miércoles, 4 de enero de 2017

La valija de mi padre


Hacía tiempo que la andaba buscando. Estaba resignado ya a que había  acabado sepultada como relleno del viejo sótano, o reciclada en alguna fundición de hierro. Pero ya pasó más de una década desde el gran reencuentro.



Cuando en septiembre del '97 mi padre y su socio decidieron jubilarse, cerraron una etapa de sus vidas que había comenzado en su juventud, si no en su adolescencia. Dependientes ambos en el mismo taller mecánico con despacho de combustibles, en los inicios de la década del '50 decidieron independizarse: pusieron su tallercito propio en galpón alquilado y, algunos años después, entre hipotecas y sudor, construyeron la estación de servicios con su taller anexo. Taller con sótano grande, que no es poco.

A Humberto -mi padre- lo imagino en aquellos tiempos de aquí para allá con su caja para herramientas de chapa, de tapa abovedada, con un candadito prendido en la manija y del que posiblemente no tuviera la llave. Recuerdo haber visto esa valija pintada de color gris, luego verde y finalmente, azul. Cada tanto había que someterla a una sesión de maza y soldadura autógena para suturarle las heridas de batalla: la pisada de alguna rueda, algún martillazo descontrolado, el socavón de herramientas de acero arrojadas en su interior en el fragor laboral.

De alguna manera, esa valija encerraba para mí el más de medio siglo de trabajo de mi padre. La última noticia que había tenido de ella estaba en esta fotografía que tomé horas antes de que se concretara la venta del taller: en un ángulo, junto a un cartel que reza "cambio de firma", se ve un extremo de la caja abierta, con herramientas apoyadas en el borde, como quien las deja para continuar trabajando en un momento que ya no será.


Adiós a las armas
Mi padre no quiso llevarse con él esa valija, como quien quiere dar por concluido un período de su vida, la más larga y productiva de las etapas de su derrotero por este mundo.

Vaya símbolo, si lo hay, este de dejar tras de sí las herramientas que dieron de comer al artesano. Porque mi viejo militó en esa generación de hombres que hicieron su trabajo poniendo de sí todo lo que fuera necesario para obtener un producto impecable. Fue de los que fabricaron una herramienta cada vez que la reparación a realizar le presentaba un desafío nuevo; de aquel tiempo en que antes de reemplazar una pieza por otra nueva, se buscaba la manera de repararla, pero a su vez, era el tipo que tomaba el camino más seguro para garantizar el mejor funcionamiento del auto que estaba arreglando.


En aquellos tiempos de su retiro laboral, me presentaron a un señor de apellido Rodríguez quien, al enterarse de que yo era hijo del mecánico, recordó que en el año 1954 mi padre le había rectificado el motor de su camión Chevrolet. "Era muy joven, y recuerdo que era el primer motor que 'hacían' en el taller recién instalado. El camión anduvo mejor que nuevo", me dijo. Para ese trabajo -qué duda me cabe- mi padre ha de haber utilizado las herramientas que guardaba en la valija que yo tanto busqué luego.


Reencuentro de catacumba
El tiempo restaña heridas, clarifica sentires y pensares, orienta en el caminar. Una tarde pasaba por la esquina del querido taller -antes de que lo hicieran desaparecer- y, como si lo hubiera tenido cuidadosamente planeado y calculado, mis pies me llevaron hasta el lugar a preguntar por su nuevo dueño, que no es el comprador de hace nueve años. El hombre, joven y longuilíneo, me escuchó y me llevó a recorrer todos y cada uno de los rincones del local. Hasta el sótano, ese que yo creía ya relleno de deshechos y de tierra, y que descubrí que permanece intacto, con su silencio de catacumba que atesora treinta y algo de años de la historia de aquella sociedad que había empezado en los '50.
Fui reconociendo muebles, estanterías, herramientas, piezas en desuso, el compresor resoplón que tantos sustos me daba cada vez que arrancaba en los tiempos en que funcionaba en la oficina donde también yo trabajé. Nada por aquí, nada por allá, y cuando ya estaba comprendiendo que nada quedaba por hacer, la veo, debajo del último estante del depósito del primer piso.
Era un aleph borgeano: los años de trabajo de mi padre pasaron por mi mente y por ese rincón todos juntos. La acaricié por dentro y por fuera. Reconocí sus abollones, las picaduras en su chapa, el óxido oculto todavía debajo de la grasa, a pesar del tiempo transcurrido.
-Llevala, es tuya- me dijo el flaco, que no lo conoció a Humberto pero sí entendió que esa caja de herramientas vieja y vacía no es parte de su negocio. Que representa una época que es historia.
Qué cosa esta de los objetos y su historia. De la historia y los objetos. Qué cosa esta del trabajo honesto como regla de vida, de la vida tomada como un trabajo. Cuántas cosas que hay dentro de esa valija, que muchos creen que está vacía.

El hijo del viento


Vivir del aire, dominar los vientos. Sueños que creemos inalcanzables. 

