martes, 23 de abril de 2024

Eusebio y Tobi: dos pibes con memoria


 En la antesala de los 100 años de la fundación de City Bell, y teniendo en prensa "City Bell - Crónica de la tierra de uno - Edición el Centenario", pensé en la necesidad de contar con material sobre la historia de City Bell destinado a los chicos. Se me ocurrió una historieta y comencé a trabajar en su guion. El proyecto quedó ahí, sólo en textos, los cuales luego de una rápida corrección decidí hacer público con motivo de los 110 años del nacimiento del pueblo, que se celebran el próximo 10 de mayo.. Puede reproducirse libremente con la sola condición de citar la fuente. 

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Eusebio y Tobi: dos pibes con memoria

Breve historia de City Bell contada para chicos

 Por Guillermo Defranco · @guiyedefranco

 

(Puede reproducirse citando la fuente)

 

    Uno

Tobías puso un pie en el andén cuando el tren aún no se había detenido del todo. Estaba ansioso por volver a pisar el suelo de City Bell, ese pueblo que era parte de la historia familiar y de cuyo pasado su familia era parte también. Mientras el tren se iba pudo ver que la estación no era ni parecida a la que habitaba su recuerdo, pero que el viejo edificio de la estación originaria estaba prácticamente igual que antes, pegado a la nueva. Se peinó con la mano las canas agitadas por el viento al tiempo que experimentó la extraña sensación de sentirse un niño otra vez, como cuando el pueblo era sólo eso -un pueblo- más de un siglo atrás. Hasta sintió que volvía a tener pantalones cortos con tiradores y una gomera en el bolsillo de atrás, como cuando lo llamaban “Tobi”.

 

Tenía un poco de sed, así que caminó dos cuadras en busca  del viejo aljibe, entre las vías y Labougle, justo frente al nacimiento de la avenida que desde 1925 se llamaba Carlos Pellegrini y ahora, según los indicadores, tenía un número curioso por identificación. No encontró ni agua ni pozo. Según le dijo un vecino, hasta no hacía mucho había estado destruido no tanto por el paso del tiempo sino por la maldad de alguna gente hasta que una topadora arrasó con lo que quedaba de él.

 

El vecino se había vuelto también un niño y Tobi intuyó que se llamaba Eusebio. Hasta le pareció que se conocían de toda la vida.

 

- Vení. Vamos a Los Vascos-. Tobi recordaba el almanaque colgado de la pared en la cocina de su casa, donde se leía “Almacén Los Vascos - de Santiago Urdániz”-. Yo venía a este almacén cuando mi mamá me mandaba a comprar alguna cosa que le faltaba para cocinar. Y me encontraba con los chicos de la estancia: Juan, Audrey y Lorna.

- Eran los nietos de Jorge Bell, el dueño de la Estancia Grande, que iban hasta ahí a caballo a comprar alguna golosina y se volvían enseguida, antes de que la institutriz los retara –informó Eusebio.

 

Aquella calle Labougle angosta y bastante tranquila que tenían en sus recuerdos era ahora una avenida con dos carriles de ida y dos de vuelta por los que los autos circulaban a velocidades impensadas en aquellos años. Ahora la llamaban “Camino Centenario”.

 

- ¿Te la imaginás acá a la “Bufachera”? –Tobi tenía la mirada de un soñaddor.

- ¿A quién?

- La “Bufachera” era uno de los pocos Ford T que había acá por entonces –explicó Tobi-. Hasta de ambulancia, sirvió. Y el motor bufaba tanto cuando lo aceleraban, que la gente lo llamaba de esa manera.

 

- ¿Y si cruzamos por el puente?

-Uhhhh... Mirar desde acá parece una foto que había en mi casa. Estaba sacada desde el techo de la estación de trenes. Debe haber sido en la década de 1920.

-¡Síííí! –añadió Eusebio-. Esa en que se veían las primeras casas del pueblo. Al centro se veía la calle 14 y las dos diagonales que se abrían a los costados.

-Y un chico en bicicleta parado justo en el medio... era amigo mío; le decíamos “Chiti”.

- Y se veían unos árboles esqueléticos... Pensar que después City Bell se caracterizó por el verde y las calles sombreadas...

-¡Te juego una carrera!-Tobi, entusiasmado, se lanzó a correr.

 

De un solo impulso bajaron el puente mirando con desolación que la casa que había ahí estaba irreconocible. Cruzaron la diagonal 9 de Julio y caminaron por la vereda izquierda de Cantilo. Antes de llegar a la esquina, Eusebio se detuvo:

 

-¡Qué raro! ¡Siento el olor de las pizzas de La Madrileña pero veo que ya no existe más! ¡Los helados que hacían! Se me hace agua a la boca –Eusebio se pasó el reverso de la mano por la boca limpiándose los restos imaginarios de un cucurucho de crema y chocolate.

- Y acá enfrente, el padre Serafini celebró la primera misa en el pueblo –aportó Tobi-. También se hizo el primer casamiento: el de Enrique Verge con Amalia Rodríguez.

- ¡Guau! ¡La calle 8 se llama Tobías Büchele! –se sorprendió Tobi-. ¡Ése era un prócer del lugar! Era el administrador del pueblo ¡y se llamaba como yo! -Eso lo llenó de orgullo.

-¿Te acordás de la panadería Del Pueblo? Tampoco está más.

-Claro que me acuerdo. Y me acuerdo de la casa que está en la otra esquina. Era la administración de la Sociedad Anónima City Bell y ahí vivía el administrador con su familia. ¿Lo sabías? En una foto sacada ahí se lo ve a don Büchele con un loro.

