martes, 3 de octubre de 2017

La vieja radio sigue latiendo

Parece que era cierta, nomás, aquella idea infantil de que había unos tipitos así de chiquitos dentro de la radio de cuando éramos chicos que hablaban, cantaban o tocaban música cada vez que el aparato era encendido. Y que cuando era apagado, se dormían en su interior, acurrucados en un rincón a la espera de que la perilla volviera a la posición de encendido.

La Philco Tropic presidía la cocina de casa.

Hace un par de domingos, cuando la Philco Tropic con gabinete de baquelita que vivía en aquella repisita casera en lo alto de una de las paredes de la cocina volvió a ser enchufada y encendida, después del ineludible tiempo de espera para que las válvulas se calentaran y una tormenta ruidosa desempolvó el parlante, girando el dial se oyó la voz inconfundible de un locutor de aquellos tiempos en los que a estos señores se los llamaba speakers.

Recuerdos en el éter
Era un programa de tangos en la mañana dominica y si no fuera porque en algún momento la voz de Arturo Furnó identificó a la emisora como Estación 8-20 transmitiendo -desde Lomas de Zamora- el programa Cuando tallan nos recuerdos, el cronista estaba creído que se trataba de una propalación al éter de radio Stentor, o Prieto, o Porteña...

El tono, la prosa y la cadencia del locutor parecían traídos de un tiempo lejano. La tormenta eléctrica que se abatía aquel día contribuía a recrear una transmisión de aquéllas, y si algo faltaba al cuadro nostálgico, era el sentimiento del conductor del programa. "Escuchamos la voz de Fulanito de Tal, que nos dejara lamentablemente en tal fecha"... "Era Mengano, que se fue con el Señor tal otro día"...

Y el clímax fue -y cómo no- tras escuchar a Carlos Gardel en Arrabal amargo: Furnó se despachó con un "Gracias por estar en mi programa, querido papá de todos los cantores".

Una radio en el hogar
A través de ese receptor radial supimos ser parte de Calle Corrientes, La revista dislocada, El show del minuto, La gallina verde, Rulos y moños, Charlando las noticias, Rapidísimo, Mañanitas camperas, Fontana show, La vida y el canto... aquellos programas que se escuchaban en casa durante los años '60 y principios de los '70 y por los cuales el escriba empezó a sentirle el gustito a eso que es la radiofonía.

Por esa radio supimos de Horacio S. Meyriale, de Blakie, de Roberto Gil, de Sandrini, de Délfor, Garaycochea, Merellano, Ricardo Jurado, Julio Lagos, Héctor Larrea, Jorge Fontana, Rina Morán, Horacio de Dios, el peruano Guerrero Marthineitz, María Esther Vignola, Antonio Carrizo, Jorge Vaccari...

También supimos, cómo no, del derrocamiento del presidente Arturo Illia, circunstancia ésta y otras similares que ameritaban correrse hasta el principio del dial para sintonizar radio Colonia con el estilo inconfundible de Ariel Delgado en la locución de noticias.

Hay unos tipitos adentro
Los domingos la radio parecía preparada sólo para propalar tangos o carreras de Turismo de Carretera. Rara vez el fútbol se metía en su rutina de Rivadavia, Continental, Belgrano, El Mundo, Splendid o Provincia.

Por eso, porque en esa Philco escuchamos a Julio Sosa, Alfredo De Ángelis, Darienzo, Basso, Fresedo, no nos sorprendió que el dos por cuatro brotara con afán cuando muchos años después volvimos a encenderla. Es que aquella fantasía de los tipitos habitando la radio parecía recrearse y hasta confirmarse. No podía ser que después de tantos años, con lo mucho que ha cambiado la radiofonía, en la vieja radio volvieran a escucharse tangos de aquella época y en un programa de estilo tan cincuentero.

Es que la magia de la radio sigue viva. Eso es evidente. Gracias a Dios.