Sin embargo hay gente que casi diríamos que lo hace a diario. 
En septiembre de 1996, Mario Carballal sólo necesitaba para lograrlo 
un poco de caña y papel. Y el amor por la gente. 
Esto escribíamos en City Bell-Hechos & Personajes por aquel entonces.



Se cuenta de un hombre que se paró sobre la muralla china cernido de un arnés de seda y bambú para demostrar que podía volar. El emperador ordenó que lo ejecutaran y decretó que el volar era mortal para los hombres. Claro, el imperio no había invertido tantos años de trabajo para que un solo hombre burlara tamaña obra con un par de cañas y unos pocos metros de tela.

         “Un piloto de aeromodelismo, en el fondo quiere volar. Al no poder realizarse hace las dos cosas: hace su propio avioncito y vuela. El avión es una prolongación de él. No puede hacer lo que quiere y lo encauza por otro lado. No es el deseo original; se pierden ciertas cosas, pero se rescatan otras, que es la energía buena de hacer algo positivo y trasladárselo a los hijos”.

         Quien esto dice es Mario Carballal, y su caso resulta bastante especial se lo mire por donde se lo mire. No es filósofo, no es psicólogo, no es pedagogo. Tampoco desarrolla una actividad habitual en el escenario de la vida moderna. Uno puede verlo a diario disfrutar del aire y el viento junto a la llamada “curva de la muerte” -en el límite entre City Bell y Villa Elisa- remontando barriletes como si nunca hubiera crecido y fuera aún un chiquillo de diez años. Es que Carballal, de la mano de la vida, se ha convertido en barriletero y pasa sus días combinando bambú, hilo y papel para exponerlos luego al aire aferrándolos como Mary Poppins a su paraguas.

Fábrica de ideales
         Todo empezó hace diez años cuando habiendo perdido su trabajo de camionero empleó su creatividad y capacidad para ganarse el sustento para él y su esposa Elizabeth. Aún no habían llegado Natalia (9) y Micaela (2), ni el embarazo de tres meses que su mujer lleva en su vientre. Hoy toda la familia se halla abocada a fabricar ideales de caña y papel, de acuerdo a las posibilidades que la edad les permite, con las formas y colores más diversos: desde los tradicionales cometas y estrellas hasta los sofisticados “cajones”, doble estrella, ala delta y un increíble pterodáctilo hecho en fibra de carbono y tela que vuela como lo deben haber hecho los verdaderos.

         Sin embargo, las marionetas del aire que fabrica son mucho más que eso. A menudo son el vehículo en el que muchos adultos logran transportarse a su infancia. A veces, consisten en el nexo necesario para que un padre y su hijo comiencen a comunicarse. O que un niño descubra sus habilidades y hasta el valor de la amistad. Mario ha sido testigo de más de un episodio que así lo confirma. Como aquel señor de traje y gesto severo que solicitó un barrilete para su hijo y acabó sentado sobre el pasto remontando el juguete junto a su hijo y enjugándose las lágrimas que vaya uno a saber qué historias ocultaban. “Cuando el tipo se bajó del auto aparentaba ser el gerente general de una empresa. Cuando se fue, era lo más parecido a un ser humano”, arriesga este artesano que, dicho sin metáforas, vive del viento.

         Distinto fue otro caso relatado por Carballal. Ocurría que una vez a la semana, un nene se le acercaba mientras su mamá jugaba al paddle en una cancha cercana. Un buen día, la señora le pidió al barriletero si mientras ella practicaba el deporte, el niño podía quedarse con él. La historia terminó en que el pequeño no sólo había descubierto que con sus manos podía hacer cosas muy interesantes, sino que hasta había mejorado la relación con sus padres. “Esas son las cosas que hacen que cuando llega el final del día, decís ‘por este año ya estoy bien’”.

Pedagogía del barrilete
         “Generalmente -explica- el que viene a comprar un barrilete es porque no se lo puede hacer al chico. Yo siempre regalé barriletes hasta que los empecé a vender al quedarme sin trabajo. Porque mi oficio, el de barriletero, no existe”. Cuando un padre le compra un barrilete a su hijo, “el chico quiere que también le regale un día a la semana para remontarlo juntos. Y ese es un punto de acercamiento porque los chicos se están alejando de los padres. O quizás son los padres los que se alejan de los hijos”, reflexiona para agregar que ya el hecho de decidir juntos cuál modelo comprar es un principio de acercamiento entre ambos. “El barrilete que compraron, no sirve de nada si queda colgado en una pared del cuarto y el chico lo mira todos los días. El papá es quien debe destinar un ratito del domingo para remontarlo junto con su hijo, o llevarlo a algún lugar donde el hijo lo haga”.

         Elizabeth y Mario no se contentan con fabricar y vender. “Les enseñamos a construir barriletes a los chicos que se acercan al puesto”, señala y agrega que no son pocos los padres que también van a pedir ayuda. “Entre los ocho y los trece años es el punto de acercamiento entre ambos, supongo,  porque esa es la edad que rondan los pibes que vienen”. Todo lo que entusiasme a un chico a esa edad, afirma, les queda grabado. “El adulto que hace avioncitos es porque ya no puede volar como le gustaría; en cambio, el chico que remonta un barrilete, todavía tiene todo por delante”, redondea con una psicología que va más allá de su primaria aprobada. Y concluye: “Los años de por sí no te dan la sabiduría. Si alguien fue chico y tonto, va a ser un grande tonto”.