- Sí... Es la primera casa de City Bell –remarcó Eusebio-. La hicieron en 1914. También me acuerdo de que detrás había una laguna.

-¡Como en la plaza Belgrano! –acotó Tobi-.  Antes de que la hicieran, había una laguna y los chicos íbamos a andar con botes que hacíamos nosotros.

-En ese año, además de esta casa hicieron el tanque de agua. Mirabas alrededor y no veías otra cosa, además de unos pocos árboles.

-La casa y el tanque, entonces, tendrían que ser para a la comunidad, para hacer algo por la cultura y la identidad local-. Tobi parecía indignado-. Y la de al lado, sobre la calle 7, era  la casa de los Quintana. Fue la escritura pública nº 1 de City Bell.

 

DOS

 -¿Conociste la clínica que estaba en la esquina? Es una pena que no esté más, porque ahí nacieron tantas generaciones de citybellenses... Tampoco está el almacén “El 26”, de don González-. La memoria de Eusebio era prodigiosa.

- Se llamaba “El 26” porque ese era el número de teléfono –recordó Tobi-. La gente podía llamar para pedir que le mandaran las compras a su casa, cuando no se conocía la palabra “delivery”.

-¡El teléfono! –se sobresaltó Eusebio-. ¿Estará todavía la Unión Telefónica?

-Mirá -Tobi señaló con el dedo índice-: el edificio está un poco cambiado, pero todavía se lee en la pared que fue construido en 1926.

- La primera telefonista se llamaba Marietta Di Lorenzo; y la última, Margarita Giles. Hasta que hicieron el edificio nuevo en la calle 11, había un solo aparato de uso público en una punta del mostrador. Todos escuchaban la conversación del otro –agregó Eusebio.

-Esta casa de enfrente es de 1915. Fijate: está tan cambiada que ahora es un restorán. ¿Nos sentamos a picar algo? –propuso Tobi.

-Preferiría la pulpería y almacén de Trinidad Fernández y Emilio Platero, acá, en la esquina de 6. Fue la primera del pueblo –se sinceró Eusebio.

-Claro. Después Juan Bello –otro precursor- instaló el corralón y ferretería “El Pilar”.

-Hablando de ferretería –recordó-, acá a la vuelta estaba la de los hermanos Valenti.

- Sí, pero eso era antes... No te apures. Detrás de esos negocios tiene que estar el Club Atlético...

-¡Claro! Lo fundó Justo Barragán en 1926 acompañado de un montón de gente –Eusebio seguía haciendo alarde de su memoria-. En esta casona funcionó la casa de té, fue capilla y central telefónica. Después, fue centro social y deportivo hasta que se unió con la Asociación de Fomento y empezaron también a ocuparse de hacer mejoras para el pueblo.

-¡Y la música! Inolvidable el festival de folklore con las mejores figuras. ¿Vamos a ver la Estancia Grande? –propuso Tobi.

-Mirá: acá también hicieron locales. Detrás tiene que haber una casa donde hacia fines de los años ’50 y ’60 funcionaba una clínica en la cual nacieron los primeros bebés de City Bell, sin contar los que nacían en sus casas.

-¡Qué linda sombra que dan estos ombúes –se sorprendió Eusebio- ... Deben tener más de cien años...

-¡Más! Los plantó Jorge Bell cuando la entrada de la estancia era ésta, por la calle que hoy se llama como él.

-Lo que pasó fue que la calle era puro barro por entonces, así que su hijo Percival hizo la otra entrada con casuarinas que llegaba hasta la vía del tren. Si mirás desde el Centenario, las ves.

-¿No sabés qué pasó con la estancia? –se interesó Eusebio.

-Jorge Bell nunca vivió acá. Cuando él murió le quedó a su hijo Percival, casado con Alice Chantril; y después, a ella con sus hijos Juan Allan, Audrey María y Lorna Pamela Bell Chantril.

-¿Y qué pasó con ellos?

-En 1944 tuvieron que mudarse a Buenos Aires, cuando el Estado les compró lo que quedaba de la estancia para instalar el Batallón 2 de Comunicaciones del Ejército –informó Tobi.

-¿La estancia era grande en serio?

-Bastante, sí. Bell tenía también la Estancia Chica. Y además, otras en Tandil, Los Toldos y Balcarce -enumeró.

-¿Y qué hacían en la estancia?

-Criaban ganado de las mejores razas además de algo de cereales y forrajeras. Tenían muchos premios internacionales por la calidad de los animales –Tobi estaba bien informado.

- ¿Y en qué año fue todo eso?

-Jorge Bell hereda la estancia cuando se muere el papá, en 1879. Antes se llamaba San Ramón y tenía una casa muy grande de una sola planta, que tiene casi 200 años, que era el casco. Después, él le hace la planta alta. Ese edificio todavía existe y es del Ejército.

-Otro lugar que debería ser para disfrute de todos –Eusebio mostró un rictus de desagrado-. Me contaron que por acá habían pasado los ingleses.

-Los Bell eran ingleses...

-No –corrigió Eusebio-, ellos eran escoceses. Pero yo me refiero a mucho antes. Cuando fue la segunda invasión inglesa, en 1807, las tropas desembarcaron en Ensenada, cerca de acá, y vinieron avanzando por los bañados que están ahí nomás. Y se dice que acamparon una noche en la estancia para descansar.

-¡Seguro que algún gaucho los vio y corrió a avisarle a los porteños para que estuvieran preparados! –Tobi se rió de su propia ocurrencia.