Palabras que van y vienen

Aunque ya casi ha desaparecido el viejo boleto de colectivo que coleccionábamos si era capicúa, sus modernos sucedáneos también son numerados y despiertan la misma curiosidad por ver si sus guarismos pueden leerse de la misma manera del derecho y del revés. Este fenómeno que igualmente puede aplicarse a números, palabras, frases o textos, recibe el pomposo nombre de palíndromo, o bifrontismo según el caso, para el diccionario de la lengua española.


Ida y vuelta
Palíndromo deriva del griego palin (otra vez, de nuevo) y dromos (carrera, camino), lo que define al término como "palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha, que de derecha a izquierda". Los primeros palíndromos se atribuyen al poeta Sótades, quien vivió en la Grecia del siglo III antes de Cristo. Los palíndromos españoles más antiguos conocidos datan de mediados del siglo XVI.

Si bien es frecuente encontrar palíndromos ocultos en textos literarios, resulta más fácil reconocerlos cuando están escritos en horma aislada, fuera de un párrafo del que formen parte.

El ejemplo más conocido es aquél que dice "dábale arroz a la zorra el abad". Pruebe el lector leerlo desde el final hacia el principio y no encontrará mayor diferencia que la acentuación. El humor inglés imaginó que Adán hablaba la lengua sajona y en una demostración de cortesía y buena educación, se presentó a Eva generando el primer palíndromo de la historia: "Madam, I'm Adam" ("Señora, soy Adán").

Adán, el primer palindrista
(Adán y Eva. Tiziano, 1488-1576).
Los apasionados por los juegos lingüísticos atribuyen mayor calidad al palíndromo breve, en el cual la simetría de las palabras salta a la vista por la armonía en las formas.



Descubrir palíndromos es una aventura en sí misma, puesto que nos presenta el desafío de remar contra la corriente: nuestro hábito de leer de izquierda a derecha nos dificultará el intento de hacerlo en sentido inverso y descubrir allí una construcción lingüística reversible.

Juego de palabras
En un escrito sobre el tema, el español Agustín Ijalba señala: "Me gusta, por ejemplo, la idea de incluir palíndromos dentro de un texto y jugar con ellos como si fueran trozos de un paisaje, de una foto, de un cuadro. El valor del palíndromo reside en su capacidad de sorpresa, y en su utilidad para la composición de una escena. No deja de recordarme, en ciertos aspectos, al arte de la ornamentación, pues el palíndromo adorna el texto como un jarrón o un mueble adornan una sala". Y continúa diciendo que un palíndromo es como una mezcla de palabras, como el rebote o el reflejo de lo ya escrito.

Escribir palíndromos es casi un juego de niños, un interesante pasatiempo para cuando estamos aburridos, como pergeñar pequeños crucigramas para que otros maten el tiempo ocioso y que nos devuelve el placer de sonreír con incredulidad por su aparente sencillez.

"El palíndromo nos sale al paso cuando decimos que la saga paga sal o que existen saetas ateas, o cuando gritamos ¡a por ropa!, o si en un momento dado a mi interlocutor elogios óigole -agrega Ijalba-. Y -¿por qué no?- también cuando decimos que los palíndromos la vida amargan al anagrama".

Aquí, algunos ejemplos palindrómicos como para ir sonriendo:
Líame ese email.
Eva usaba rimel y le miraba suave.
Recelo da adolecer.
A la Manuela dale una mala.
A tal pelado dale plata.
A mamá, Roma le aviva el amor a papá y a papá, Roma le aviva el amor a mamá.
Amigo, no gima.
Así, mal oirá sor Rosario la misa.
El birrete terrible.
Ella te dará detalle.
No bajará Sara jabón.
Sé brutal, o no la turbes.
Ana lava lana.
A ti no, bonita.
Amo la paloma.
Saca tú butacas.
Así Ramona va, no Marisa.
Oirás orar a Rosario.
No traces en ese cartón.