Libertad que hace libres
         Hijo único de una madre modista y viuda cuando él tenía nueve años, Mario tuvo una infancia “larga y linda, porque mi mamá me enseñó que había chicos que tenían más necesidades que nosotros, y por eso no había que dejarlos de lado... La libertad es para mí hacer un barrilete y regalarlo, porque junto con eso va el transmitirle al chico lo que se puede hacer con las manos, que no es apretar un botón y que ya sale hecho. El hecho de crear define la libertad. Porque la libertad no pasa por uno si no puede hacer que el otro también esté libre”, define.

         Para ejercer esa libertad cuenta con la caña bambú, una caña liviana, flexible y resistente que le traen de Corrientes, ya que no es fácil de conseguir en esta zona. Mientras habla no deja sus manos quietas, cuyos dedos con asombrosa maestría, juegan con una decena de palillos de esa caña formando figuras perfectamente simétricas a las que va cambiando de manera permanente.

         Si bien dice ganar poco con su trabajo, no se queja porque su estándar de vida no es de gastar demasiado. “Cuando hacés lo que te gusta, aunque ganes poquito te sirve, porque lo que no ganás en plata lo ganás en darte cuenta que estás viviendo en cada inspiración. Hay gente que llegó el fin del día y ni se dio cuenta que salió el sol, ni que era la tarde, ni siquiera que estaba cansado”. Este modo de ver las cosas hace que Carballal destine tiempo para ir a las escuelas más humildes de la zona a enseñarles a los alumnos a hacer barriletes.

Mano alfarera
         Por su fragilidad, el barrilete es como una flor, según su fabricante. “En forma permanente el chico tendrá que arreglarlo y emparcharlo. Está en movimiento constante y hasta se va a enganchar en un cable. Entonces habrá que hacer otro”. El tiempo de los chicos, continúa, es distinto del de los grandes, “para ellos, en una semana pasan muchas cosas. Los padres vienen a que les enseñe a hacer un barrilete y dicen que no tienen tiempo. Quizás, entonces, lo mío apunte más a acercar a los chicos a los padres, porque es imposible acercar los padres a los chicos, porque a veces los padres no se dan cuenta que el hijo necesita que se le acerquen. Y cuanta más actividad y ocupaciones tienen los adultos, más derivan la parte creativa de los chicos”. Debe ser por eso, reflexiona, que jamás va a haber un artesano con plata.

         Como si algo faltara para definirse, Carballal dice que con sus manos se las arreglaría siempre para darle de comer a su familia. Y citando a un escritor alemán, señala que “la familia debe caberte en una mano, porque la otra la necesitás para darles de comer”.

martes, 3 de enero de 2017

Mi vida en la Estancia Grande



¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué guardarse para uno las vivencias del tiempo en que fuimos habitantes de la Estancia Grande, la que fuera de la familia Bell y parte de cuyas tierras dieron origen a la tierra que habitamos? Le hemos dado suficiente centimetraje de papel (y de espacio cibernético) a mucha gente hablando sobre su experiencia al respecto; por lo tanto, ¿no nos habrá llegado la hora a nosotros?
No tuvimos el orgullo de ser peones, ni choferes, ni mucamas de la Estancia. Tan sólo nos tocó asumir el rol de soldado de la Patria, vaya honor, si se quiere, aún cuando en 1979 la Patria era muy distinta de la que soñaron San Martín y Belgrano, padres fundacionales de nuestro Ejército Argentino.

