jueves, 24 de agosto de 2023

Encuentro en el supermercado

         Edelmiro piensa que cuando uno bloquea a otra persona en las redes sociales, esa acción debería tener efecto también en la vida real. Por ejemplo en Facebook lo tiene bloqueado a Lisandro Costa, el profesor de guitarra que le resulta más pesado que un solfeo.

          Esta semana, cuando no lo pudo evitar en la góndola de los lácteos, se dio cuenta de que hacía como dos años que no se cruzaba con el impertinente maestro Costa, que no se llama ni Lisandro ni Costa pero Edelmiro se niega a hacer pública la identidad de su casi acosador. Lo de “maestro” es un modismo aplicable a los grandes artistas y él lo subraya particular e irónicamente al dirigirse al sujeto en cuestión.

          En aquella ocasión era verano y el lugar de encuentro fue, también, el supermercado. Costa, de pantalones cortos y en cueros, comparaba hidratos de carbono, calorías y grasas entre alimentos similares para decidir cuál comprar. El torso desnudo no era sólo una cuestión climática: el maestro estaba orgulloso de sus abdominales y sus pectorales. Bajo su piel blanca de concertista se traslucía un tórax compuesto por espinas más que costillas.

          Ahí fue cuando lo vio a Edelmiro y lo empezó a arengar por su sobrepeso y a darle una clase de higiene y nutrición blandiendo una erudición de la que, muy posiblemente, pueda alardear al empuñar la guitarra pero difícilmente lo habilite a meterse con la salud de los demás.

     Edelmiro se alegró de haberlo borrado de sus contactos virtuales hacía tiempo ya, y deseó no volver a encontrarlo. Lo saludó con cortesía y lo dejó relojeando los pandulces de oferta en esos días posteriores a Navidad y Año Nuevo; adivinó una lágrima deslizándose en la punta de la nariz prominente del músico.

Ayer no lo vio venir. Se le apareció sorpresivamente desde atrás de una pila de latas de durazno al natural en promoción 2x1, y el maestro Costa le atravesó el changuito, al tiempo que observaba lo que Edelmiro llevaba en el suyo.

 -Yo no sé si vos te acordás –lo encaró sin siquiera saludarlo, esta vez bien abrigado por el invierno y con la cabellera enrulada bastante más gris-, pero hace dos años te encontré acá y te dije que estabas muy gordo. Te dije lo que tenias que hacer y veo que no me hiciste caso.

 Edelmiro tuvo el impulso de usarle la nariz para abrir una de las latas de oferta pero se contuvo. Más aún, decidió tratarlo de “usted” para transmitir cierta frialdad en el trato.

 -Qué gusto verlo, maestro –mintió -. Lo recuerdo perfectamente. Esa vez usted se fue sin comprarse el pan dulce que tanto lo tentaba –Costa no pareció inmutarse y, como retomando la conversación de dos años atrás, prosiguió su perorata nutricional acusando a las grandes industrias alimenticias y a la ciencia médica misma de engañar a la gente, y una cuantas cosas más que lo hicieron concluir que Edelmiro pesa lo que pesa porque se alimenta mal.

 -Es posible. Pero llevo casi sesenta y tres años comiendo mal según usted, y no voy a cambiar de partitura justo ahora.

-Yo tengo 57 años y mirá qué delgado estoy: todo musculo –la chomba, el pulóver y la campera no dejaban ver esta vez el espinazo blanquecino de aquella ocasión.

-Le voy a decir algo, maestro, para su tranquilidad: le acepto que los triglicéridos los tengo un tanto elevados, pero no tengo colesterol; la glucosa la tengo en los parámetros normales, lo mismo que la insulina.

-Tomando medicación…

-En absoluto –Edelmiro no iba a blanquearle que toma pastillas para la presión y que es bastante sedentario.

-¿Cómo lo sabés? –Costa no se daba por vencido.

-Porque le pedí al médico que me indicara nuevamente análisis para hacérmelos en un laboratorio diferente, y las disparidades fueron ínfimas, maestro.

 Lisandro Costa seguía espiando el carrito de compras de Edelmiro y descubrió un paquete de galletitas Granix de agua sin sal.

-¡Ah! Acá hay hidratos de carbono.