Poesía reversible

El bifrontismo es un pariente lejano del palindrismo y consiste en la comparación entre significados al darle la vuelta a una palabra o a una frase. Entre las palabras nos encontramos con: arroz/zorraadula/aludaaires/seríaamina/ánimaasir/risaateas/saetaazar/razadual/laúdlavo/ovaloídos/sodioOmar/Romaoír/río.

Un ejemplo de bifrontismo poético (composición que al leerla en uno u otro sentido no cambia su significado) es el siguiente:

Inténtelo quien lo intente.
Hasta que el golpe esté dado
de lo que se haya tratado
nada se sabrá, es patente.
En esta ocasión presente
mucho se ve disponer;
penetrar lo que ha de ser
en lo posible no cabe.
Quien más calla, éste lo sabe:
todos hablan sin saber.

Hay además composiciones que invierten su significado al ser leídas del final al principio, como el siguiente ejemplo cuyo autor, como en el caso anterior, desconocemos:
Te adoro con frenesí.
Y di que miento si digo:
Solamente soy tu amigo
Cual lo eres tú para mí.
No quiero chanzas aquí
Con mi ternura y afán;
El temor del qué dirán
No pone valla a mi amor
Si dicen que con ardor
Mintiendo mis labios van.

Para algunos un simple pasatiempo; para otros, una pérdida de tal. Para el resto, palíndromos y bifrontismo son un desafío al ingenio encerrado en la inconmensurable riqueza del idioma. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes de que lo vean a usted garabateando palabras y frases sobre un papel en blanco, estirando la comisura de sus labios…

domingo, 1 de octubre de 2017

La Historia en un papel

    Donde menos lo sospechamos hay un cachito de historia esperándonos. Es que hemos crecido con un concepto según el cual la Historia está encerrada en los libros o en las vitrinas de los viejos museos y por eso nos cuesta tanto, a veces, relacionar un concepto aprendido con un objeto observado. Poco nos dice que ese objeto haya pertenecido a Fulano o Mengano si no conocemos la cotidianidad del personaje, los usos y costumbres de la sociedad y la época en que se desenvolvió.

    Nos pasó con la historia de City Bell. Cuando comenzamos a trabajar en el orden del material del que disponíamos, con la mirada puesta en escribir el que acabó siendo el primer libro con la historia local, nos encontramos paralelamente con objetos que habían pertenecido a la familia Bell y al personal de la Estancia.


Tuvimos en nuestras manos la documentación original que dio entidad jurídica al pueblo y la que daba testimonio de cómo la zona había ido pasando de mano en mano. Ya no nos la estaban contando, ya no la estábamos viendo: la estábamos tocando, palpando.

Estábamos escuchando dar las horas al reloj que perteneció a la sala del casco de la Estancia Grande. Teníamos notas y correspondencia inherentes al funcionamiento de la nueva villa. Pusimos nuestro ojo en el visor de la cámara fotográfica con que Tobi Büchele registró escenas de aquellos ya centenarios tiempos y, cien años después, estábamos ocupando su lugar.

    La Historia, entonces, forma parte de nuestro pasado en tanto y en cuanto nos cuenta sobre los tiempos idos, pero también de nuestro presente, dado que permanece viva en los objetos que alguna vez fueron adornos, herramientas, utensilios, impresos, arte.

Días pasados nos encontramos con la historia de un pedacito de City Bell en un aviso de venta: “Afiche Carnaval, Paginas De Oro, Americo De Rose - City Bell”. Se trataba de un afiche callejero original que promocionaba los bailes del Argentino Juvenil Club en sus años de gloria de finales de la década de 1940 y mediados de la siguiente.

Tenemos avisos recortados de los diarios, como quien ha querido guardar esos trocitos de papel impreso como recuerdo, como testimonio o lo que sea. Pero nunca habíamos visto un afiche de gran tamaño y en tinta color.

