lunes, 27 de agosto de 2018
martes, 21 de agosto de 2018
Réquiem
El pueblo te nombra, Héctor. Te llora. Por citybellino, por pincharrata, por Del Tufo, pero por sobre todo por buen tipo. Si no robar ni matar alcanza para serlo, tenés méritos de sobra. Fuiste una especie de ave Fénix. Perdiste tu verdulería y anexos. ¿A quién le importa el por qué? Lo que vale es que te reinventaste, que empezaste a resurgir de la nada. Habrás tenido quién te ayude, seguro. Y teconvertiste en el "muchacho" (a nuestra edad es un orgullo que nos consideren así) del cloro, el carbón y la leña; el de la bicicleta de reparto.
Y seguiste siendo "Huevo". Me preguntaron por qué el apodo. Muchos recordamos al pibe de cabeza ovalada y cabello casi amarillo.
No me perdono no tener una foto tuya en mi archivo. Pero la que encontré es de 1939, cuando tu papá estaba en el primer grado de la escuela 12. ¡Y se parece tanto al "Huevo" de treinta años después! Por eso la publico acá. Además, porque al saber que partiste mi pensamiento fue de inmediato para tus Viejos: Oreste y Renata. Ellos y tus hijos no han de encontrar consuelo.
Tal vez prefieran imaginarse que saliste montando tu bicicleta, y te fuiste de reparto. Andá despacio, Héctor. Cuidate mucho.
9 may 18
jueves, 9 de agosto de 2018
El conde apeteciente
Cuando era
chica María Laura era bajita y muy delgada, dos envidiables ventajas para
escapar del aula apenas sonaba la campana del recreo y llegar primera al kiosco
de la escuela a comprar los sándwiches de salame y queso para ella y sus
compañeras del colegio María Auxiliadora.
El emparedado,
sándwich, sánguche, sanguchito o más lunfardamente “sambuche” o “chegusán”,
resulta un buen aliado a la hora de comer algo rápido y no perder mucho tiempo.
¿Quién no ha disfrutado de uno, ya sea sentado en el cordón de la vereda o de
pie en medio de un refinado lunch?
El diccionario
de la Real Academia
Española dice textualmente: Sándwich:
(Del ingl. sandwich, y éste de J.
Montagu, 1718-1792, cuarto conde de Sandwich,).
- m. Emparedado hecho con dos rebanadas de pan de molde entre las que se coloca jamón, queso, embutido, vegetales u otros alimentos.
Cuna inglesa
La segunda curiosidad radica en
que resulta homónimo de nuestras islas Sándwich del Sur, que homenajean al
mismo conde, Primer Lord del Almirantazgo Británico, y de las nórdicas
"Islas Sándwich", ahora conocidas como Hawaii.
La más antigua referencia del
vocablo “sándwich” como un alimento aparece documentada en el diario de un
erudito historiador inglés llamado Edward Gibbons en 1762, quien se asombró al
observar a dos nobles acaudalados en una cafetería, comiendo carne fría en
sándwiches y que finalizaron su charla bebiendo y hablando de política.
Elizabeth David, comenta en su
libro English Bread and Yeast Cookery que mientras los franceses e italianos
conservaron la costumbre del emparedado de pan tipo rústico, los ingleses
adaptaron rápidamente el pan de molde rebanado.
Si bien la costumbre y la leyenda
le atribuyen la invención del sándwich a John Montagu, IV conde de Sandwich, no
habría sido él su inventor. Más bien, un sirviente suyo habría encontrado en
esta preparación la solución al vicio lúdico de su amo, quien podría saciar su apetito comiendo “informalmente” mientras se abocaba a largas partidas de naipes.
El 24 de noviembre de 1762,
dicen, el conde estuvo veinticuatro horas seguidas ante una mesa de juego, cosa
que no le quitaba ni el sueño ni el hambre, por lo que pidió a gritos rebanadas
de carne servidas de tal modo que no hubiera de sentarse a la mesa ni
ensuciarse las manos. Ahí apareció el pan como económico salvador y, con él, el
sándwich, según se lo llamó más tarde.
Sin embargo, en Aquisgrán
defienden que el sándwich se inventó allí, con lo cual ya no sería inglés sino
alemán. Es que la partida de cartas en cuestión se habría desarrollado durante
la participación del conde de Montagu en las negociaciones de la Paz de Aquisgrán,
representando a la emperatriz María Teresa.
