Cuando
el subteniente Alarcón me llamó para pedirme un favor sentí desmoronarse mis
planes de fin de semana franco.
-Usted
vive cerca, soldado, ¿es así?
-Sí,
mi subteniente –no había manera de negarlo.
-Excelente.
Mañana salimos en comisión a Campo de Mayo a buscar una Bandera que nuestro
Batallón donará a una institución vecina. Vamos a ir en la camioneta del Teniente
Coronel con su chofer. Yo iré a cargo y quiero que usted y el soldado Rodríguez
vayan de custodia. Ambos viven cerca y necesito que se presenten mañana a las 0530.
Para otros soldados que viven más lejos sería más sacrificado. –En la jerga
militar “las 0530” significa las cinco y media de la mañana, lo que implicaba que me
levantara a las cuatro y media, siempre y cuando alguien de mi familia me
llevara en auto hasta el cuartel, madrugón que no le deseaba ni a mis padres ni
a mi hermano.
Alarcón era,
dentro de todo, un oficial que se hacía respetar por su autoridad natural y no
por su estrella de grado colgando del pecho. Y aunque así no fuera, no me quedaba
opción.
-Entendido,
mi subteniente. -Pensé en verle el lado positivo a la novedad: por lo menos
conocería Campo de Mayo, un lugar que jamás figuraría en mis itinerarios
turísticos.
En
la conscripción aprendí dos cosas fundamentales. La primera: todo lo que se mueve se saluda; todo lo que
está quieto se pinta. La segunda: al
cohete, pero temprano. Ese sábado aplicaba la segunda, así que una vez
traspuesta la guardia de prevención, los únicos despiertos, además de los
centinelas, éramos quienes un rato después saldríamos en comisión.
La
Ford F100 carrozada del Jefe estaba lista para salir. El conscripto Novarini,
conductor asignado, repasaba con una franela vidrios y carrocería por enésima
vez. Rodríguez y yo, ya con ropa de fajina, recogimos en sala de armas un
casco, armamento y municionero completos. El cabo primero Córdoba observó: “No sé para qué se lustraron los borceguíes
sin ni van a bajar de la camioneta”. No era broma; era sarcasmo y
resentimiento: a él también lo habían hecho madrugar en día sábado para proveer
de armamento a quienes íbamos a Campo de Mayo.
No
puedo recordar si algún suboficial era parte de quienes estábamos comisionados
para una misión que, en las Fuerzas Armadas, es de una importancia y
significación supremas. No por nada era Alarcón quien encabezaba la comitiva:
era el abanderado de nuestra unidad militar, el Batallón de Comunicaciones de
Comando 601. Novarini al volante, el subteniente a su lado, eventualmente un
suboficial detrás de ellos, y Rodríguez y yo en la tercera fila de asientos, atentos
a la retaguardia.
Mi compañero
estaba sin dormir después de una noche de juerga. Más de una vez, estando
castigado, se había escapado para ir a bailar a Libertad 70, un boliche de
Quilmes donde se había encontrado, casualmente, con el mismo superior que lo
había castigado y, además, estaba de encargado de la semana de la tropa. Por
eso zafaba de los castigos: si lo dejaban sin franco, podía delatar al superior
que, debiendo cumplir su turno a cargo de la Compañía B, había coincidido con
él en la velada quilmeña.
Yo acompañaba su
sueño profundo con sueños intermitentes, aferrando con las dos manos el FAL
apoyado sobre la culata. Camino Centenario, rotonda de Alpargatas, Cruce
Varela, Acceso Sudeste (la autopista era todavía un sueño lejano), puente
Avellaneda, el Bajo porteño, Libertador, Costanera…
La orden de
Alarcón a Novarini me despabiló:
-Métease, no pare.
-Está en rojo.
-Meta sirena.
-No anda, mi subteniente.
-Bocina y acelere. No pierda tiempo.
La frenada y el
golpe seco me terminaron de despertar y me incrustaron contra el respaldo del
asiento. De una patada abrí las puertas
traseras del carrozado, lo arrastré por la manga a Rodríguez y una vez en la
calle cargué el FAL y apunté sin saber a qué ni a quién.
-¿Qué mierda pasa? –mi
compañero se despertaba, literalmente, de golpe.
-Chocamos.