-Maestro, usted sabe muy bien que no vivo solo en mi casa; tengo una familia –Edelmiro se sorprendía a sí mismo de cómo mantenía la compostura y buena educación frente a un tipo como ese.

 -Espero que la próxima no estés tan gordo. Sabés que vivo a dos cuadras de tu casa. Cuando quieras, te explico un poco más lo que tenés que hacer.

-Quédese tranquilo, maestro, que me voy a cuidar muy bien; sobe todo, de no pasar cerca de su casa –cerró Edelmiro, que no tiene la menor  idea de dónde vive el maestro Lisandro Costa.

 

 

24 ago 23

 

sábado, 29 de abril de 2023

Acordarse y olvidarse

 

         A menudo tenemos tantas cosas en la cabeza que olvidamos algunas de ellas. No son olvidos permanentes o de larga data. Simplemente olvidamos lo que estamos buscando, lo que queríamos decir, lo que teníamos que hacer.

          No acordarnos  de algo no implica que lo hayamos olvidado irremediablemente. De modo similar, acordarnos de que tenemos algo pendiente no garantiza que no lo olvidemos en el momento más inoportuno.

          Hay, también, cosas que quisiéramos olvidar y rondan nuestro pensamiento y nuestro recuerdo de manera recurrente: los compases de un tema musical, el jingle de una publicidad, suelen perseguirnos por días cuando serían lo último que quisiéramos escuchar.

          José Cela supo tener su taller de reparaciones de cocinas, estufas y calefones y el trabajo no le faltaba. Con algunos años sobre sus encorvadas espaldas, repartía sus horas laborales entre las tareas en el local y las que realizaba a domicilio. Ese era el karma de su clientela: podían estar semanas esperándolo sin que él fuera a solucionar un problema, por lo general, urgente.

-         ¿Se va a acordar de ir? –solían preguntarle, casi como un ruego.

-      Sí, sí, yo me acuerdo, lo que pasa es que me olvido –se sinceraba el gasista en lo que parecía una burla involuntaria.

 Y el cliente se iba esperanzado, sabiendo que el hombre se acordaba, sólo que se olvidaba.

  29 abr 23

viernes, 28 de abril de 2023

Despertar en Aeroparque

         Cuando el subteniente Alarcón me llamó para pedirme un favor sentí desmoronarse mis planes de fin de semana franco.

-Usted vive cerca, soldado, ¿es así?

-Sí, mi subteniente –no había manera de negarlo.

-Excelente. Mañana salimos en comisión a Campo de Mayo a buscar una Bandera que nuestro Batallón donará a una institución vecina. Vamos a ir en la camioneta del Teniente Coronel con su chofer. Yo iré a cargo y quiero que usted y el soldado Rodríguez vayan de custodia. Ambos viven cerca y necesito que se presenten mañana a las 0530. Para otros soldados que viven más lejos sería más sacrificado. –En la jerga militar “las 0530” significa las cinco y media de la mañana, lo que implicaba que me levantara a las cuatro y media, siempre y cuando alguien de mi familia me llevara en auto hasta el cuartel, madrugón que no le deseaba ni a mis padres ni a mi hermano.

 Alarcón era, dentro de todo, un oficial que se hacía respetar por su autoridad natural y no por su estrella de grado colgando del pecho. Y aunque así no fuera, no me quedaba opción.

-Entendido, mi subteniente. -Pensé en verle el lado positivo a la novedad: por lo menos conocería Campo de Mayo, un lugar que jamás figuraría en mis itinerarios turísticos.

          En la conscripción aprendí dos cosas fundamentales. La primera: todo lo que se mueve se saluda; todo lo que está quieto se pinta. La segunda: al cohete, pero temprano. Ese sábado aplicaba la segunda, así que una vez traspuesta la guardia de prevención, los únicos despiertos, además de los centinelas, éramos quienes un rato después saldríamos en comisión.

          La Ford F100 carrozada del Jefe estaba lista para salir. El conscripto Novarini, conductor asignado, repasaba con una franela vidrios y carrocería por enésima vez. Rodríguez y yo, ya con ropa de fajina, recogimos en sala de armas un casco, armamento y municionero completos. El cabo primero Córdoba observó: “No sé para qué se lustraron los borceguíes sin ni van a bajar de la camioneta”. No era broma; era sarcasmo y resentimiento: a él también lo habían hecho madrugar en día sábado para proveer de armamento a quienes íbamos a Campo de Mayo.