-¡Si, seguro! Cuando llegaron se encontraron con que la gente los esperaba hasta con aceite hirviendo para tirarles. Volvamos a Cantilo. Quiero ver si todavía está el Correo –además de memorioso, Eusebio era curioso y ansioso.

 

 

         TRES

 Volvieron a la carrera por Jorge Bell y, al llegar a Cantilo, doblaron unos metros hacia la izquierda.

 

-No, no está más. Y tampoco el almacén de Pontalti ni don Jesús haciendo chistes detrás del mostrador de la panadería Sol de Mayo, ni la entrada del colegio Estrada –Eusebio hace un repaso de ese trozo de cuadra-.  El jefe de Correos era Fregossi, así como el jefe de la estación de trenes fue Enrique Verge... –completa.

- ¿Sabías que Enrique Verge fue quien primero escribió una reseña sobre la historia de City Bell? Una vez la vi, en un papel todo amarillento.

-Si la tuviéramos ahora, no estaríamos haciendo toda esta caminata por City Bell.

-No seas fiaca, Eusebio. Pero ahí nomás, sobre 5, me parece que todavía está la usina –Tobi se hace visera con la mano en la frente tratando de ver mejor.

-Sí, pero no. Sigue siendo la empresa de electricidad, pero de la vieja usina no queda nada...

-El encargado era el hijo de don Tobías Büchele, al que le decían “Tobi”, como a mí. Hacían la electricidad gracias a un motor Otto Deutz alemán. Eso sí: a las 10 de la noche todo el mundo a dormir, porque a esa hora apagaban el motor.

-Se cuenta que si había alguna fiesta en el pueblo, como un casamiento, Tobías dejaba un par de horas más de luz, para que todos disfrutaran.

-¡Qué buen tipo! ¡Tenía que llamarse Tobías!

-No te mandés la parte y vamos hasta la esquina de 4 y 11, que quiero ver a la querida Escuela 12 –invitó Eusebio.

-¡Puuuuuh! ¡Cuántos recuerdos!

- …la señorita Blanca Rosa Medina de Gamboa, la señorita Célica Irurueta...

-También, sí. Pero me refería a que los chicos veníamos en patota caminando o en bicicleta, y en cada cuadra se sumaban más más. Jugábamos a ver quién rompía más escarcha durante el invierno.

-Rufino, que después trabajó en la Municipalidad además de tener un kiosco, contaba que él vivía cerca del camino Belgrano y Güemes y junto con su vecino Humberto venían casi en línea recta a la escuela: ¡no había nada en el medio! –se sorprendió Eusebio.

-¿Te pusiste a pensar cuántos chicos de City Bell se educaron en esta escuela?

-¡Montones! Porque antes funcionaba en una casa que está en la calle 8 entre 15 y Pellegrini, que antes era de un señor que se llamaba Juan Zambano –aseguró Eusebio.

-Y la primera maestra se llamaba Rosa Malter y el primer abanderado fue Carlos Lestard –Tobi no se quedaba agrás con los recuerdos.

-Epa... ¡Qué memoria!

-Estamos cerca de la plaza. Vamos un rato a los juegos –propuso Tobi.

-¡Dale!

-Ahí en la esquina, donde está ese banco, había otro que fue el primero de City Bell. El gerente era Francisco Occhipintti y abrió en 1963 –comentó Tobi con el índice de su mano derecha en alto.

-Y donde está ese otro banco estaba la calesita –agregó Eusebio-. ¡Si me habré pasado tardes enteras dando vueltas y tratando de sacar la sortija! Si volviera a ser grande me gustaría ser dueño de una calesita para que todos los chicos puedan jugar gratis.

-¡Ja! ¿Me dejarías ser tu socio?

-¡Hecho! –respondió Eusebio, y se dieron la mano.

-¿Estarán los tranvías todavía?

-¡¿Tranvías?! ¡Nunca hubo tranvías en City Bell! El primer transporte fue el micro Flecha de Plata y después la línea 3...

-Ya sé –aclaró Tobi-. Pero con viejos tranvías el padre Blas fundó la primera escuela secundaria de City Bell llamada Fray Mamerto Esquiú. Con el tiempo, de a poco fue construyendo aulas para reemplazar los tranvías.

-¡Guaaauuuu! ¡Mirá qué grande que es el colegio ahora! Jardín de infantes, primario, secundario, adultos, terciario... Con razón el cura la llamaba “la esquina de la educación” –se sorprendió Eusebio.

- Y, sí, el padre Blas Marsicano fue un visionario que contó con un montón de padres de alumnos que trabajaban a la par de él –agregó Tobi-. Pero un poco antes, en 1956, cinco maestras de La Plata fundaron el colegio José Manuel Estrada, que fue el primer primario privado del pueblo.

-Y ahí nomás, el padre José Dardi fundó el Ceferino Namuncurá en su parroquia –completó Eusebio.

 

         CUATRO

 

Por la calle 2 volvieron a Cantilo y se detuvieron a mitad de cuadra.

 -¿Ves esta casa de altos, revestida en parte con piedra? Antes estaba pintada a rayas horizontales. “La casa rayada” le decíamos. Y en el templo que está en frente, funcionaba el cine.

-¿Un cine? ¡Buenisimo! –Tobi no salía de su sorpresa-

-Sí... daban unas películas fenómenas, aunque en invierno te morías de frío. Si no quedaba lugar, la gente se traía la silla de la casa y se sentaba igual a ver la película.

-¿Y quién pasaba las películas? –quiso saber Tobi.

-Un señor de bigotes con un apellido complicadísimo.