Subordinación y valor
Aquel 1979 nos deparó, por tanto, una mezcla de sensaciones. Si bien por aquel entonces sabíamos muchísimo menos de lo poco que sabemos hoy acerca de la historia de City Bell, su fundación y su prehistoria, no ignorábamos entonces que por la fuerza, lo admitimos, estábamos pisando tierra poco menos que santa para quienes amamos la comarca. Por el otro lado, sentíamos que no sólo estábamos pisando esa tierra sino que la estábamos mordiendo en cada cuerpo a tierra, estábamos conociendo sus cardos con la palma de nuestras manos, con nuestro pecho y nuestro abdomen, con nuestras rodillas que poco a poco se acostumbraban al salto flexionado y la carrera march.
Casco de la Estancia Grande. Hoy casino de oficiales de 
la Agrupación de Comunicaciones 601.
Era muy raro eso de sentirse prisioneros a pocas cuadras de donde habíamos cursado las escuelas primaria y secundaria, en contacto visual con la baliza del tanque de agua ubicado a dos cuadras de casa, viendo pasar a familiares y amigos por la calle Güemes y nosotros ahí, debajo de un casco o de un casquete, empuñando un fal o una cortadora de pasto, poco importaba.
Fue muy raro el día de la incorporación. Un domingo a las 5 de la mañana, esperando en la puerta del Batallón a que se hicieran las 6 o las 6 y media. Tampoco importaba, porque desde entonces el tiempo sólo se comenzaba a medir en los días que faltarían para la baja; un tiempo sin mensura.
Era raro, porque de ojito podíamos bichar en un televisor (blanco y negro aún, obvio) a Reutemann paseando por Mónaco, llevando su Lotus al tercer puesto después de haber largado 11º. En la tele veíamos de contrabando la carrera de Mónaco y nosotros, en traje de Adán y descalzos hasta la nuca, hacíamos cola para recibir la temida y temible vacuna en la espalda, aquella que todo lo mata. Por poco que hasta a los reclutas.
Antes de saber
Así las cosas, a medida que nos fuimos familiarizando con el lugar, conociendo algunos sectores, empezamos a imaginar a los ingleses de la segunda invasión acampando bajo los eucaliptos propiedad de sus compatriotas los Bell. Aún no sabíamos algunas cosas como que la especie arbórea fue introducida por Sarmiento algunos años después; que los Bell no eran ingleses sino escoceses y que comprarían la estancia que llamaron Grande unas cuatro décadas después de que la Corona fracasara en su segundo intento de invasión y conquista.
Tampoco sabíamos quién era Alice Bell cuando encontramos un pequeño mármol con su nombre en los jardines que rodean el casino de oficiales de la unidad militar. Cuando más de 20 años después nos abocamos a la investigación que dio forma a "City Bell - Crónica de la tierra de uno", supimos que Alice Chantrill era la esposa de Percival Bell, y que junto a sus hijos Lorna, John y Audrey fueron los últimos habitantes de la Estancia, cuando llegó el Ejército en 1944. Lorna, nieta de Jorge Bell, nos contó mucho después que ese mármol lo había hecho grabar ella y lo había llevado en una visita a la exestancia como homenaje a su madre.
Memorias de un recluta
Que alguien que hizo el servicio militar comience a contar sus anécdotas es harto peligroso para quien escucha. El conscripto es capaz de contar la más intrascendentes de las experiencias militares como si hubiera participado de la toma de la Bastilla o del cruce de los Andes y no abandonar sus relatos hasta notar que los demás lo abandonaron a él.

Hoy nos resulta una experiencia fascinante evocar algunos momentos de aquellos meses bajo bandera. Asumimos que la escarcha de mayo habrá sido similar en los años de funcionamiento de la Estancia que en esos finales de la década de 1970. Que no habrá mayor diferencias entre los cielos estrellados infinitos de una y otra época, como tampoco entre las largas noches silenciosas.
Cuando una noche de luna llena ese silencio se quebró por extraños ruidos que creíamos venidos de la cochera semicubierta del Casino de Oficiales y debimos cargar nuestro FAL al grito de "alto, ¿quién vive?", sentimos que de algún modo estábamos profanando un lugar sagrado: el sonido metálico del fusil cargando su munición y nuestra voz temerosa resonaron como un grito en una catedral vacía. Y cuando el presunto enemigo acabó siendo una rama de eucalipto que se desgajó desde lo alto y cayó a menos de un metro de nosotros, sentimos que habíamos nacido de nuevo. Si nos hubiese dado en la cabeza, tal vez habríamos tenido el dudoso honor de morir vistiendo el uniforme de quienes defienden a la Patria, y nada menos que en el corazón de la Estancia Grande.

En fin, que no hemos de contar aquí nuestros meses de colimba. El servicio militar obligatorio es, ya, una pieza de colección y quienes lo hicimos, una especie en extinción. Pero si alguien nos pregunta si nos sirvió para algo, le respondemos que sí. Porque nos dio la oportunidad de habitar, por algunos meses, la mítica Estancia Grande de la familia Bell. La época y las circunstancias, son un simple detalle.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Que la Navidad no sea al "cuete"

    Quiérase o no el espíritu del final del año está presente en las conversaciones, en los planes, en las noticias... Aún para aquellos que por una cuestión de fe no celebran la Navidad, el cambio de año es insoslayable y, aunque no quieran, les llegará algún brindis, algún saludo, o por lo menos, el medio aguinaldo de diciembre. Y si así no fuera, ya pasará el basurero tocando timbre y dejando la tarjetita de saludo a cambio de algún billetito a voluntad.

    Sin duda que la Navidad es el centro de este tiempo. La hemos heredado a través de la fe junto con la civilización europea y occidental que nos ha tocado en suerte y junto con ella vinieron las comidas cargadas de calorías –ideales para esta época en el hemisferio Norte-, la figura de Papá Noel como popularización de san Nicolás de Bari –un obispo heredero de fortuna familiar que decidió repartirla entre los niños más necesitados de Pátara, la ciudad turca de donde era patriarca- y el estruendo de los fuegos artificiales.