Estábamos en la
entrada de Aeroparque. Pocos metros delante de la F100, abrazado a la columna
del semáforo, un Ford Falcon taxi perdía agua por el radiador roto, la trompa
torcida. Al taxista –no llevaba pasajeros- lo ayudaron a salir del auto
maltrecho. Caminaba bien, no sangraba, pero puteaba al aire y se quedó paralizado
cuando vio contra qué había chocado: en 1979 meterse en problemas con el
Ejército le helaba la sangre a cualquiera.
En esos años,
cuando aparecía un vehículo verde oliva como los del ejército, se armaba el
desbande. Nadie que se acercara, nadie que se interesara por la suerte de los
intervinientes en el accidente.
Alarcón lanzó un
puñado de improperios como para responderle al del taxi y cuando vio que no
había lastimados le preguntó a un vendedor de panchos dónde podía encontrar un teléfono
público. Detalle importante, éste: revistábamos en la principal unidad de
comunicaciones del Ejército Argentino, viajábamos en el vehículo oficial de su
Jefe, y no teníamos modo de comunicar a nadie lo que nos había sucedido.
Faltaba más de una década para la llegada de la telefonía móvil.
El subteniente
encaró hacia el interior de Aeroparque a paso redoblado buscando un teléfono.
Nuestra camioneta había quedado con una de las ruedas delanteras chueca,
recostada sobre el cordón de una rambla. El Falcon negro y amarillo agonizaba
en soledad al pie del semáforo, que había resistido bien el topetazo.
-
Nos vienen a buscar –anunció Alarcón,
media hora después. Se subió a la F100 y se quedó allí dos horas. La esperanza me duró poco. Ya era casi
mediodía cuando vimos acercarse a un Unimog de los nuestros. –Soldados, quedan a cargo –ordenó, y sin
más se subió al camión.
Ahí quedamos,
Rodríguez y yo, con el fusil a la cazadora, sin saber qué hacer ni por cuánto tiempo
estaríamos allí. Novarini se sentó en el cordón de la vereda, la cabeza entre
las manos, mascullando un futuro que intuía gris oscuro, tirando a negro. Al
taxista lo perdimos de vista.
Mi compañero
salió, con casco y fusil, a buscar un alma caritativa que le convidara
cigarrillos y, si era posible, algo de comer. Volvió con unos pocos rubios en
el bolsillo y otro encendido entre los labios. Si bien estábamos en los últimos
días del invierno, el viento desde el río no era intenso pero sí frío. Pese a
eso, no eran pocos los porteños que habían elegido pasear por la costanera,
pararse a mirar los aviones o remojar el anzuelo y la carnada en las marrones
aguas del Plata. Pero todos esquivaban a “los milicos” con mirada desconfiada.
Eran cerca de
las cuatro de la tarde cuando se acercó un tipo con uniforme de la Fuerza Aérea
y varias condecoraciones pendientes del pecho. Se cuadró delante de mí, me hizo
el saludo militar de protocolo (que respondí haciendo sonar mis borceguíes
lostrosos taco con taco y pegando el fusil contra mi pecho) y mirándome a los
ojos se despachó:
-La reunión ha finalizado. El Brigadier
agradece la colaboración del Ejército Argentino en el operativo de seguridad.
Dicho eso, pegó media
vuelta y se fue, marcando el paso. No vio que yo era un simple colimba y por lo
tanto no podía estar a cargo de nada, no vio que la camioneta estaba rota del
otro lado, no vio que a menos de diez metros yacían los restos de un taxi. Nos
miramos con Rodríguez y nos empezamos a reír.
Cuando el sol
empezaba a recortarse detrás de los bosques de Palermo vimos acercarse el
Unimog que se había llevado a Alarcón. Sin frenar, el subteniente saludó a través
de la ventanilla con su mano derecha en la sien y vimos cómo increíblemente se
alejaba en dirección al centro. Al rato, una grúa particular enganchó al Falcon
y se lo llevó a la rastra.
Así como no
puedo recordar si algún suboficial formó parte de la epopeya, no estoy muy
seguro de cómo regresamos al Batallón. Seguramente que mi compañero y yo lo
hicimos en el mismo asiento trasero de la camioneta del Teniente Coronel,
enganchada a una grúa y con lo que le quedaba del tren delantero colgando.
Rodríguez se durmió
enseguida, apenas arrancamos. Yo no terminaba de creer el día que había pasado,
en contraposición a la profecía del cabo primero Córdoba acerca del lustre de
los borceguíes.
28 abr 2023