-Ya sé... Enrique Kirschenheuter, se llamaba. En mi casa arreglaba la radio y el televisor cuando se rompían. Sabía un montonazo y era rebueno.

-Sigamos por Cantilo –propuso Eusebio.

-Pará, no te vayas. ¿Ves esos locales antes del cine? Ahí tenía la rotisería don Pedro Vojkovic. Su hijo “Peta” peleó en Malvinas y dio la vida por la Patria. –Los dos disimularon sus lágrimas.

-¡Viva Peta! ¡Viva la Patria! –Eusebio levantó su brazo derecho, con el puño cerrado

-¡Viva! -lo imitó su amigo.

-Sigamos. Quiero ver unas casas viejas que me llaman la atención.

-A mí, lo que me llama la atención es cómo la gente fue destruyendo las primeras casas del pueblo –se exaltó Tobi.

-Tenés razón –coincidió el otro.

-Desde donde venimos, cerca del camino Centenario y en varias calles, en muchos lugares donde ahora hay negocios antes estaban las casas que se hicieron por los años ’20, para poder vender mejor las tierras.

-¿Quién vendía? ¿Jorge Bell? –quiso saber Eusebio.

-No... él se murió en 1910. Sus hijos se repartieron sus tierras y Eduardo, unos de ellos, junto a otros familiares y socios, formaron una empresa a la que llamaron “Sociedad Anónima City Bell”. Y le compraron a los demás herederos 300 hectáreas para hacer un pueblo. Una hectárea es igual a una manzana –Tobi parecía estar dando lección de historia.

-¿300 manzanas?

- Sí, manzanas de tierra, de 100 metros por 100 metros. No manzanas para comer, tonto. - A Tobi no le hizo gracia el chiste de Eusebio.

-Era un chiste, nomás. ¿Cuáles eran esas manzanas?

-Iban desde el camino Centenario hasta la calle 25, y desde Güemes hasta Alvear. Y entonces hicieron un plano del futuro pueblo, que iba a tener una parte residencial desde el Centenario hasta Sarmiento y desde Pellegrini a Rivadavia, y el resto, de quintas de cultivo de verduras y frutas. El primer quintero se llamaba Eusebio Carnevale.

-¡Ja! Esta vez te gané, ese también fue un prócer de este pueblo y se llamaba igual que yo: Eusebio.

-Pero resulta que como de oficio era ladrillero, le propusieron que en vez de cultivar verduras fabricara ladrillos, porque acá no había nadie que los hiciera. Y con esos ladrillos se construyeron las primeras casas de City Bell. Uno de los primeros constructores se llamaba Luis Gamerro. Justo en esta cuadra por la que vamos, de Cantilo entre 17 y Sarmiento, queda una de las casas hechas por él, mirá.

-¡Buenísimo! –repuso Eusebio-. Ya que estamos acá, vamos hasta el Club de la Vela.

-¿El qué?

-El Club de la Vela le llamaban al Argentino Juvenil Club –explicó Eusebio-. Antes era la Asociación de Jóvenes Cristianos y la dirigía el padre Casiano, un franciscano que venía de Villa Elisa. Pero en 1946 los jóvenes decidieron fundar su propio club y ponerle Argentino Juvenil Club, para conservar las iniciales: AJC.

-Yo sé que llegó a ser muy importante. Hasta finaless de los años ’50 se armaban unos bailes buenísimos y vinieron las orquestas de tango y de jazz más importantes del país en esos años –repuso Tobi.

-Entre sus dirigentes había toda gente trabajadora: Del Tufo, Bermúdez, Dorr, Negri, Lauretti, Siano, Molfino, Banfi, Garde, Forneris –enumeró Eusebio-… eran muchos. Lo que sí, en aquellos bailes se enamoró mucha gente, que luego se casó y así se formaron muchas de las familias actuales de City Bell.

- Mirá-observó Tobi-: acá enfrente estaba el almacén Modelo, de Oscar Marchessotti. Y ahí nomás “Terucho” Del Tufo tenía la verdulería.

-¿Sabés? –preguntó Eusebio con aire filosófico- Una vez se me dio por pensar que aquella persona que no había comprado verduras en lo de Del Tufo o en lo de Milano; carne en la carnicería de algún Moreno, o no se haya cortado el pelo con Marino o con Tagliaferro o con Angelone, no era verdaderamente de City Bell. Pero son pavadas mías.

-Pero no estás muy lejos –lo tranquilizó su amigo-. ¿Sabés qué había en la esquina de Cantilo y Silva? El almacén de don Daniel Piñeyro. Y al lado, sobre Cantilo, la fábrica de muñecas de la misma familia.

-Hablando de fábricas, cuando veníamos por Cantilo entre 17 y 19 me acordé de la Perfumería Laurent, que elaboraba cosméticos, y Cointreau, que hacía el ruhm Negrita, el anís 8 Hermanos y el famosísimo (y riquísimo) licor Cointreau -detalló Eusebio.

-¿Sabés quién hizo la iglesia de Silva y Rivadavia?

-El padre Dardi!

Perdiste! Fue la hermana María Ludovica –lo corrigió Tobi.

-¿La del Hospital de Niños, que ahora es beata?

-La misma. Esos terrenos el Gobierno se los había dado para que el hospital cultivara sus propias verduras y tuviera sus vacas para la leche. Cada vez que venía a trabajar la quinta, la hermana Ludovica aprovechaba para enseñar catecismo a los chicos del barrio. Y hacia los años ’30 construyó la iglesia.

-Ah, claro. El padre José Dardi fue el primer párroco y vino en 1956. E hizo una obra gigantesca -afirmó Eusebio.