    Cuando éramos chicos no podíamos concebir los primeros días de las vacaciones escolares sin molestar con los cohetes y los triangulitos, ya que no era mucho más lo que nos dejaban comprar. Tomábamos todas las precauciones de seguridad, esperábamos que el último vecino del barrio se levantara de la siesta, y allá íbamos, a meter un poco de ruido.

    Con el tiempo, con la pirotecnia pasó como con los helados: de ser un producto asequible sólo en esta época del año, pasó a conseguirse y consumirse durante los doce meses sin demasiado esfuerzo, más allá del económico.

    Pero en esta época en que parece que nos portamos peor que cuando éramos chicos, la pirotecnia aparece anotada en el pizarrón junto con los chicos malos: se le acusa más de molestar a las mascotas que a los humanos o de ser potencialmente peligrosa para quien la manipule.

    Desde diversos espacios se pide el no uso de pirotecnia y fuegos de artificio en nombre de la salud de perros, gatos, mascotas y pájaros. Quiere decir que desde los chinos de hace dos mil años para acá nos vinimos portando muy mal para con nuestros queridos animales.

    Pero resulta que chinos, hindúes, griegos y romanos, desde tiempo inmemorial sumaron la pirotecnia a sus grandes ceremonias no sólo con un fin festivo sino también, en sus creencias, para ahuyentar los malos espíritus con vistas al año que iniciaban, a la fiesta que celebraban, a la etapa que comenzaba como podía ser, por ejemplo, la siembra.

    Vale decir que en su origen cohetes y fuegos artificiales tuvieron un sentido que le hemos perdido.

    En todo caso, la costumbre platense de armar y quemar muñecos pirotécnicos cada 31 de diciembre o en las primeras horas del 1º de enero, tiene la virtud de reunir en torno de ellos a la comunidad barrial después del brindis familiar. Y ni hablemos del arte volcado, que en muchos de ellos no tiene desperdicio.

    Pero hablábamos de la Navidad, que para muchos es una cuestión religiosa, para otros una cuestión social y para otros, meramente comercial. En todo caso, está cumpliendo la función de unirnos a todos, cada cual a su modo, llevándola en el pensamiento y en el sentimiento por algunos días.

    La muestra de pesebres y el eslogan “Navidad en City Bell” ya son un clásico local después de siete años de organizarse. Darse una vueltita por las ferias artesanales citybellinas para comprar presentes para todos los participantes de la mesa navideña, es casi un imperdible de cada diciembre.

Recorrer los barrios para apreciar las casas y sus jardines ornamentados para la ocasión es otra propuesta para no despreciar, aunque nos falte la nieve de las películas y todo parezca más Coca Cola que un humilde pesebre para un recién nacido.

    Lo deseable, entonces, es que cada uno tenga su Navidad y su Año Nuevo. No importa si no hay un Niño Dios naciendo dentro por una cuestión de creencia. Lo que importa es que no pase sin ton ni son, que aminoremos el paso, que miremos hacia adentro y también alrededor. Que nos encontremos con nosotros, con el otro; que sepamos que unos y otros nos necesitamos, que nos tenemos.

    Que la Navidad y el Año Nuevo siguen existiendo sin el estruendo de la pólvora inflamada, aunque no concibo una Navidad silenciosa ni un villancico cantado sin fuegos de colores como fondo.

    Esta Nochebuena y este Año Nuevo, en las burbujas de nuestra copa estarán todos los nombres que fueron parte de nuestro año que se va. Y estarán todos los deseos de unos y de otros para que se vayan construyendo a lo largo de 2017.

    Salud, felicidades y que sea Navidad, entonces, muy dentro de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos, y de vos...
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Buen tipo, ese Papá Noel

Diciembre estuvo misericordioso aquella noche en el parque del jardín de infantes. La temperatura había bajado a dieciséis benditos grados, más soportables que los treinta y uno que durante el día habían amenazado con una actuación calurosa más por el clima que por la ternura de los pibes. La tranquilidad que a lo largo de las horas previas había cultivado el cronista condenado a un papanoelismo histriónico, se acabó cuando la profesora de música le espetó: "¿Cómo? ¿No te dijeron qué tenés que hacer y decir?". Nadie le había dicho nada. Y una cosa es improvisar ante los inocentes pibes preescolares, y otra es poner la cara delante de padres y abuelos llegados a borbotones como habitantes de un hormiguero que alguien acabara de patear.

¿Existe Papá Noel?
San Nicolás nació por el año 280 en Patara de Licia, en la actual Turquía. Hay de él muchas noticias, pero es difícil distinguir las pocas auténticas del gran número de leyendas tejidas alrededor de su vida. Estamos hablando también de san Nicolás de Bari y, aunque parezca mentira, del mismísimo Papá Noel o Santa Claus, entre sus muchas otras identidades. Con lo cual, ya estamos respondiendo a uno de los interrogantes que por siglos ha desvelado a la humanidad: Papá Noel existe. O, por lo menos, existió.