Cuesta
entender cómo del atildado conde inglés y sus refinados tentempiés llegamos a
nuestros criollazos “sánguches” de milanesa y los choripanes, sin menoscabo de
una de las mejores variedades: pan francés, salamín picado grueso o longaniza,
queso y manteca. Nada de mayonesa.
Durante el siglo XX, fueron
desarrollados ciertos tipos de sándwiches dulces, como las galletitas rellenas
con crema desarrolladas inicialmente por la empresa estadounidense Nabisco, y
los helados sándwich consistentes en un par de obleas que encierran una porción
de helado. Sobre las primeras, a nadie se le ocurriría por estas pampas llamar
sándwiches a ningún tipo de galletitas por más relleno que tengan, ni a sus
parientes argentinísimos los alfajores. En cuanto a los otros... cuántas mangas pegoteadas por
el hilito de helado derretido escapando de entre sus dos capas de oblea o
barquillo...
En Argentina y Uruguay existen
diferentes variedades sándwiches o, mejor, los mismos emparedados con diferente
nombre. Tanto, que nuestro tan criollo “lomito” (que difícilmente contenga
lomo, a penas si un cuadril o paleta amansado a golpes) en Uruguay es conocido
como “chivito”. Más aún, el “sanguchito” que acá comemos a las apuradas, del
otro lado del Plata es un “refuerzo”.
No escapa a nuestra observación
el hecho de que cada día es más común y popular el antes refinado y exclusivo
sándwich de miga. Tanto, que no son pocos los kioscos que los ofrecen
empaquetados y refrigerados. Y del tradicional triple de jamón y queso hemos
pasado hoy a una variedad de rellenos que casi no tiene límites. Y si esa clase
de emparedado es variada en su relleno, ¿por qué no va a haberla en los
sándwiches caseros?
Nos sorprendió una vez un querido
amigo comentando que acostumbra a comer sándwiches de ajo con aceite de oliva.
No falta quien se planta frente a la heladera abierta con un pan abierto al
medio, a ver qué sobró del día anterior para rellenar su sánguche. No importa
si es carne, verdura o guiso.
Un choripán comido al pie de la
parrilla es tan tentador como eran los emparedados de salame del kiosco del
colegio Estrada de City Bell en la década del ’70. El choripán o el sándwich de
vacío comido a la vera de la ruta, es más rico que el que hacemos en casa.
Si bien nuestra preferencia es
siempre pan francés con o sin corteza, podemos sucumbir fácilmente a la
tentación de los pebetes que elabora la panadería San Martín, en la calle 13
frente al tanque de agua. Imperdibles, sin importar qué relleno le ponemos
dentro.
Algún anochecer, luego de una
sumatoria de horas de viaje y largos kilómetros recorridos, arribamos a cierta
localidad cordobesa cuyo nombre quedó en los lejanos recovecos de la memoria.
La hora y el cansancio imponían unos sándwiches a modo de cena, y por eso nada
mejor que el local que anunciaba los mejores “monstruos” de la zona como
especialidad de la casa. Después de todo, estábamos en la cuna de los
“Carlitos”.
Los cinco hambrientos comensales
hicimos nuestro pedido que, a nadie sorprendería, incluía tomate y lechuga
entre los ingredientes. Luego de una larga espera, alguien entra portando una
bolsita con tres tomates y una planta de lechuga, evidentemente destinados a
nuestra cena. Entonces, el mozo interroga si deseábamos manteca o mayonesa. Y
ello implicó otra larga espera, hasta que la misma persona, que acababa de
salir, regresa con un saché de Hellmans. Y entonces sí, llegaron los sándwiches
que demoraron más que un costillar al asador.
Y ya que de viajes se trata, eran
una leyenda en sí misma los emparedados del parador de la estación de servicio
Caballito Blanco, en la
Ruta Nacional 3,
a la altura de Las Flores. Cada pieza era de pan tipo
felipe descortezado, con generosas fetas de queso y de jamón cortadas con
cuchilla. Similares eran los del restorán María Cristina, en Punta Lara. Ni se
preguntaba si era con mayonesa: la manteca iba de oficio, como corresponde.