-Sí, tenía un fuerte compromiso social y andaba con un jeep por todo el pueblo ayudando a la gente. Un santo, el cura.

-¿Sabés cuál fue el suceso más grande que se produjo en City Bell? –Eusebio era una máquina de desafiar a los recuerdos

-¿La Doctor’s Jazz Band? ¿El grupo de teatro La Caterva? ¿Virus?

--Nooo... me refiero a antes...

-Ya sé –repulso Tobi-; esta vez el chiste te lo hice yo. ¿La caída del avión?

-Claro. En realidad, no fue una caída sino un aterrizaje de emergencia, el 28 de abril de 1938.

-¿En qué pista?

- En ninguna –repuso Eusebio.

-¿Entonces?

-Dicen que estaba lluvioso y el avión (un DC2 de la Panamerican Grace) no podía aterrizar por el mal tiempo. Seguramente tenía que ir a Morón. Imaginate que en esa época no existían ni Ezeiza ni Aeroparque.

-¿Y qué hicieron –Tobi no puede con su ansiedad y su asombro.

-Entonces empezó a dar vueltas esperando que le dieran permiso para aterrizar, hasta que se quedó sin combustible. ¡Y aterrizó sobre los maizales que tenía plantados el señor Marsicotti! No pasó nada, pero pudo haber sido trágico.

-¿Dónde era?

-Más o menos, entre el Country de Estudiantes y el arroyo Martín –Eusebio señala a lo lejos con el brazo estirado-. La gente se pegó un susto bárbaro, porque sentían el motor pero no veían el avión por las nubes bajas. Y cuando el piloto disparó una bengala avisando la emergencia, creían que se estaba cayendo la luna...

-Me imagino el susto…

-¡Más vale! Y en esa época los aviones se veían en las fotos de los diarios. Porque ni siquiera televisión había. Y mucha gente no leía los diarios…

       

CINCO

 - ¿A ver cómo estamos de memoria? –desafió Tobi.

- Dale.

-¿Tiendas de ropa de antes?

-La de Saposnik y Casa Saho.

-¿Dónde tuvo su cancha de fútbol el Club Atlético?

-En la plaza San Martín y en Centenario y Güemes.

-Muy bien. ¿El primer surtidor de nafta?

-El de José Carnevale, más conocido como “Pinela”. Estaba en Centenario entre Pellegrini y 15. Después fue de Agustín Robledo.

-¿Quién fue el primer médico de City Bell?

-El doctor Eduardo Raffi. Luego llegó el doctor Horacio Trebino –Eusebio era muy preciso con sus respuestas.

- ¿La primera farmacia?

-La de Jaime Rodríguez, en Centenario y 15. Después la compró Abel Guglielmino y la mudó a Cantilo y 4..

-Nombre del más importante escritor citybellino:

-Roberto Themis Speroni. La calle 10 lleva su nombre.

-¿Dónde estaba el horno de ladrillos de Eusebio Carnevale?

-Entre el camino Belgrano y la calle 25, y entre Cantilo y 11.

-¿Cómo se llamaba el recreo que estaba junto al arroyo Rodríguez?

-Venecia. Tenía pileta, la gente remaba en el arroyo y ahí hasta se filmó una película.

-Apellido de una familia emblemática de City Bell, que en los primeros años se dedicó al transporte de cargas.

-¡Verge!

-¿Club de fútbol “grande” que en 1926 vino a jugar contra el primer equipo del Atlético?

-Racing Club de Avellaneda.

-Apellido de una familia italiana que lleva casi setenta años en City Bell, y sus hijos se dedicaron a reparar zapatos, cortar el pelo y la industria metalúrgica.

-Marino. Gianni y Vicente, peluqueros; Genaro y Antonio, zapateros, y Matucho, herrero.

-¿Quién era el propietario del almacén El Argentino, que estaba en la esquina del camino Belgrano y 11?

-Pagani.

-¿Cómo se llama la calle 21?

-Entre Güemes y Rivadavia se llama Intendente Silva. Entre Rivadavia y Alvear, se llama Padre José Dardi.

-¿Y Rivadavia, en el pedazo entre 19 y 21?

-Sor María Ludovica.

-¿Cómo se llama la calle 11?

-Juan B. Justo.

-¿Cómo se llama la calle 17?

-Doctor Eduardo Raffi.

-¿Cómo se llama la calle 15?

-Tomás Bernard.

-¿Cómo se llama la calle 20?

-Paul Harris.

-¿Cómo se llama la calle 5?

-José Manuel Estrada.

-¿Y la 12?

-José Hernández. Ahora pregunto yo –Eusebio quiso poner a prueba los conocimientos de su amigo:

-Dale.

-¿Cómo se llama el barrio ubicado del otro lado de las vías del ferrocarril?

-Savoia. Por don José Savoia, antiguo dueño de esas tierras.

-¿Qué club tradicional está ahí?

-El Club Hípico y de Golf.

-¿Dónde está el barrio Santa Ana?

-Entre las calles Alvear y Pública, y entre 17 y el barrio Los Tilos.

-¿Y el barrio Güemes?

-En torno a esa calle, desde la calle 32 en adelante. Pero hace muchos años, era Güemes, Monteagudo, desde la calle 19 hasta el camino Belgrano.

-¿Y el barrio Los Porteños?

-Calle 11 “al fondo”, casi llegando a 144, y de ahí hasta el arroyo Carnaval. Antes era una colonia de portugueses agricultores y floricultores. Hoy hay muchas viviendas. Y siguiendo un poco más, está el barrio Las Banderitas, colonia japonesa de floricultores.