El culto a san Nicolás se difundió en Europa cuando sus presuntas reliquias fueron llevadas de Mira y colocadas, el 9 de mayo de 1087, en la catedral de Bari, en Italia, para evitar que fueran profanadas por los turcos. En la Leyenda Áurea se lee: "Nicolás nació de ricas y santas personas. Cuando lo bañaron el primer día, se paró solito en la tina...". Ya más grandecito "rehusaba las diversiones y las vanidades y frecuentaba la iglesia". (La Leyenda Áurea o Leyenda Dorada es una compilación de relatos hagiográficos reunida por Santiago de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del siglo XIII).
Al perder a sus padres un tío suyo, que era obispo de Mira, lo ayudó a que se ordenara sacerdote. Pero como aquella vida tampoco le llenaba, decidió abandonar el mundo y se retiró a la Tebaida. Elevado a la dignidad episcopal tras la muerte de su tío, el santo pastor se dedicó a su grey distinguiéndose sobre todo por su gran caridad, cuando se dio cuenta de que los bienes de esta tierra no hacen la felicidad y se dedicó a ayudar a todos los necesitados con la fortuna que había heredado de su familia.

No hubo nadie que no encontrase remedio a su miseria si recurría a Nicolás. El hombre se privaba de lo más necesario para sí con tal de que los demás no padeciesen dificultades. Entonces empezó ya a obrar milagros de los que está llena su biografía y la devoción popular ha hecho llegar hasta nosotros. Se habla de que un hombre prostituyó a sus tres hijas a fin de ganar el dinero que les permitiera ser desposadas por sendos caballeros. Sabedor de la situación, Nicolás se ocupó de dejar en esa casa una bolsa con oro para cada una de las niñas a la edad en que se fueron haciendo casamenteras.

Y obras como esa, muchas son las que se mezclan entre la leyenda y la tradición. Nicolás habría resucitado a tres niños a los que un carnicero había asesinado para comercializar su carne, como así también se le atribuye al personaje navideño muchas buenas obras en beneficio de navegantes y marinos.


Los nombres del mito
La devoción a san Nicolás es la de mayor popularidad en muchos países, sobre todo por celebrarlo como "Santa Klaus" y como abogado ante los peligros. Tiene muchas iglesias dedicadas en todo el mundo, sobre todo en Grecia. Se le llama "de Bari" porque desde el siglo XI reposan allí sus reliquias. El nombre de "Noel" procede de Finlandia.

Alrededor de 1624 los inmigrantes holandeses fundaron la ciudad de Nueva Amsterdam -más tarde llamada Nueva York- y llevaron consigo sus costumbres y sus mitos, entre ellos el de "Sinterklaas", su patrono (cuya festividad se celebra en Holanda entre el 5 y el 6 de diciembre, en curiosa coincidencia con la fiesta católica de san Nicolás).
En 1809 Washington Irving escribió una sátira, Historia de Nueva York, en la que deformó a "Sinterklaas" en "Santa Claus". Clement Clarke Moore, catorce años más tarde, publicó un poema donde alude a un Santa Claus enano y delgado como un duende, pero que regalaba juguetes a los niños en víspera de Navidad y que se transporta en un trineo tirado por renos.
Recién en 1863 Papá Noel recibió la actual fisonomía de obeso barbudo y bonachón que más se le conoce, creación del dibujante alemán Thomas Nast, quien diseñó este personaje para sus tiras navideñas en el semanario Harper's Weekly. Allí adquirió su atuendo, posiblemente inspirado en el de los obispos de antaño. Pero para entonces, ya poco quedaba del santo de Mira en el personaje del mito. Y ni hablemos del significado religioso de la fecha.

Papá Noel refresca mejor
Ya en el siglo XX, en 1931, la Coca-Cola Company encargó al pintor Habdon Sundblom que "aggiornara" la figura papanoelina para hacerla más humana y creíble. Sin embargo, nada tendría que ver el color rojo de la multinacional con el de las ropas de Noel, dado que era indistinto que el personaje apareciera ataviado de verde o de rojo. Si embargo, sí es cierto que con el tiempo la publicidad de la gaseosa contribuyó a la popularización de esos colores y del mito mismo. Hay muchas ilustraciones anteriores en las que es común el color rojo y blanco de la vestimenta de Nicolás, si bien es cierto que desde mediados de 1800 hasta principios de 1900 no hubo una asignación concreta al color de Papá Noel.
Más allá de todo refresco y de toda disquisición, genera curiosidad saber que en Chile es llamado "Viejito Pascuero", en Venezuela es pronunciado como "Santa Clos", en osta Rica lo llaman "Colacho", en Alemania es "Nikolaus" o "Weihnachtsmann" ("hombre de navidad"), en Finlandia "Joulupukki", en Hungría "Télapó", y sigue la lista.

Puesta en escena
Pero estábamos hablando de cuando nos tocó hacer de Papá Noel, hace ya muchos años, y eso que teníamos entonces mucha menos panza que ahora... Escondido en la planta alta, el escriba se enfundaba en el traje rojo brilloso mientras por la buhardilla espiaba lo que pasaba en el parque. El arbolito de navidad se agitaba al viento mientras sus luces prendían y apagaban al ritmo de los latidos de todos los corazones infantiles. El Niño Dios de carne y hueso no lloraba como suele suceder en los pesebres vivientes y los pastorcitos hacían lo suyo, los reyes magos también, y las flores engalanaban las nubes sacando de su corazón todo el misterio de su color, su perfume y su belleza.

