El legado del ingeniero Celedonio Iparraguirre
Tres meses después de la muerte de su esposo, la viuda del ingeniero
Celedonio Iparraguirre compendió que su vida había cambiado y que debía
comenzar a actuar en consecuencia: necesitaba ordenar sus sentimientos, sus pensamientos
y, por sobre todo, los muebles y los rincones de su casa. Por todas partes
había papeles de su difunto esposo, más o menos ordenados pero a la vez
dispersos acá y allá, esperando por sus dueños o por su destino de fogata.
Carmela,
la viuda del ingeniero Iparraguirre, comenzó por la mesa grande del comedor,
inutilizada en más de la mitad por pilas de papeles, sobres y carpetas. Entre
éstas, una de color negro tenía en su tapa un trozo de papel cortado a mano en
la cual, escrito con marcador rojo, podía leerse “Dawnes”.
La
mujer conocía el apellido; era el de una de las muchas personas que cada tanto mantenían
largas conversaciones con su esposo. La intuición la llevó a revolver el centro
de mesa de vidrio violáceo con forma de cisne, regalo de casamiento de no sabía
quién, pero que ni a ella ni a Celedonio les había gustado jamás aunque ninguno
de los dos se atrevió nunca a revolear a la basura. Contenía infinidad de
monedas, inútiles cospeles telefónicos, alfileres de gancho, prospectos de medicamentos,
y papeles con direcciones y números de teléfono de diversa índole. “Dawnes”,
leyó en el reverso de un boleto de tren, y un número. Llamó.
Cuando hubo traspuesto el umbral, Dawnes le estrechó la mano, murmuró
unas condolencias de circunstancia y acarició al cuzquito que lo olfateaba
curioso. La viuda ofreció café, el hombre aceptó y se dispuso a recorrer con la
vista la mesa coronada de amarillenta papelería: carpetas, cajas, sobres
conteniendo hojas, documentos, mapas, fotografías. Todo era resultado de la
pasión del ingeniero Celedonio Iparraguirre
en sus últimos años de vida: el pasado del pueblo donde el matrimonio
había decidido sentar sus reales hacía ya un cuarto de siglo.
La
mujer comentó que, al parecer, su difunto esposo había dejado todo
relativamente ordenado, como previendo el desenlace de su salud quebrantada,
pero que no había alcanzado a devolver cada cosa a sus respectivos dueños. Por
eso necesitaba que Dawnes la ayudara con el tema.
El
visitante le respondió que Iparraguirre le había hablado de una carpeta negra
que le dejaría sobre la mesa por si cuando pasaba a buscarla él no estaba, pero
nada le había referido acerca de su salud. Carmela le hizo notar entonces el
papelito con su apellido en la carpeta negra apoyada en el borde de la mesa.
Dawnes la hojeó como al pasar, acarició las tapas con la palma de la mano y sobrevoló
con la mirada el resto de la superficie de la mesa abarrotada de papeles.
Sorbió
parte del café que le acercó la mujer –soluble del barato, casi frío y con
demasiado azúcar- y pidió algo para escribir. La viuda de Iparraguirre le
alcanzó una hoja y un lápiz. Dawnes cortó el papel en tiras y fue anotando en
cada una: “Club de Fomento”, “Arq. Vendra”, “J M Coya”, “Prof. Sánchez”, “Juliana Fernández”, según le
parecía a quien podía pertenecer cada montículo de papel y las fue pegando sobre
cada uno de ellos con cinta adhesiva que cortaba con los dientes de un rollito
que encontró junto al teléfono.
Dejó
para el final un sobre ajado y amarillento. Contenía escritos y fotos diversas,
difíciles de clasificar y saber a quién podían pertenecer. También había un
mapa dibujado sobre tela con tinta, a pluma y pincel, fechado en la década de los
‘80 del siglo XIX. Con disimulo lo deslizó dentro de la carpeta negra con su
nombre aprovechando que la señora del ingeniero Iparraguirre se entretenía, desde
el sofá, acariciando el pelo suave del perro.
Dawnes
sorbió el resto del café del fondo del pocillo y le indicó a la mujer a quién
devolver cada cosa. Ella agradeció la colaboración, él minimizó el asunto y partió
caminando sobre las hojas crujientes del otoño, llevando la carpeta negra
sujeta debajo del brazo.
El coronel (RE) Urbano
Cristino Rosales, abocado a escribir la historia de la unidad militar emplazada
en la región, volvía a pisar esa guarnición después de una década de haber
dejado su jefatura. Le habían dado el contacto de un tal Dawnes, conocedor de
la historia local y ahora estaban, frente a frente, compartiendo un almuerzo en
el casino de oficiales del cuartel.
Urbano
Rosales no disimulaba su obsesión por confirmar el paso por esos parajes de las
tropas protagonistas de la segunda invasión inglesa en 1807, y necesitaba que
Dawnes le diera pruebas incontrastables del suceso. El historiador aficionado le
reveló que sabía de qué le hablaba, que le había llegado el relato por
tradición oral pero nunca había visto documentación que lo avalara. El coronel
disimuló su frustración. Bebió un poco de vino.
Dawnes
le comentó acerca del ingeniero Iparraguirre y el militar afirmó que lo había
conocido en sus tiempos de jefe de la guarnición castrense y que no sabía que
había fallecido.
-Una
pena –dijo- Le presté copia de
algunos documentos históricos y un mapa muy antiguo dibujado sobre tela. Nunca
supe de dónde salió pero era una joyita en nuestro archivo. Me hubiese gustado
recuperarlo-. A Dawnes se le atragantó el último bocado. Tomó un poco de
agua.
-Créame
que el ingeniero Iparraguirre –retrucó Dawnes- nunca se hubiese quedado con algo que no fuera suyo. Doy fe -y se
limpió los labios con la servilleta blanca que llevaba bordado el escudo de la
unidad militar, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de una carpeta negra.
Guillermo Defranco
11 jun 24