-Te felicito. Vos también sabés “un toco” sobre el pueblo.

 

     SEIS

-Pufff... Charlando y caminando llegamos hasta 22. Pensar que en esta esquina, donde ahora hay negocios, había un campito donde los chicos del barrio se juntaban a jugar al fútbol. Allá había cañaverales y sobre Cantilo, unos eucaliptos altísimos que se veían desde lejos –Tobi disfrutaba de cada recuerdo.

- Y en la mitad de cuadra estaba la primera –y una de las pocas- disquería que hubo en City Bell: “Artón Radio”, se llamaba, y era de Antonio Trejo y Luis Giffoni. También arreglaban radios y televisores.

-¿Hacemos una última corrida? –propuso Tobi-. Quiero ver el tanque de agua. El viejo.

-¡Miráaa! Ahora me parece chiquito, pero antes, dominaba todo el paisaje. ¡Era enooorrrmeee!

- Venimos caminando desde el camino Centenario y estamos casi en el Belgrano. Vamos hasta ahí, a sentarnos en el cordón de la vereda.

-La pucha, cómo cambió City Bell –Eusebio sonó entre reflexivo y melancólico.

-Muchos negocios, demasiados autos, muchas caras nuevas...

-Y bueno, el mundo cambia, Tobías.

-Y sí, aunque para mí, City Bell va a ser siempre City Bell –Tobi puso sus brazos en cruz sobre su pecho y soltó un suspiro

-Y sí...

 

Mientras se ataba los cordones de los zapatos, Tobías vio que sus pantalones volvían a hacerse largos, que su pelo blanco se revolvía al viento y que una lágrima de emoción se escurría por el tobogán de su nariz. Un señor canoso y de anteojos, muy parecido a Eusebio, se alejaba caminando, lentamente, nostálgico.

 

 

FIN

jueves, 24 de agosto de 2023

Encuentro en el supermercado

         Edelmiro piensa que cuando uno bloquea a otra persona en las redes sociales, esa acción debería tener efecto también en la vida real. Por ejemplo en Facebook lo tiene bloqueado a Lisandro Costa, el profesor de guitarra que le resulta más pesado que un solfeo.

          Esta semana, cuando no lo pudo evitar en la góndola de los lácteos, se dio cuenta de que hacía como dos años que no se cruzaba con el impertinente maestro Costa, que no se llama ni Lisandro ni Costa pero Edelmiro se niega a hacer pública la identidad de su casi acosador. Lo de “maestro” es un modismo aplicable a los grandes artistas y él lo subraya particular e irónicamente al dirigirse al sujeto en cuestión.

          En aquella ocasión era verano y el lugar de encuentro fue, también, el supermercado. Costa, de pantalones cortos y en cueros, comparaba hidratos de carbono, calorías y grasas entre alimentos similares para decidir cuál comprar. El torso desnudo no era sólo una cuestión climática: el maestro estaba orgulloso de sus abdominales y sus pectorales. Bajo su piel blanca de concertista se traslucía un tórax compuesto por espinas más que costillas.

          Ahí fue cuando lo vio a Edelmiro y lo empezó a arengar por su sobrepeso y a darle una clase de higiene y nutrición blandiendo una erudición de la que, muy posiblemente, pueda alardear al empuñar la guitarra pero difícilmente lo habilite a meterse con la salud de los demás.

     Edelmiro se alegró de haberlo borrado de sus contactos virtuales hacía tiempo ya, y deseó no volver a encontrarlo. Lo saludó con cortesía y lo dejó relojeando los pandulces de oferta en esos días posteriores a Navidad y Año Nuevo; adivinó una lágrima deslizándose en la punta de la nariz prominente del músico.

Ayer no lo vio venir. Se le apareció sorpresivamente desde atrás de una pila de latas de durazno al natural en promoción 2x1, y el maestro Costa le atravesó el changuito, al tiempo que observaba lo que Edelmiro llevaba en el suyo.

 -Yo no sé si vos te acordás –lo encaró sin siquiera saludarlo, esta vez bien abrigado por el invierno y con la cabellera enrulada bastante más gris-, pero hace dos años te encontré acá y te dije que estabas muy gordo. Te dije lo que tenias que hacer y veo que no me hiciste caso.

 Edelmiro tuvo el impulso de usarle la nariz para abrir una de las latas de oferta pero se contuvo. Más aún, decidió tratarlo de “usted” para transmitir cierta frialdad en el trato.

 -Qué gusto verlo, maestro –mintió -. Lo recuerdo perfectamente. Esa vez usted se fue sin comprarse el pan dulce que tanto lo tentaba –Costa no pareció inmutarse y, como retomando la conversación de dos años atrás, prosiguió su perorata nutricional acusando a las grandes industrias alimenticias y a la ciencia médica misma de engañar a la gente, y una cuantas cosas más que lo hicieron concluir que Edelmiro pesa lo que pesa porque se alimenta mal.

 -Es posible. Pero llevo casi sesenta y tres años comiendo mal según usted, y no voy a cambiar de partitura justo ahora.

-Yo tengo 57 años y mirá qué delgado estoy: todo musculo –la chomba, el pulóver y la campera no dejaban ver esta vez el espinazo blanquecino de aquella ocasión.

-Le voy a decir algo, maestro, para su tranquilidad: le acepto que los triglicéridos los tengo un tanto elevados, pero no tengo colesterol; la glucosa la tengo en los parámetros normales, lo mismo que la insulina.

-Tomando medicación…

-En absoluto –Edelmiro no iba a blanquearle que toma pastillas para la presión y que es bastante sedentario.