La celosía del primer piso era una posición de privilegio para ver todo lo que sucedía allí abajo. Era la visión recortada de una aldea aguardando algo de lo alto, que en este caso debía encarnar uno mismo. Susana Pietrángeli agitaba sus cascabeles al ritmo de villancicos con la misma alegría y pasión con que lo hacía en su época de maestra de quien ahora hacía de Papá Noel. Y Fito Paunero compartiendo la trastienda, marcando el tiempo de cargar las bolsas con todos los regalos y bajar la escalera para aparecer entre la multitud.
Eran cientos de ojitos encendidos como luciérnagas que brillaban en la penumbra del parque. Y entre pedidos de regalos, una vocecita con mirada inquisidora ametralló el alma del gordo de rojo y borceguíes un tanto "heavy": "Vos no sos papá Noel; vos sos el de la Estación de Servicio". "Cerrá el pico o o te pateo el culo con estos borceguíes y en tu casa no te dejo ningún regalo", le dijo el émulo de Noel, y se perdió entre la multitud enana.

Dar la cara
"Hacé una bozarrona gruesa", le habían pedido, sin saber que uno nunca había bajado de una segunda voz toda vez que la señora Teresa de Sal Gómez pretendía organizar un coro en las clases de música del colegio. Así que de lo más hondo de su garganta, Papá Noel sacó un alarido tratando de suplir la potencia de un micrófono que, como ocurre en los actos escolares, nunca anda o se acopla con los parlantes. De la tradicional carcajada del personaje, mejor ni hablar.

En muchos padres pudo adivinarse la nostalgia de una infancia lejana. La expresión de otros delataba el recuerdo de tantas navidades pasadas en esa misma casa en los tiempos en que pertenecía a los Quintana. Y Papá Noel saludó otra vez, acarició y besó nenes, y se fue custodiado otra vez por Fito para quien por su bondad y su servicialidad, todo el año es Navidad.
Terminada la función, había llegado el momento de sacarse la careta y ser uno más de los padres. Y ahí se acabó la magia y siguió la fiesta. El cronista abrió el bolso, guardó su disfraz de tela roja, y con cuidado, enrolló junto con él el secreto de la ficción y la sensación de que ese día, el purrete que fue alguna vez no pudo tocar ni abrazar a Papá Noel, como todos los demás.

El ilustre tronco

Madera dura ha de ser. El tronco, de unos setenta centímetros de alto y unos treinta y cinco de diámetro, estaba siempre ahí, cual portero de hotel cinco estrellas, junto a la entrada grande del taller mecánico, estoico, soportando sobre sí una bigornia de acero que había de pesar más de cincuenta kilos. Parecía la representación de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus hombros.
Si aquel trozo de madera truncada y aquel de metal modelado estuvieron juntos desde que allá por el '53 los amigos decidieron unirse para abrirse camino en la mecánica, está claro que la pieza tiene más de cincuenta y tres años desde que fuera talado el árbol del que era parte: un tronco verde no podría haber soportado mucho tiempo en su función de pedestal de yunque. Sin embargo hoy, bajo su pátina de tierra y aceite, de grasa y machucones, de chorreaduras de pintura, las huellas del tiempo son algunas pocas grietas de escasa profundidad.

Yunque y martillo, yunque y martillo, yunque y martillo. Una sucesión reiterada de golpe y chasquido, símbolo universal del trabajo sudado. La llama del soplete calentando la pieza de terco metal, y otra vez yunque y maza para ese hierro al rojo.
Y el tronco allí, impasible junto a la puerta, forjando su reciedumbre invierno y verano. Aún cuando el frío y el vendaval obligaban a trabajar con el portón corredizo apenitas abierto, él y su yunque permanecían en su lugar, como asomados a la inclemencia climática y a la vista del transeúnte.
Aquel cliente de tantos años del taller se lo dijo al cronista una vez, en un encuentro fortuito:"Cuando me acuerdo del taller de tu Viejo, me viene a la memoria la imagen de ese yunque sobre el tronco". Cuando el taller se vendió para nunca más abrir, la nostalgia del escriba quiso recuperar aquella masa de metal encaramada en su peana de madera. Pero ya era tarde, había cambiado de manos, y en ese acto creyó diluido para siempre lo que para él -como para el viejo cliente- simbolizaba en parte el trabajo de su padre que ya no está. Sintió que una arcana herida le diluía la esperanza.
Algunos atardeceres atrás, al pasar por la calle del fondo, vio una silueta conocida entre restos de plásticos y maderas. Allí estaba, con su apariencia de grasa y de años, con sus manchas de pintura, el veterano pedestal sin su corona de acero. Hijo y nieto del mecánico volvieron a humedecerlo con gotas de sudor, pero el esfuerzo valió la pena. Como el árbol talado que retoña -al decir del poeta-, ese trozo de bosque ignoto pero tan noble como duro, está de regreso en la familia. Claro que no dice nada para quien no conoce su historia. O para quien no tiene afectos comprometidos en ella y sus antiguos poseedores.
Retoño de sí mismo, en un rincón del jardín, junto a la parrilla, lucirá bien, obrando de mesita para el asador o como hidalgo podio para la más guapa de las macetas. Un oficio más reposado que el de aquellos cincuenta y pico de años que fueron historia. Pero no menos ilustre.

