma persona, que acababa de salir, regresa con un saché de Hellmans. Y entonces sí, llegaron los sándwiches que demoraron más que un costillar al asador.

Y ya que de viajes se trata, eran una leyenda en sí misma los emparedados del parador de la estación de servicio Caballito Blanco, en la Ruta Nacional 3, a la altura de Las Flores. Cada pieza era de pan tipo felipe descortezado, con generosas fetas de queso y de jamón cortadas con cuchilla. Similares eran los del restorán María Cristina, en Punta Lara. Ni se preguntaba si era con mayonesa: la manteca iba de oficio, como corresponde.

A dos siglos y medio de la hambruna del conde y su pasión por el escolaso, el sándwich ha multiplicado su vigencia. Se cuenta que en aquella histórica partida de naipes al conde no le fue muy bien. Pero como acababa de descubrir una nueva manera de alimentarse, parece que aquella circunstancia no lo afectó demasiado. Bien dice el refrán que a barriga llena, corazón contento.

Prodigiosa, ecológica e inmortal


“Sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch”. Más o menos así sonaban las mañanas y las siestas de City Bell de hace cuarenta años, cuando muchos vecinos cortaban el césped con una maravilla de la técnica: la cortadora de pasto “Cidand” tracción a sangre o, como se decía, “manual”.


            Nada de gimnasio ni de aparatos mágicos para sacar bíceps y gemelos, fortalecer dorsales y redondear glúteos. Dos horitas en pantalones cortos dándole a la Cidand, y que me vengan a hablar del fitness y de la cama solar. 


La llegada de una de esas curiosidades a la casa del escriba fue casi providencial cuando contaban con una cortadora de pasto eléctrica de factura casera. Sus ruedas hechas de madera aún deben subsistir reencarnadas en otro destino, pero una tarde el baqueteado motor dijo “basta”: la cuchilla se detuvo y el artefacto comenzó a humear como carrito de manisero. Aquel sábado el jardín quedó a medio rasurar y algún improperio habrá recaído sobre la maquinaria exhausta.


En la noche –de ese mismo día o de alguno cercano- el azar se apiadó de los Defranco –o de su pelilargo parque- y durante una cena de la asociación que nuclea a los talleres mecánicos -una de esas cenas en las que se sortean premios varios-, una flamante Cidand manual de color azul coronó el número de su tarjeta.

Por varios años fue “la máquina del pasto” familiar. Por más que el jardín no era muy grande, había que darle y darle prendidos a las manoplas al ritmo del “sgreeeeeeessssch” característico de su funcionamiento. Con la llegada del verano, en uno y otro jardín de City Bell ese inconfundible sonido se repetía sin cesar.

Funcionan, como hemos dicho, con tracción a sangre. Empujándola hacia delante corta el pasto, cuyas hojitas saltan hacia atrás, expulsadas por cuatro planchuelas de acero retorcidas que a la vez mantienen afilada la cuchilla, cuya altura es regulable. Una segunda pasada empareja lo cortado, y entonces se sigue con el resto. Un ejercicio bastante completo, como se verá, que hasta los abdominales se deben desarrollar. Y además no consume ni nafta ni electricidad. Lo que se dice un artificio ecológico.

Seguramente ha habido más de una marca que fabricara máquinas similares. La Cidand era producida en La Plata por alguien de apellido Andreucci –y sospechamos de que ahí viene parte de la marca-, y uno recuerda ver la fábrica sobre la avenida 44 antes de llegar a Olmos, a mano derecha, como quien va para tomar la ruta 2 con destino vacacional.

Días pasados la herramienta maravillosa ganada en una cena asomó de entre las sombras en un rincón del garaje que ya no es. Pintura saltada, óxido, falta de lubricación, pero con su marca y la goma de sus ruedas intactas. Y a pesar de la herrumbre, sus mecanismos funcionan a la perfección. 

Aferrarse a sus manoplas y empujarla sobre el césped fue volver a oír su “sgreeeeeeessssch” inconfundible después de muchísimos años. Fue oír el canto de las chicharras, fue sentir el olor del pasto quemado después de cortado, de cuando en City Bell nos dábamos esa clase de lujos. Gloria eterna a la Cidand, prodigiosa, ecológica e inmortal.

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 30 ene 12

martes, 7 de agosto de 2018

La ciencia y yo: nace Rónquiman


     Cuando era chico me gustaba jugar a Batman. A veces, también a Súperman. Pero por la simple razón de que la serie la daban por televisión a la tarde -cuando yo ya había vuelto de la escuela- y la del hombre volador era a la mañana -cuando casi nunca veía tele por tener que prepararme para ir al cole-, Bruno Díaz y Ricardo Tapia eran cotidianos habitantes de mis fantasiosas elucubraciones. Era aquella versión de los ’60 que veía en blanco y negro la que me atrapaba. De las que vinieron después, nada.