          No puedo recordar si algún suboficial era parte de quienes estábamos comisionados para una misión que, en las Fuerzas Armadas, es de una importancia y significación supremas. No por nada era Alarcón quien encabezaba la comitiva: era el abanderado de nuestra unidad militar, el Batallón de Comunicaciones de Comando 601. Novarini al volante, el subteniente a su lado, eventualmente un suboficial detrás de ellos, y Rodríguez y yo en la tercera fila de asientos, atentos a la retaguardia.

 Mi compañero estaba sin dormir después de una noche de juerga. Más de una vez, estando castigado, se había escapado para ir a bailar a Libertad 70, un boliche de Quilmes donde se había encontrado, casualmente, con el mismo superior que lo había castigado y, además, estaba de encargado de la semana de la tropa. Por eso zafaba de los castigos: si lo dejaban sin franco, podía delatar al superior que, debiendo cumplir su turno a cargo de la Compañía B, había coincidido con él en la velada quilmeña.

 Yo acompañaba su sueño profundo con sueños intermitentes, aferrando con las dos manos el FAL apoyado sobre la culata. Camino Centenario, rotonda de Alpargatas, Cruce Varela, Acceso Sudeste (la autopista era todavía un sueño lejano), puente Avellaneda, el Bajo porteño, Libertador, Costanera…

 La orden de Alarcón a Novarini me despabiló:

-Métease, no pare.

-Está en rojo.

-Meta sirena.

-No anda, mi subteniente.

-Bocina y acelere. No pierda tiempo.

 La frenada y el golpe seco me terminaron de despertar y me incrustaron contra el respaldo del asiento. De una patada  abrí las puertas traseras del carrozado, lo arrastré por la manga a Rodríguez y una vez en la calle cargué el FAL y apunté sin saber a qué ni a quién.

-¿Qué mierda pasa? –mi compañero se despertaba, literalmente, de golpe.

-Chocamos.

 Estábamos en la entrada de Aeroparque. Pocos metros delante de la F100, abrazado a la columna del semáforo, un Ford Falcon taxi perdía agua por el radiador roto, la trompa torcida. Al taxista –no llevaba pasajeros- lo ayudaron a salir del auto maltrecho. Caminaba bien, no sangraba, pero puteaba al aire y se quedó paralizado cuando vio contra qué había chocado: en 1979 meterse en problemas con el Ejército le helaba la sangre a cualquiera.

 En esos años, cuando aparecía un vehículo verde oliva como los del ejército, se armaba el desbande. Nadie que se acercara, nadie que se interesara por la suerte de los intervinientes en el accidente.

 Alarcón lanzó un puñado de improperios como para responderle al del taxi y cuando vio que no había lastimados le preguntó a un vendedor de panchos dónde podía encontrar un teléfono público. Detalle importante, éste: revistábamos en la principal unidad de comunicaciones del Ejército Argentino, viajábamos en el vehículo oficial de su Jefe, y no teníamos modo de comunicar a nadie lo que nos había sucedido. Faltaba más de una década para la llegada de la telefonía móvil.

 El subteniente encaró hacia el interior de Aeroparque a paso redoblado buscando un teléfono. Nuestra camioneta había quedado con una de las ruedas delanteras chueca, recostada sobre el cordón de una rambla. El Falcon negro y amarillo agonizaba en soledad al pie del semáforo, que había resistido bien el topetazo.

-        Nos vienen a buscar –anunció Alarcón, media hora después. Se subió a la F100 y se quedó allí dos horas. La esperanza me duró poco. Ya era casi mediodía cuando vimos acercarse a un Unimog de los nuestros. –Soldados, quedan a cargo –ordenó, y sin más se subió al camión.

 Ahí quedamos, Rodríguez y yo, con el fusil a la cazadora, sin saber qué hacer ni por cuánto tiempo estaríamos allí. Novarini se sentó en el cordón de la vereda, la cabeza entre las manos, mascullando un futuro que intuía gris oscuro, tirando a negro. Al taxista lo perdimos de vista.

