viernes, 26 de febrero de 2021

Orejas

         

         Vaya servicio el que prestan las orejas. Dos pequeños radarcitos cartilaginosos, ubicados uno a cada lado de la cabeza, vienen a ser una especie de embudo para que el sonido entre directo al oído. Para eso le fueron dotados al ser humano y seguramente en alguno de los estratos primitivos del hombre han tenido un movimiento voluntario orientando los pabellones para captar mejor un ruido lejano. Son muchas las especies animales que tienen esta capacidad, así que nuestros choznos cavernícolas también la han tenido.


          Lo que seguramente no sospecharon los cromañones es que en estos tiempos posmodernos las orejas prestrían una multitud de servicios ajenos a la audición, muchos de ellos desde tiempo inmemorial, aunque vamos a empezar por el más reciente: lugar de anclaje del barbijo, tapaboca o profiláctico buconasal, ese accesorio que se trasladó del ámbito de la ciencia y de la sanidad a la vida civil sin distinción de razas ni de castas. Si bien es cierto que los hay que se sujetan con dos cintas que se atan por detrás de la cabeza, los más prácticos de usar y por ello más difundidos son los que se sostienen mediante elásticos en el nacimiento del pabellón auditivo. Y ya que estamos en tema, este aditamento resultó ser una solución inesperada al problema de la halitosis: no sólo filtran el mal aliento sino que por la necesidad de distanciamiento preventivo a causa del coronavirus, quienes padecen aliento fuerte ya no pueden acercarse a treinta centímetros de su interlocutor, costumbre que parece ir de la mano de esa anomalía bucal.

          La oreja también se presta. Lo hacemos cada vez que un amigo transita por tiempos turbulentos, que está triste o preocupado y necesita hablar y ser escuchado. Entonces la frase nos sale del alma: “te presto mi oreja si te ayuda en algo”.

          Resulta curioso, sin embargo, que un tirón de orejas pueda tener dos significados opuestos: desde un buen deseo como el de “feliz cumpleaños” hasta el de una reprimenda como la que nos daban nuestras madres cada vez que desobedecíamos siendo chicos. Alguna fijación tienen las madres con las orejas de sus hijos: no sólo se las tironean a modo de reto sino que también se las refriegan con un algodón embebido el colonia para limpiarle la tierra acumulada en su interior luego de una tarde de juego en la vereda, la plaza o el jardín.

          Y ya que mencionamos a la mujer, sus pabellones auditivos han sido por siglos, en esta civilización heredada de la cultura europea, objetos obligados de decoración con aros, aretes o pendientes. Con perforación o sin ella, hasta hace no mucho lucir  una decoración en el lóbulo de la oreja era costumbre reservada a las damas. Hoy todo cambió en ese sentido y los aros decoran los apéndices acústicos de cualquier sexo a lo largo y ancho de toda su superficie.

          En colaboración con la nariz las orejas sirven de apoyo para los anteojos. Primitivamente las lentes de aumento se calzaban sobre el tabique nasal obligando al portador a contraer el hocico para evitar que se cayeran, o se las sostenía con una varilla ocupando una mano en esa tarea con las complicaciones que acarreaba. Pero en el siglo XVIII alguien pensó que las orejas podían servir para algo más que escuchar y las hizo depositarias de las patillas que le agregó a los anteojos, cuya invención databa de la Edad Media.

                 En el campo de la moda alguien observó que los pabellones auditivos se podían aprovechar también para ponerle un límite al sombrero y evitar así que se encasquetara hasta interrumpir la visual del portador, lo cual no es poca cosa.

          La oreja es además un práctico portalápices. Aunque hoy han de ser casos aislados, años atrás el verdulero, el carnicero y el almacenero  -y aún el pasador de quiniela- colocaban en la parte superior trasera de la oreja el lápiz con el que hacían la suma de lo que el cliente le iba pidiendo o anotaban las apuestas clandestinas que levantaban. Sabían que siempre lo encontrarían con sólo alzar la mano hasta la altura del oído.

          ¿Y el fumador? El fumador –el empedernido que mendigaba tabaco ajeno- también sujetaba en ese lugar un cigarrillo a medio fumar o el que le convidaran y decidía guardar para más tarde. Toda una estampa de toda una época y una clase social.

          Hoy la oreja se ve engalanada también por pequeños auriculares con o sin cable, que no sólo le acercan a su interior el sonido de una radio sino también una comunicación telefónica dejando atrás la práctica añeja ya de sostener entre el hombro y ella el auricular de un teléfono convencional.

          La oreja” se llamó un programa radial que condujo por varias temporadas Quique Pesoa, aún cuando muy posiblemente al decidir el título no se haya pensado en todo lo que acabamos de escribir. De la de Van Gogh a la de Niki Lauda pasando por la del armoniquista Hugo Díaz y sin olvidar la celebridad tenebrosa del Petiso Orejudo, ha habido muchas orejas trascendentes.

 Las nuestras, las de cada uno de nosotros, se merecen honra y loor gloria sin par. Para ellas, pues, esta apología.

 

26 feb 21

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