Sabíamos de esos artistas porque sus nombres los hemos escuchado de labios de nuestros padres. Valoramos el pasado del club de Cantilo y 19 porque en aquellos años esplendorosos, don Domingo Molfino, abuelo de este cronista, fue presidente de la Institución hacia 1956 o 1957.

Entonces, encontrarnos con ese trozo de papel amarillento de setenta centímetros por un metro detallando las atracciones de esa noche de Carnaval de hace unos sesenta o setenta años, escondido en un rincón del mercado de San Telmo, fue toparnos con cachito de historia del Club, de la de City Bell, y de la familiar misma.
   
    A los diseñadores gráficos de hoy les podrá interesar en el aspecto estético por tratarse de una pieza concebida antes de que su oficio se profesionalizara en el país.

    A un productor de espectáculos le servirá para darse cuenta que entonces y ahora el recurso publicitario es el mismo; pegatina de afiches en la vía pública.

    A quienes investigamos el pasado de nuestra comunidad, contar con ese afiche ajado pero aún colorido nos ayuda a sentirnos más cerca de lo que fueron esas fiestas en las que se gestaron muchas familias del City Bell de hasta hace quince, veinte años: los bailes de los clubes locales produjeron romances, parejas y matrimonios que han dejado su huella en un pueblo que por entonces era demasiado joven.

    No disponemos de grabaciones de los artistas anunciados en ese afiche, pero podríamos escuchar, mientras lo contemplamos, interpretaciones de Varela-Varelita, o de las grandes orquestas típicas que han trascendido en el tiempo de la mano de Pugliese, D’Arienzo, Cambareri y otros asiduos y famosos animadores de aquellas noches citybellinas a cielo abierto.

    Por eso, cuando al afiche le sumamos recuerdos y testimonios, nombres y costumbres que le son contemporáneos, ese pedazo de papel adquiere otra dimensión. Es, ahora, un trozo de historia.

    Lo decíamos al principio: cachitos de historia que nos esperan donde menos lo esperamos. Esa historia que no está en los libros sino en el relato de los mayores que, por ley de la vida, se van yendo con sus recuerdos.
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 28 sep 16


Afectos


    Si bien no hace mucho que hablé de la amistad en este espacio, quise rescatar este otro texto elaborado el año pasado. Fue para el programa radial Hablando de City Bell y acá lo ilustro con una foto de enero de 1976 que Bernardo Heras rescató del olvido o del fondo de algún cajón. El comentario dice lo siguiente:

La semana pasada, en nuestra versión “no vinimos pero estamos” del programa, hablábamos de la amistad a propósito del Día del Amigo celebrado un día antes.

    Tal vez por el hecho de haber grabado el comentario y no haberlo hecho en vivo, quizás por haberlo hecho antes de la celebración propiamente dicha, nos quedaron montones de reflexiones dando vueltas.
   
    Observamos este año que, por alguna razón, la fecha estuvo presente mucho más que en años anteriores. Claro que tal vez sea una sensación nuestra, aunque sí es pie suficiente para despachar unos párrafos. Tal vez el estar parados en un punto de la vida en el cual podemos reflexionar en la casi certeza de que tenemos más pasado que futuro; quizás porque aún sintiéndonos jóvenes nuestras canas delatan nuestras cinco décadas largas disfrutando de la vida y por eso mismo realimentamos nuestros afectos y nuestra sensibilidad, el reciente día del amigo fue más intenso que otros.

    No tuvimos grandes celebraciones. Apenas si nos reunimos a celebrar los cincuenta años de amistad con Gabriel Lamanna (y nuestras respectivas parejas), y valorar el poco frecuente caso de haber compartido desde jardín de infantes (colegio Estrada, 1966) hasta quinto año de la Facultad (Periodismo, 1984), paréntesis del servicio militar mediante. Y con las idas y venidas, con las cercanías y las lejanías, descubrimos que cinco décadas después el afecto sigue limpio, vivo, palpitante.