-¿Cómo lo sabés? –Costa no se daba por vencido.

-Porque le pedí al médico que me indicara nuevamente análisis para hacérmelos en un laboratorio diferente, y las disparidades fueron ínfimas, maestro.

 Lisandro Costa seguía espiando el carrito de compras de Edelmiro y descubrió un paquete de galletitas Granix de agua sin sal.

-¡Ah! Acá hay hidratos de carbono.

-Maestro, usted sabe muy bien que no vivo solo en mi casa; tengo una familia –Edelmiro se sorprendía a sí mismo de cómo mantenía la compostura y buena educación frente a un tipo como ese.

 -Espero que la próxima no estés tan gordo. Sabés que vivo a dos cuadras de tu casa. Cuando quieras, te explico un poco más lo que tenés que hacer.

-Quédese tranquilo, maestro, que me voy a cuidar muy bien; sobe todo, de no pasar cerca de su casa –cerró Edelmiro, que no tiene la menor  idea de dónde vive el maestro Lisandro Costa.

 

 

24 ago 23

 

sábado, 29 de abril de 2023

Acordarse y olvidarse

 

         A menudo tenemos tantas cosas en la cabeza que olvidamos algunas de ellas. No son olvidos permanentes o de larga data. Simplemente olvidamos lo que estamos buscando, lo que queríamos decir, lo que teníamos que hacer.

          No acordarnos  de algo no implica que lo hayamos olvidado irremediablemente. De modo similar, acordarnos de que tenemos algo pendiente no garantiza que no lo olvidemos en el momento más inoportuno.

          Hay, también, cosas que quisiéramos olvidar y rondan nuestro pensamiento y nuestro recuerdo de manera recurrente: los compases de un tema musical, el jingle de una publicidad, suelen perseguirnos por días cuando serían lo último que quisiéramos escuchar.

          José Cela supo tener su taller de reparaciones de cocinas, estufas y calefones y el trabajo no le faltaba. Con algunos años sobre sus encorvadas espaldas, repartía sus horas laborales entre las tareas en el local y las que realizaba a domicilio. Ese era el karma de su clientela: podían estar semanas esperándolo sin que él fuera a solucionar un problema, por lo general, urgente.

-         ¿Se va a acordar de ir? –solían preguntarle, casi como un ruego.

-      Sí, sí, yo me acuerdo, lo que pasa es que me olvido –se sinceraba el gasista en lo que parecía una burla involuntaria.

 Y el cliente se iba esperanzado, sabiendo que el hombre se acordaba, sólo que se olvidaba.

  29 abr 23

viernes, 28 de abril de 2023

Despertar en Aeroparque

         Cuando el subteniente Alarcón me llamó para pedirme un favor sentí desmoronarse mis planes de fin de semana franco.

-Usted vive cerca, soldado, ¿es así?

-Sí, mi subteniente –no había manera de negarlo.

-Excelente. Mañana salimos en comisión a Campo de Mayo a buscar una Bandera que nuestro Batallón donará a una institución vecina. Vamos a ir en la camioneta del Teniente Coronel con su chofer. Yo iré a cargo y quiero que usted y el soldado Rodríguez vayan de custodia. Ambos viven cerca y necesito que se presenten mañana a las 0530. Para otros soldados que viven más lejos sería más sacrificado. –En la jerga militar “las 0530” significa las cinco y media de la mañana, lo que implicaba que me levantara a las cuatro y media, siempre y cuando alguien de mi familia me llevara en auto hasta el cuartel, madrugón que no le deseaba ni a mis padres ni a mi hermano.

 Alarcón era, dentro de todo, un oficial que se hacía respetar por su autoridad natural y no por su estrella de grado colgando del pecho. Y aunque así no fuera, no me quedaba opción.

-Entendido, mi subteniente. -Pensé en verle el lado positivo a la novedad: por lo menos conocería Campo de Mayo, un lugar que jamás figuraría en mis itinerarios turísticos.

          En la conscripción aprendí dos cosas fundamentales. La primera: todo lo que se mueve se saluda; todo lo que está quieto se pinta. La segunda: al cohete, pero temprano. Ese sábado aplicaba la segunda, así que una vez traspuesta la guardia de prevención, los únicos despiertos, además de los centinelas, éramos quienes un rato después saldríamos en comisión.

          La Ford F100 carrozada del Jefe estaba lista para salir. El conscripto Novarini, conductor asignado, repasaba con una franela vidrios y carrocería por enésima vez. Rodríguez y yo, ya con ropa de fajina, recogimos en sala de armas un casco, armamento y municionero completos. El cabo primero Córdoba observó: “No sé para qué se lustraron los borceguíes sin ni van a bajar de la camioneta”. No era broma; era sarcasmo y resentimiento: a él también lo habían hecho madrugar en día sábado para proveer de armamento a quienes íbamos a Campo de Mayo.

          No puedo recordar si algún suboficial era parte de quienes estábamos comisionados para una misión que, en las Fuerzas Armadas, es de una importancia y significación supremas. No por nada era Alarcón quien encabezaba la comitiva: era el abanderado de nuestra unidad militar, el Batallón de Comunicaciones de Comando 601. Novarini al volante, el subteniente a su lado, eventualmente un suboficial detrás de ellos, y Rodríguez y yo en la tercera fila de asientos, atentos a la retaguardia.