Si bien nunca fui un gran mirador de televisión, desde siempre tuve la idea de que aún la más rebuscada de las ficciones es un reflejo de la realidad; cada personaje –más aún si es protagónico- es un poco el espejo en el cual se mira el espectador. Así que en aquellos remotos tiempos de la niñez ya pensaba que en algún momento de mi vida iba a ser un poco como el enmascarado Caballero de la noche.

Privilegiado
Batman y el Eternauta.
Más cercano a los 60 que a los 50 años de edad, siento que tengo el privilegio de que la ciencia me tenga muy en cuenta. No sólo me somete a sus experimentos farmacológicos y nutricionales para bajarme los triglicéridos, el colesterol y los kilos (no lo hace muy bien que digamos, a juzgar por los resultados), sino que ha hecho de mí una especie de Meccano y desde hace poco más de un año llevo muy dentro de mí trozos de titanio y porcelana donde antes tenía una cadera de hueso y cartílagos.

Antes de ello, unos cuatro años atrás, mantuve un litigio con un tornillo díscolo que se resistía a entrar en un orificio más chico de lo necesario y si bien conseguí mi objetivo, terminé en el quirófano para recomponer mi mano derecha: me había quedado un dedo en resorte con compromiso del músculo tensor y de la segunda polea. De no haberse tratado de mi mano y mi dedo, díganme si con esos términos no parece que habláramos de piezas de un Meccano.

Nunca tuve ese juego, ni de chico ni de grande; lo más cercano fue uno de piezas plásticas llamado Mil armar que poco se le parecía. El Scalextric entra en otra categoría; lo tuve, sí, pero nunca un Meccano.

Hollywood, mi aspiración
Sin embargo la ciencia médica parece estar al servicio de mis fantasías y acaba de ofrecerme un nuevo protagónico en la remake de una superproducción, aún cuando La máscara es la película de Jim Carrey que menos soporto.

Todo empezó con una visita al otorrinolaringólogo, conmovido por las súplicas de Laura, mi compañera de pieza… y de vida:

- Andá al médico. Roncás demasiado.
- Si mis ronquidos no me despiertan a mí, que estoy más cerca de ellos, a vos no deberían molestarte-, le respondí sin mucha razón. 
- Además –contraatacó-, estás sordo.
- ¡Yo toda la vida fui gordo! -me defendí.

         El otorrino me indicó una audiometría cuyo resultado reveló que tengo una leve disminución en el oído derecho pero que no merece mayor cuidado. Así que si alguien quiere hablar mal de mí, hágalo por ese güin, que total no lo voy a escuchar muy bien.

         Junto a la audiometría me ordenó una polisomnografía para descubrir lo que ya sabía: padezco apneas de sueño. A ese tema ya me he referido en otros escritos, así que iré a lo concreto, porque acá es donde nuevamente entra a jugar Batman junto a Jim Carrey: para un buen dormir mío (y de mi esposa) debo utilizar un cpap (siglas en ingles de presión positiva continua en vías respiratorias), un aparato que me insufla aire a una presión leve y controlada a través de una manguera y una máscara nasal. He leído dos o tres veces El Eternauta (antes de la era K) y confieso que cuando me miré al espejo con las máscara dormidora y el arnés que la sujeta a mi cabeza me hizo acordar un poco a Juan Salvo, el protagonista de esa historieta.

Rónquiman, vestido de soirée
         Y dado que uso el cpap para dormir de noche, es obvia la evocación de Batman, el Enmascarado, el Caballero de la Noche. Y como Carrey en su película, un poco me transformo cuando me coloco la máscara: no hago locuras como él pero paso a ser no bello aunque sí durmiente. En todo caso, podría decir que encarno a un nuevo superhéroe: Rónquiman. He escuchado a comentaristas sobre moda hablar de accesorios y ropa para la noche: nunca pensé que se refiriesen a ésto.

         A esta altura de la soirée resulta oportuno hacer un balance de la situación. Si me pongo a enumerar, pero sin victimizarme, bien puedo asegurar que entre mi salud y la ciencia me están llevando por caminos si no de cornisa, por lo menos sinuosos y serpenteantes, ascendentes y descendentes.

         Una mano operada –que se suma al menisco ofrendado hace más de treinta años-, una cadera artificial, una buena batería de sustancias químicas y naturales de consumo diario, un oído remolón, una colección de picos de loro colgados de mi columna vertebral en composé con dos hernias de disco más mi flamante traje nocturno de Ronquiman, acumulan una suma de experiencias que no me hacen ni héroe ni mártir, pero sí un bicho raro.

         Se lo comentaba días atrás a Laura: qué suerte que nos toca transitar este tipo de experiencias ahora, así ya vamos a estar cancheros cuando nos lleguen los achaques.
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07 ago 18

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