Un par de meses atrás habíamos hecho lo mismo con Bernardo Heras: cincuenta años de conocernos, de haber compartido ideales, locuras juveniles –dice el tango- de sabernos a la distancia del tiempo, pero con el cofre intacto del tesoro de la amistad y del afecto ahí, fresco, intacto.

La calle 13, la calle 22 y la diagonal Jorge Bell cruzan nuestros sentimiento como portadoras de esas amistades, de esos afectos de medio siglo que hoy queremos poner en primer plano. Como lo fueron y lo siguen siendo Pellegrini, 12, 16, Alvear, 7… que atesoran también queridas amistades que fecundaron el afecto.

Pensábamos que no es tiempo para desperdiciar nada. Que si algo de valor podemos y debemos atesorar, es el afecto, la amistad. No somos ricos si no los tenemos en el corazón. Si no los cultivamos en francas caminatas por City Bell; si no los reposamos en un banco de plaza, si no los extendemos bajo un cielo estrellado y citybellino, donde la tierra es particularmente fértil para hacerlos germinar.
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28 jul 16



lunes, 7 de agosto de 2017

Cincuenta años después


    La efeméride desató la cadena de recuerdos. Era 3 de julio y aunque un día después, a la cabeza de las evocaciones figuraría la declaración Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica seguida del nacimiento del doctor Esteban Laureano Maradona o la muerte de Ástor Piazzola entre otros sucesos, no fueron pocos los que destacaron ese día lunes que se cumplía medio siglo del estreno de La Balsa, composición considerada piedra basal del rock argentino.
   
    Independientemente de su valor artístico –para unos lo tendrá, para otros no-, para quienes desde el pedestal de la infancia nos asomábamos a esa nueva movida musical del país, escuchar hablar de una banda llamada Los gatos despertaba cierta curiosidad. Aclaración necesaria: en esa época se hablaba de conjuntos y no de bandas, los cuales hacían música progresiva y no rock, una manera esta última, tal vez, de eludir la celosa vigilancia del gobierno de facto y de turno.


Lo cierto es que ni Lito Nebbia ni Tanguito supieron en ese legendario baño de una pizzería del porteño barrio del Once que veintitrés años después una platense y un citybellino iniciarían una relación luego de bailar ese tema y se apropiarían afectivamente de él.

    Quienes en la mitad avanzada de la década de 1960 –plenitud de la llamada Era de la Contestación- alcanzábamos los primeros peldaños de la escuela primaria, nos las ingeniábamos para organizar inocentes malones: los varones llevábamos gaseosas, las chicas algo para comer y el Wincofón destilaba discos con más fritura que una fábrica de churros, pero todos bailábamos desde pasadas las cinco o seis de la tarde hasta que mamá o papá venían por nosotros a la hora de cenar.

    En las casas familiares solían armarse los bailongos en ese barrio cercano al camino Belgrano que por entonces quedaba demasiado alejado del centro citybellino. Además de Los gatos sonaban Carlos Bisso y su Conexión nº 5, Los Náufragos, Los Iracundos, Christian Andrade, María Esther Lovero, Raúl Padovani, Tormenta, Los Beatles, Matt Monro y vaya uno a saber quiénes más.

    La evocación trajo a la memoria también otros intentos que rayaron entre lo lúdico y lo artístico. Los más grandes de la barra tendrían entre ocho y diez años y habían decidido formar un conjunto. Se llamaban Los hippies y vestían camisas –sí señor: camisas- blancas con algunos remiendos de colores cosidos, más agregados hechos con marcador que decían cosas como love, pop, o sencillas flores dibujadas.

Contaban como instrumentación con unas maracas y un pequeño bombo que daba más para chacarera que para la música que querían hacer y cantaban sobre un disco la letra de dos o tres temas de Palito Ortega que un hermano mayor había logrado desgrabar arrancando y deteniendo sucesivamente el tocadiscos.

