Le pedí a
mi hermano que le avisara a Laura que no iría al ensayo porque él me había
invitado a ir a Mar del Plata por tres días y no me lo iba a perder. No sólo le avisó sino que también la invitó a
sumarse al viaje: al fin de cuentas, el motivo era el cumpleaños de una amiga
en común.
Mar del
Plata estuvo bueno. Como si fuera una fotografía tengo un par de imágenes
visuales que en su momento dieron pie a otros tantos escritos. Recuerdo como si
fuera hoy el episodio doméstico que luego del almuerzo dio lugar al enojo de
Laura con la dueña de casa. Tanto, que imaginé que le había cortado la digestión. Un par de horas
más tarde una ocurrencia mía le arrancó una carcajada. “Fue como un eructito,
¿no?”, le dije, y se siguió riendo.
Fue durante
la caminata por la arena, entre gaviotas que buscaban sus trofeos en la playa
al atardecer y gente jugando a la paleta. ¿Cuánto caminamos? Ufff.
En el viaje
de vuelta paramos un rato en la banquina. La ruta 2 era aún el viejo y angosto
camino que nos llevaba y nos traía de la costa sin distinción de destino ni de
clase. Laura tenía sus anteojos espejados y vi el atardecer reflejado en sus
cristales. Un plano corto hecho foto en papel se ocupó de perpetuar el momento.
Ella dice
aún hoy que mis chistes a lo largo de ese fin de semana fueron una tortura. Pero
lleva treinta años tolerándolos y festejándolos.
Faltaba un
tiempo aún para que pasara “algo” entre nosotros. Habían transcurrido pocos días
desde San Valentín, el Día de los Enamorados, pero nosotros no entrábamos todavía
en esa categoría y, además, nadie sabía de esa fecha en este rincón del orbe:
ni Internet ni la televisión por cable o satelital eran parte de nuestra
cotidianidad, penetrando nuestra cultura y nuestras costumbres como un bicho
taladro horada la madera.
Después vinieron los ensayos de “Lo
mejor de vos, lo mejor de mí”, la obra de teatro musical que sobre textos e
ideas de Laura y bajo su dirección estaba elaborando en conjunto el grupo Belén,
del cual yo era un muy novel integrante que haría la prensa.
Pero pasó que en un ensayo faltó el
coprotagonista. Y tomé un libreto y le di los pies que necesitaba el
protagonista para repasar su parte. Y en
el ensayo siguiente, y en el otro… hasta que me dijeron que el papel era mío.
Pero algo más estaba pasando y
entonces no sólo me quedé con el rol de oficinista de ficción: también puse
entre mis petates a la autora y directora. Pasaron ya seis lustros de aquellos
sucesos, de esa época en la que ignorando la existencia de San Valentín y el Día
de los Enamorados, comenzamos a darnos mutuamente “lo mejor de vos, lo mejor de
mí” sin pensar lo lejos que podríamos llegar.
Feliz día, chica del atardecer en
los ojos.
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