 Mi compañero estaba sin dormir después de una noche de juerga. Más de una vez, estando castigado, se había escapado para ir a bailar a Libertad 70, un boliche de Quilmes donde se había encontrado, casualmente, con el mismo superior que lo había castigado y, además, estaba de encargado de la semana de la tropa. Por eso zafaba de los castigos: si lo dejaban sin franco, podía delatar al superior que, debiendo cumplir su turno a cargo de la Compañía B, había coincidido con él en la velada quilmeña.

 Yo acompañaba su sueño profundo con sueños intermitentes, aferrando con las dos manos el FAL apoyado sobre la culata. Camino Centenario, rotonda de Alpargatas, Cruce Varela, Acceso Sudeste (la autopista era todavía un sueño lejano), puente Avellaneda, el Bajo porteño, Libertador, Costanera…

 La orden de Alarcón a Novarini me despabiló:

-Métease, no pare.

-Está en rojo.

-Meta sirena.

-No anda, mi subteniente.

-Bocina y acelere. No pierda tiempo.

 La frenada y el golpe seco me terminaron de despertar y me incrustaron contra el respaldo del asiento. De una patada  abrí las puertas traseras del carrozado, lo arrastré por la manga a Rodríguez y una vez en la calle cargué el FAL y apunté sin saber a qué ni a quién.

-¿Qué mierda pasa? –mi compañero se despertaba, literalmente, de golpe.

-Chocamos.

 Estábamos en la entrada de Aeroparque. Pocos metros delante de la F100, abrazado a la columna del semáforo, un Ford Falcon taxi perdía agua por el radiador roto, la trompa torcida. Al taxista –no llevaba pasajeros- lo ayudaron a salir del auto maltrecho. Caminaba bien, no sangraba, pero puteaba al aire y se quedó paralizado cuando vio contra qué había chocado: en 1979 meterse en problemas con el Ejército le helaba la sangre a cualquiera.

 En esos años, cuando aparecía un vehículo verde oliva como los del ejército, se armaba el desbande. Nadie que se acercara, nadie que se interesara por la suerte de los intervinientes en el accidente.

 Alarcón lanzó un puñado de improperios como para responderle al del taxi y cuando vio que no había lastimados le preguntó a un vendedor de panchos dónde podía encontrar un teléfono público. Detalle importante, éste: revistábamos en la principal unidad de comunicaciones del Ejército Argentino, viajábamos en el vehículo oficial de su Jefe, y no teníamos modo de comunicar a nadie lo que nos había sucedido. Faltaba más de una década para la llegada de la telefonía móvil.

 El subteniente encaró hacia el interior de Aeroparque a paso redoblado buscando un teléfono. Nuestra camioneta había quedado con una de las ruedas delanteras chueca, recostada sobre el cordón de una rambla. El Falcon negro y amarillo agonizaba en soledad al pie del semáforo, que había resistido bien el topetazo.

-        Nos vienen a buscar –anunció Alarcón, media hora después. Se subió a la F100 y se quedó allí dos horas. La esperanza me duró poco. Ya era casi mediodía cuando vimos acercarse a un Unimog de los nuestros. –Soldados, quedan a cargo –ordenó, y sin más se subió al camión.

 Ahí quedamos, Rodríguez y yo, con el fusil a la cazadora, sin saber qué hacer ni por cuánto tiempo estaríamos allí. Novarini se sentó en el cordón de la vereda, la cabeza entre las manos, mascullando un futuro que intuía gris oscuro, tirando a negro. Al taxista lo perdimos de vista.

 Mi compañero salió, con casco y fusil, a buscar un alma caritativa que le convidara cigarrillos y, si era posible, algo de comer. Volvió con unos pocos rubios en el bolsillo y otro encendido entre los labios. Si bien estábamos en los últimos días del invierno, el viento desde el río no era intenso pero sí frío. Pese a eso, no eran pocos los porteños que habían elegido pasear por la costanera, pararse a mirar los aviones o remojar el anzuelo y la carnada en las marrones aguas del Plata. Pero todos esquivaban a “los milicos” con mirada desconfiada.

 Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se acercó un tipo con uniforme de la Fuerza Aérea y varias condecoraciones pendientes del pecho. Se cuadró delante de mí, me hizo el saludo militar de protocolo (que respondí haciendo sonar mis borceguíes lostrosos taco con taco y pegando el fusil contra mi pecho) y mirándome a los ojos se despachó:

-La reunión ha finalizado. El Brigadier agradece la colaboración del Ejército Argentino en el operativo de seguridad.  

 Dicho eso, pegó media vuelta y se fue, marcando el paso. No vio que yo era un simple colimba y por lo tanto no podía estar a cargo de nada, no vio que la camioneta estaba rota del otro lado, no vio que a menos de diez metros yacían los restos de un taxi. Nos miramos con Rodríguez y nos empezamos a reír.

 Cuando el sol empezaba a recortarse detrás de los bosques de Palermo vimos acercarse el Unimog que se había llevado a Alarcón. Sin frenar, el subteniente saludó a través de la ventanilla con su mano derecha en la sien y vimos cómo increíblemente se alejaba en dirección al centro. Al rato, una grúa particular enganchó al Falcon y se lo llevó a la rastra.

 Así como no puedo recordar si algún suboficial formó parte de la epopeya, no estoy muy seguro de cómo regresamos al Batallón. Seguramente que mi compañero y yo lo hicimos en el mismo asiento trasero de la camioneta del Teniente Coronel, enganchada a una grúa y con lo que le quedaba del tren delantero colgando.

 Rodríguez se durmió enseguida, apenas arrancamos. Yo no terminaba de creer el día que había pasado, en contraposición a la profecía del cabo primero Córdoba acerca del lustre de los borceguíes.

 

28 abr 2023

 

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