Creo recordar uno que decía más o menos:
Estoy mirando en el mapa
busco mi pueblo y mi casa
encuentro valles y ríos
y mil caminos que pasan,
pero mi pueblo y mi casa
¡ay caramba!,
no figuran en el mapa... 
Shara undakushara,
undakuundakushara
shara undakushara,
undakuundakusha... 

    Julio Andrade, Alejandro Flaqué, Julio Mariscal, Gabriel Defranco y alguno más eran de la partida de este ensamble de vida efímera, que contaba además con una guitarra de juguete de mi propiedad, la cual me dio el salvocunducto para sumarme a la formación.

    Luego los más chicos de la borregada (Marcelo González, Mario Braccio y el suscripto) formamos nuestro propio conjunto con cartel pintado a mano y todo: Alerta, nos llamábamos y tal vez mi mamá Coca haya estado presente como solitario público en nuestra única presentación en el fondo de casa.

    Charlando estos recuerdos con mi hijo, se maravillaba de que hacíamos esas cosas antes del surgimiento de Black Sabbath, banda considerada el nacimiento del rock metálico. Le retruqué que era también el tiempo de los Beatles y los Rolling Stones, pero que acá, en el confín del mundo, nacía La Balsa, un tema sin el cual él, muy posiblemente, no habría ni siquiera nacido.
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06 jul 17


     

domingo, 9 de julio de 2017

Fría evocación

Hace hoy diez años se producía una histórica nevada sobre la región. Lo de histórica es porque hacía 89 años que no nevaba por aquí. En esa ocasión escribía y publicaba lo siguiente:

Las nieves del tiempo

Pasarán muchos años hasta que olvidemos este 9 de julio, que nos dejó copos de nieve adheridos como escarapelas en el corazón.


         El almuerzo en casa de amigos se extendía en larga sobremesa mientras la llovizna tímida, casi pulverizada y rala, advertía que la tarde sería especial para chocolate con churros, como para calentar el ambiente. Agustina anunció que estaba nevando y nadie le hizo caso, si mirá que va a caer nieve justo acá, que no nieva desde 1918 y fue apenas un cachito así.

         Pero la cosa iba en serio. Lo que se desprendía del velo gris del cielo no era simplemente agua y, además, estaba particularmente frío. Tampoco era aguanieve, ni nevizca, ni copos de telgopor. Y para uno que nunca había visto nevar, y menos aún en la puerta de su casa, el hecho era algo novedoso.


Recalentamiento invernal
         Pasado el primer impulso de vestirse de Papá Noel y salir por las calles (el físico le ayuda mucho), el cronista partió –sin trineo- a recorrer City Bell. Hacía mucho que no sentía una emoción parecida, consciente de ser testigo de un hecho cuyo precedente más cercano databa de casi noventa años. Y si, como escuchó por ahí, el frío inusitado para estas latitudes es el paradójico fruto del calentamiento global, supo que este patriótico 9 de julio se estaba inscribiendo en las efemérides como una prueba palpable de que la naturaleza está con nana, y no es broma.

         A las cinco de la tarde la nieve no era tanta como para acumularse sobre los bustos de Belgrano y San Martín en las plazas respectivas que los honran; algo podía verse en la estatua decapitada de Almafuerte, detrás de la estación ferroviaria, donde la tierra oscura removida del parque aledaño hacía un contraste perfecto con el blanco de los cristales helados que caían con lentitud. En el andén, amuchados en el banco debajo del alero, tres jóvenes con el cuello de sus camperas subidos hasta más allá de la nariz, buscaban abrigo a la espera del tren con destino a La Plata. Un par de autos estacionados del lado del Camino del Centenario daban cuenta de una capa de nieve sobre su techo y sus vidrios, como una contribución a esta postal pueblerina que nos llena de curiosidad.


El infaltable
         En las plazas algunos pocos grupos de chicos y familias enteras, trataban inútilmente de amontonar materia prima para construir el tradicional muñeco. Un par de horas después, cuando la precipitación se hizo más intensa, los resultados eran mucho mejores: en la esquina de 9 y diagonal Urquiza el monigote con nariz de zanahoria alcanzaba un metro de altura y lucía la bufanda de uno de sus escultores. Cuando el cronista apuntó con su cámara, le dijeron que ya era el cholulo número dieciséis.