A dos siglos y medio de la
hambruna del conde y su pasión por el escolaso, el sándwich ha multiplicado su
vigencia. Se cuenta que en aquella histórica partida de naipes al conde no le
fue muy bien. Pero como acababa de descubrir una nueva manera de alimentarse,
parece que aquella circunstancia no lo afectó demasiado. Bien dice el refrán
que a barriga llena, corazón contento.
Prodigiosa, ecológica e inmortal
“Sgreeeeeeessssch,
sgreeeeeeessssch, sgreeeeeeessssch”. Más o menos así sonaban las mañanas y las
siestas de City Bell de hace cuarenta años, cuando muchos vecinos cortaban el
césped con una maravilla de la técnica: la cortadora de pasto “Cidand” tracción
a sangre o, como se decía, “manual”.
Nada de
gimnasio ni de aparatos mágicos para sacar bíceps y gemelos, fortalecer
dorsales y redondear glúteos. Dos horitas en pantalones cortos dándole a la
Cidand, y que me vengan a hablar del fitness y de la cama solar.
La llegada de una de esas
curiosidades a la casa del escriba fue casi providencial cuando contaban con
una cortadora de pasto eléctrica de factura casera. Sus ruedas hechas de madera
aún deben subsistir reencarnadas en otro destino, pero una tarde el baqueteado
motor dijo “basta”: la cuchilla se detuvo y el artefacto comenzó a humear como
carrito de manisero. Aquel sábado el jardín quedó a medio rasurar y algún
improperio habrá recaído sobre la maquinaria exhausta.
En la noche –de ese mismo día o
de alguno cercano- el azar se apiadó de los Defranco –o de su pelilargo parque-
y durante una cena de la asociación que nuclea a los talleres mecánicos -una de
esas cenas en las que se sortean premios varios-, una flamante Cidand manual de
color azul coronó el número de su tarjeta.
Por varios años fue “la máquina
del pasto” familiar. Por más que el jardín no era muy grande, había que darle y
darle prendidos a las manoplas al ritmo del “sgreeeeeeessssch” característico
de su funcionamiento. Con la llegada del verano, en uno y otro jardín de City
Bell ese inconfundible sonido se repetía sin cesar.
Funcionan, como hemos dicho, con
tracción a sangre. Empujándola hacia delante corta el pasto, cuyas hojitas
saltan hacia atrás, expulsadas por cuatro planchuelas de acero retorcidas que a
la vez mantienen afilada la cuchilla, cuya altura es regulable. Una segunda
pasada empareja lo cortado, y entonces se sigue con el resto. Un ejercicio
bastante completo, como se verá, que hasta los abdominales se deben
desarrollar. Y además no consume ni nafta ni electricidad. Lo que se dice un
artificio ecológico.
Seguramente ha habido más de una
marca que fabricara máquinas similares. La Cidand era producida en La Plata por
alguien de apellido Andreucci –y sospechamos de que ahí viene parte de la
marca-, y uno recuerda ver la fábrica sobre la avenida 44 antes de llegar a
Olmos, a mano derecha, como quien va para tomar la ruta 2 con destino
vacacional.
Días pasados la herramienta
maravillosa ganada en una cena asomó de entre las sombras en un rincón del
garaje que ya no es. Pintura saltada, óxido, falta de lubricación, pero con su
marca y la goma de sus ruedas intactas. Y a pesar de la herrumbre, sus
mecanismos funcionan a la perfección.
Aferrarse a sus manoplas y
empujarla sobre el césped fue volver a oír su “sgreeeeeeessssch” inconfundible
después de muchísimos años. Fue oír el canto de las chicharras, fue sentir el
olor del pasto quemado después de cortado, de cuando en City Bell nos dábamos
esa clase de lujos. Gloria eterna a la Cidand, prodigiosa, ecológica e
inmortal.
martes, 7 de agosto de 2018
La ciencia y yo: nace Rónquiman
Cuando era chico me gustaba jugar a Batman. A veces, también a Súperman.
Pero por la simple razón de que la serie la daban por televisión a la tarde -cuando
yo ya había vuelto de la escuela- y la del hombre volador era a la mañana -cuando
casi nunca veía tele por tener que prepararme para ir al cole-, Bruno Díaz y Ricardo Tapia eran cotidianos habitantes de mis fantasiosas elucubraciones.
Era aquella versión de los ’60 que veía en blanco y negro la que me atrapaba. De las que vinieron después,
nada.