 Mi compañero salió, con casco y fusil, a buscar un alma caritativa que le convidara cigarrillos y, si era posible, algo de comer. Volvió con unos pocos rubios en el bolsillo y otro encendido entre los labios. Si bien estábamos en los últimos días del invierno, el viento desde el río no era intenso pero sí frío. Pese a eso, no eran pocos los porteños que habían elegido pasear por la costanera, pararse a mirar los aviones o remojar el anzuelo y la carnada en las marrones aguas del Plata. Pero todos esquivaban a “los milicos” con mirada desconfiada.

 Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando se acercó un tipo con uniforme de la Fuerza Aérea y varias condecoraciones pendientes del pecho. Se cuadró delante de mí, me hizo el saludo militar de protocolo (que respondí haciendo sonar mis borceguíes lostrosos taco con taco y pegando el fusil contra mi pecho) y mirándome a los ojos se despachó:

-La reunión ha finalizado. El Brigadier agradece la colaboración del Ejército Argentino en el operativo de seguridad.  

 Dicho eso, pegó media vuelta y se fue, marcando el paso. No vio que yo era un simple colimba y por lo tanto no podía estar a cargo de nada, no vio que la camioneta estaba rota del otro lado, no vio que a menos de diez metros yacían los restos de un taxi. Nos miramos con Rodríguez y nos empezamos a reír.

 Cuando el sol empezaba a recortarse detrás de los bosques de Palermo vimos acercarse el Unimog que se había llevado a Alarcón. Sin frenar, el subteniente saludó a través de la ventanilla con su mano derecha en la sien y vimos cómo increíblemente se alejaba en dirección al centro. Al rato, una grúa particular enganchó al Falcon y se lo llevó a la rastra.

 Así como no puedo recordar si algún suboficial formó parte de la epopeya, no estoy muy seguro de cómo regresamos al Batallón. Seguramente que mi compañero y yo lo hicimos en el mismo asiento trasero de la camioneta del Teniente Coronel, enganchada a una grúa y con lo que le quedaba del tren delantero colgando.

 Rodríguez se durmió enseguida, apenas arrancamos. Yo no terminaba de creer el día que había pasado, en contraposición a la profecía del cabo primero Córdoba acerca del lustre de los borceguíes.

 

28 abr 2023

 

jueves, 16 de febrero de 2023

Aspiraciones

         En un pueblo lejano, cuatro o cinco vecinos se arrogaban ser los artífices de las mejoras del barrio: el agua corriente, las cloacas, el gas natural y el alumbrado de las calles eran fruto de su lucha sin cuartel contra la burocracia estatal.

          Unos lo relataban como una gestión colectiva; otros, curiosamente, se vanagloriaban de ser los solitarios artífices de los mismos logros en una suerte de disputa arrogante y estéril.

         Punto y aparte.

          En cierta ocasión un miembro de la élite culturosa de ese pueblo increpó a un vecino común por haberse apoderado de la historia local y de haber entrevistado a la última descendiente de los fundadores de la comarca siendo que él lo había hecho con anterioridad, cosa que le daba cierta preeminencia, según su parecer.

         El aludido le respondió que su oficio era el de entrevistar gente, contar lo que le decían y relatar historias y que no se sentía dueño de nada ni de nadie. El hombre con cara y aspiraciones de prócer le dijo que siendo así, de ahí en más dejara de tratarlo de “usted” y comenzara a tutearlo. Creyó haberse ganado la amistad y el respeto del otro cuando sólo obtuvo su pena y su rechazo.

         Punto y aparte.

          Por lo menos tres personas aseguraron haber sido únicos fundadores del scoutismo en el mismo pueblo. A los tres hubo que creerles dado que no había documentación que sostuviera lo contrario.

         Punto y aparte.

          Tres mujeres juraron haber estado al cuidado del cura del pueblo al momento de exhalar él su último hálito y dijeron haberse quedado con su bastón. El religioso cerró sus ojos con fama de santidad y la causa de su beatificación está en su primer peldaño. El día que ésta finalice, habrá tres reliquias mal habidas que se atribuirán ser el bastón del santo.

 La galería de próceres de aquel pueblo tiene más postulantes que pedestales disponibles; personajes con aspiraciones a quienes les calza aquello de creerse los únicos y no ser ni siquiera uno de ellos.

 

 

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