         En algunas calles el jolgorio semejaba un festejo futbolero: gritos, bocinas, risas y cantos. “Las nieves del tiempo platearon mi sien”, cantaba Gardel, pero evidentemente no se refería a ésta. En una casa de la calle Rivadavia, tres mujeres asomadas a la puerta de calle contemplaban un espectáculo único en sus vidas. La mayor de ellas aseguraba sobre sus hombros una pañoleta tejida, mientras abrigaba sus pies con pantuflas rosadas. Si nos hubiésemos detenido a escuchar sus comentarios, ninguno escaparía a la admiración y la sorpresa.

Un frío silencio
         Por lo demás, detenerse a contemplar la nevada en toda su dimensión implicaba descubrir su silencioso caer: no crepita como la lluvia, no tintinea como las gotas sobre los techos de chapa, no salpica con chasquidos al pegar contra vidrios y baldosas.

         La plaza San Martín resultó la más iluminada del pueblo, detalle que -sumado a lo escaso de la forestación- congregó a un buen número de vecinos que jugaban en la nieve ya abundante, como turistas o personajes de películas en la navidad neoyorquina. Más de diez autos se habían detenido en la calle circundante, y sus ocupantes mayormente participaban de la guerra de bombazos congelados. Los teléfonos celulares y las cámaras fotográficas disparaban sus flashes aquí y allá. El pueblo era una fiesta y había que guardarla de recuerdo.

El día después
         En la mañana del martes 10 se había acabado la nevada y, con ella, el feriado. La comarca amaneció desacostumbradamente cubierta por un mantel blanco y radiante. Muchos autos, con evidencia de haber dormido afuera, circulaban con sus vidrios apenas despejados de la gélida blancura, como quien luce la bandera de su equipo favorito después de ganar un campeonato. Para muchos, era una pena que la fiesta se acabara.

         Las casas de fotografía no daban abasto con el revelado de películas y las máquinas para grabar e imprimir tomas digitales tenían colas de varias personas aguardando el momento de volcar la magia de la víspera sobre el papel. Hasta casi el mediodía no hubo un sólo rollo fotográfico en las estanterías de los comercios: todas las existencias se agotaron hasta que hacia el fin de la mañana comenzó la reposición.

         Pero para entonces ya era tarde. Aunque en la tarde aún podía verse manchones aislados de albor sin derretirse, la mayor parte de la nieve se había diluido en delgados hilos de agua que se entrecruzaban en curiosa trama de final incierto. Se escurría en ellos la emoción hecha lágrimas de casi veinticuatro horas de alegría, de fantasía e ilusión.

         Quién sabe, no debamos esperar otros ochenta y nueve años para volver a ser niños por un rato, construir un muñeco junto al vecino o al desconocido que pasa por ahí; para tirarnos con bombas inofensivas y darnos cuenta del mucho bien que nos hace divertirnos sanamente con algo que nos viene del cielo.
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 10 jul 07                                                         


        


domingo, 18 de junio de 2017

Próceres


Todos, de alguna manera, encumbramos la figura de nuestro padre, más aún si ya no lo tenemos con nosotros. 

No digo que le haríamos un monumento pero estoy seguro de que con el socorro del tiempo, que ayuda a decantar las cosas negativas, redescubrimos sus virtudes y las revalorizamos. Y con orgullo las comentamos o las mostramos con las personas cercanas. 

Tratamos de remarcar su pertenencia a la comunidad, y recordarlo es como leer un trozo de su vida, es como elevarlo a la categoría de prócer, por lo menos familiar.

Hoy, Día del Padre en nuestro país, quise retomar este párrafo escrito y publicado hace un año y acompañar la foto de mi papá Humberto junto al suyo, mi abuelo José.

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