Si bien nunca fui un gran mirador de televisión, desde siempre tuve la idea de que aún la más
rebuscada de las ficciones es un reflejo de la realidad; cada personaje –más
aún si es protagónico- es un poco el espejo en el cual se mira el
espectador. Así que en aquellos remotos tiempos de la niñez ya pensaba que en
algún momento de mi vida iba a ser un poco como el enmascarado Caballero de la noche.
Privilegiado
Batman y el Eternauta. |
Antes de ello, unos cuatro años atrás, mantuve un litigio
con un tornillo díscolo que se resistía a entrar en un orificio más chico de lo
necesario y si bien conseguí mi objetivo, terminé en el quirófano para
recomponer mi mano derecha: me había quedado un dedo en resorte con compromiso del músculo tensor y de la segunda polea.
De no haberse tratado de mi mano y mi dedo, díganme si con esos términos no
parece que habláramos de piezas de un Meccano.
Nunca tuve ese juego,
ni de chico ni de grande; lo más cercano fue uno de piezas plásticas
llamado Mil armar que poco se le parecía. El Scalextric entra en otra
categoría; lo tuve, sí, pero nunca un Meccano.
Hollywood, mi aspiración
Sin embargo la ciencia médica parece estar al servicio de
mis fantasías y acaba de ofrecerme un nuevo protagónico en la remake de una superproducción,
aún cuando La máscara es la película de
Jim Carrey que menos soporto.
Todo empezó con una visita al otorrinolaringólogo,
conmovido por las súplicas de Laura,
mi compañera de pieza… y de vida:
- Andá al médico. Roncás demasiado.
- Si mis ronquidos no me despiertan a mí, que
estoy más cerca de ellos, a vos no deberían molestarte-, le respondí sin
mucha razón.
- Además –contraatacó-, estás sordo.
- ¡Yo toda la vida fui gordo! -me defendí.
El otorrino me indicó una audiometría
cuyo resultado reveló que tengo una leve disminución en el oído derecho pero
que no merece mayor cuidado. Así que si alguien quiere hablar mal de mí, hágalo
por ese güin, que total no lo voy a escuchar muy bien.
Junto a la audiometría me ordenó una
polisomnografía para descubrir lo que ya sabía: padezco apneas de sueño. A ese tema ya me he referido en otros escritos,
así que iré a lo concreto, porque acá es donde nuevamente entra a jugar Batman junto a Jim Carrey: para un buen dormir mío (y de mi esposa) debo utilizar
un cpap (siglas en ingles de presión positiva continua en vías
respiratorias), un aparato que me insufla aire a una presión leve y
controlada a través de una manguera y una máscara nasal. He leído dos o tres
veces El Eternauta (antes de la era
K) y confieso que cuando me miré al espejo con las máscara dormidora y el arnés
que la sujeta a mi cabeza me hizo acordar un poco a Juan Salvo, el protagonista de esa historieta.
Rónquiman, vestido de soirée
Y dado que uso el cpap para dormir de noche, es obvia la evocación de Batman, el Enmascarado, el Caballero de la
Noche. Y como Carrey en su película, un poco me transformo cuando me
coloco la máscara: no hago locuras como él pero paso a ser no bello aunque sí durmiente. En todo caso, podría decir que encarno a un nuevo superhéroe: Rónquiman. He escuchado a comentaristas sobre moda hablar de accesorios y ropa para la noche: nunca pensé
que se refiriesen a ésto.
A esta altura de la soirée resulta oportuno hacer un balance
de la situación. Si me pongo a enumerar, pero sin victimizarme, bien puedo
asegurar que entre mi salud y la ciencia me están llevando por caminos si no de
cornisa, por lo menos sinuosos y serpenteantes,
ascendentes y descendentes.
Una mano operada –que se suma al
menisco ofrendado hace más de treinta años-, una cadera artificial, una buena
batería de sustancias químicas y naturales de consumo diario, un oído remolón,
una colección de picos de loro colgados de mi columna vertebral en composé con
dos hernias de disco más mi flamante traje nocturno de Ronquiman, acumulan una suma de
experiencias que no me hacen ni héroe ni mártir, pero sí un bicho raro.
Se lo comentaba días atrás a Laura:
qué suerte que nos toca transitar este tipo de experiencias ahora, así ya vamos a estar
cancheros cuando nos lleguen los achaques.
---------------
07 ago 18
Suscribirse a:
Entradas (Atom)