martes, 20 de diciembre de 2016

Vivir en City Bell, un sentimiento

Camino Centenario y Cantilo, hacia el año 2001 (Foto: Vereda Bell).
Está visto que no cualquiera viviría en City Bell. Y casi con seguridad que para muy pocos es indiferente sentar sus petates en esta comarca o en otra. Vivir en City Bell es -como expresan ciertas hinchadas futboleras- un sentimiento. Y quienes así pensamos hemos de ser -siguiendo la analogía, aunque sin barras bravas- la mitad más uno. Parece un fanatismo, pero no lo es.

Difícil es de explicar. En todo caso, City Bell puede transmitirse por contagio. Cuentan los sabihondos y memoriosos que el primer loteo, hacia los años '10 del siglo XX, fracasó en el más sórdido silencio de la pampa: sólo cuatro lotes pudieron ser vendidos del largo centenar en oferta. Así comprendió la Sociedad Anónima City Bell -la compañía inversora de la familia Bell que buscaba negociar sus tierras- que debía edificarse unos cuantos chalets para atraer pioneros a esta tierra virgen, que dejaría de alimentar ganados para acoger entusiastas colonos de un futuro pueblo.

Todo por dos pesos
También, claro, hubo que bajar los precios y mejorar las ofertas. Ello se desprende de los ajados y gigantescos folletos de promoción de loteos -verdaderas "sábanas" impresas- promocionando sucesivos loteos entre los años '20 y '40 y el recuerdo de algún abuelo que evoca a una afamada sastrería de Buenos Aires, la cual a toda persona que comprara un traje, por una pequeña diferencia más le obsequiaba un terreno en City Bell, escritura incluida. Entonces el pueblo empezó a tomar forma de tal.
A eso debe sumarse una curiosa fama asignada al clima del lugar, como si verdaderamente fuera el Paraíso. No pocos pobladores establecidos en la comarca hacia los años '30 y '40 quemaron aquí sus naves por consejo médico: para curar las enfermedades respiratorias (asmas y alergias) recomendaban recalar en Córdoba. "Pero si no puede irse a Córdoba, váyase a vivir a City Bell", le decían. Numerosos hoy viejos vecinos del pueblo confirmaron lo dicho, aunque nadie haya admitido mayor semejanza entre este lugar de la pampa con las serranías mediterráneas, que la pureza del aire. Al menos por aquellos años.

Mi tierra querida
"Nací en La Plata porque acá no teníamos partera", rememora Luis Tobías Büchele, nieto e hijo de pioneros fundadores de City Bell. Pero con seguridad, papá Tobías no dejó pasar muchas horas antes de traer a su esposa y su vástago de regreso a casa. Ella acababa de dar a luz, pero él era el responsable de la usina del pueblo. Cuestión de coincidencias, no más.

Con los años hubo maternidad en el pueblo: la de la familia Flores, en Jorge Bell casi Cantilo, que luego se convirtió en geriátrico hasta cerrar definitivamente. Y hasta que se estableció la clínica de la calle 7, la cigüeña debía aterrizar en La Plata o sobre la dura superficie de la mesa de la cocina, tal como se estilaba. No era fácil vivir en City Bell, y tampoco ahora. "Me duele pensar que ya no nacen chicos en City Bell, porque no hay lugar dónde hacerlo", se quejaba el enfermero Adolfo Etchevarne.

Pero nada de eso le quita magia al hecho de vivir aquí. Ni nada hay que explique esa magia, que como un imán nos retiene en este rincón húmedo, con profusión de árboles que tienen a mal traer a los alérgicos, con un tránsito feroz por ambas rutas que nos quitan paz y silencio, con calles embarradas y escasas de mantenimiento, con una nomenclatura de calles cuyos nuevos indicadores parecen gestados en las antípodas de City Bell: nadie logra encontrar coherencia en la numeración asignada a muchas calles, como si quien la dispuso poco y nada conociera del pueblo.
Así y todo, City Bell crece. Con la superpoblación vehicular que cada vez más complica circular por las calles, con la amenazante inseguridad, fruto de un sistema económico del que no se puede escapar con facilidad.

Bienvenidos
Bienvenidos a todos, entonces. La ciencia no ha desarrollado vacunas contra la pasión y esto último es lo que ofrecemos a los viajeros: el profundo sentimiento de sabernos citybellenses. Con las raíces bien hondas, con la sangre fluyendo por nuestras venas como tinta que escribe la historia de una tierra que no nos deja escapar.


(Mayo de 2008)

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