miércoles, 28 de febrero de 2018

Pijama party con el auspicio de IOMA

Anoche estuve en un pijama party invitado por IOMA. No fue de lo mejor, pero considero que evolucionamos mucho desde la última vez, en octubre de 2010. Dormí poco, eso sí, pero en mejores condiciones que aquella oportunidad. Les dejo mis reflexiones de aquella ocasión que titulé:
Una noche de ensueño en el Bosque
Suele parecer romántico dormir junto a un bosque: la luz de la luna, el brillo de las estrellas, el canto de las aves nocturnas, el de los grillos, la brisa leve y envolvente. Hasta podríamos tolerar el aullido lejano del lobo o la risa nerviosa de la hiena.
Pero nuestra noche bosquina nos deparó otro escenario. Frente al bosque, sí, pero en el quinto piso de un centro médico de La Plata, en dependencias del Centro de Medicina del Sueño, un lugar que no es, precisamente, de ensueño. Pero allí estábamos, protagonistas forzosos de una polisomnografía nocturna, con cobertura de IOMA como atenuante.
Lo primero a destacar es que ese piso del centro asistencial está en refacciones. Excepto el área mencionada, todo lo demás era un tumulto de cables, cañerías, yeso, materiales varios. Así que la noche -por ventura, primaveral- se colaba por las ventanas huérfanas de hojas o vidrios que se cierren.
Nos tocó como escenario una habitación que, pese a todo, contaba con las condiciones mínima de uso: una cama, una silla, un os cuantos aparatos con cables de todos los colores y un perrito de peluche muy simpático pero que, a Dios Gracias, no nos hizo falta.
La asistente del médico especialista (médica, secretaria, enfermera, técnica, o lo que sea), con un guardapolvo desprendido sobre la ropa de calle, comenzó con el ritual de desplegar cables multicolores y con un bajalenguas de madera embadurnado en una pasta sospechosa, los fue adosando, uno a uno, sobre la epidermis y el cabello del paciente: un electrodo pegado con cinta en la muñeca izquierda, dos cables con lucecita roja en la punta atados con cinta al índice derecho, otro electrodo con cinta en el pecho y más abajo una placa metálica, con cables y cinta también.
Después, otro cable en la pantorrilla y catorce más en la cabeza. Pensamos que ese cablerío, pegado con arcilla y cintas, no iba a durar nada en su lugar. Parece que la señorita pensó lo mismo, porque agarró un rollo de venda de 15 cm de ancho y lo gastó todo alrededor de nuestra cabeza. Temimos convertirnos en una momia con destino al museo de la ciudad que, al fin y al cabo, queda a pocas cuadras de allí. Pero nos dejó libre desde los ojos hasta debajo de los labios, previo instalar un electrodo con tres cabecitas a la altura del bigote.
Entonces arrimó la puerta y la habitación quedó en penumbras, y pensamos que serían ya más de la una de la madrugada y que iba a ser difícil conciliar el sueño en esas condiciones. Cuando ya el cansancio nos estaba ganando, regresó la chica del guardapolvo y nos colocó una máscara de oxígeno, conectada a una bomba que por lo "silenciosa", parecía el viejo compresor de una gomería.
Otra vez tratar de conciliar el sueño -de lo contrario, el estudio no serviría de nada- y algún chirrido se filtraba por el taparrollo de la ventana. Podría ser el de un pájaro, aunque nos inclinamos a pensar en un animal alado y volador, sí, pero nocturno y de la familia de los mamíferos.
Los despertares y las separaciones son, a menudo, dolorosos. Como a las cinco y cuarto de la mañana abrimos los ojos impulsados por el desprendimiento de los electrodos, sensores y cables. Con dolor y a los tirones nos separamos también de unos cuantos vellos.
Ya en casa, con el silencio de la familia gozando del sueño hogareño, nos buscamos en el espejo. Teníamos zocotrocos de la pasta adhesiva por toda la cabeza y pedazos de cinta debajo de la remera.
El resultado demorará diez días. Mientras tanto, trataremos de disfrutar del sueño. Relajados y a pata ancha.
*** *** ***
Esta vez me dijeron que el resultado estará en una semana. Les anticipo el veredicto: roncopatía y apneas de sueño. No soy Mandrake; soy el paciente/padeciente. Que duerman bien

lunes, 19 de febrero de 2018

Acomodando la bombilla



            Ni una hoja se movía en las ramas que asomaban por sobre la tapia. Ni un pájaro hacía el esfuerzo de piar en medio de esa tarde calurosa, densa, pesada.

-          ¿Qué pasó con la gente? –preguntó Paula, rompiendo el sopor postsiesta.
-          ¿…?
-          Digo: tanta gente que conocimos, que parecía cercana, con la que compartimos tantas cosas durante tanto tiempo, ¿dónde está ahora?

Ramiro sorbía su tereré ensillado en una cáscara de coco a modo de recipiente. La miró, se encogió de hombros y sintió que había una tristeza escondida dentro de él.

Ya otras veces habían tenido esa conversación, evocando los tiempos en que ese mismo patio de la casa era frecuentado por no pocos amigos. Recordaba que siendo recién casados, cuando vivían en el departamentito de La Plata, llegaron a meter cuarenta y dos personas en el dos ambientes de la calle 39. Hasta en el baño había gente conversando que salía cada vez que alguien necesitaba hacer uso del sanitario. Entre dos ocupantes de ese inodoro y ese bidet estuvo a punto de comenzar un romance.

Pasaron casi treinta años desde que se conocieron y comenzaron a fusionar sus vidas, a integrar hasta sus amistades. En definitiva, buena parte de ellas eran conocidos en común, compañeros de ruta, de ideales.

Luego, por esas cosas de la vida, con muchos dejaron de verse. Cada tanto alguna noticia al pasar, pero no mucho más. Con alguno que otro puede haber surgido alguna diferencia de opción de vida, pero nunca nada que dejara una herida.


Ramiro dejaba caer el agua helada en forma de fino chorro sobre la bombilla y veía cómo iba perdiéndose en la yerba húmeda hasta asomar en la superficie. El mate amargo -tanto en su versión tradicional como la de tereré- siempre había sido para él mucho más que una bebida. Aún cuando lo tomara solo, sabía que al sostener la calabaza entre sus manos estaba conteniendo a sus afectos, a los momentos compartidos, a los buenos deseos mutuos. El mate entre sus manos ahuecadas era un puñado de su historia y la de su gente querida.

En cada sorbo iba su pensamiento en Juan Carlos y en Marcelo, dos casi hermanos que partieron a destiempo cada uno en su momento, dejándole un fárrago de sabiduría como herramientas para la vida. En uno y otro la fidelidad era como el respirar cotidiano.

Ramiro siempre pensó que la amistad se forjaba de fidelidad y de confianza mutuas: nada se esconde entre amigos, y si hay algo duro que aconsejar, bueno… para eso somos amigos. ¿Habrá abusado de este principio a lo largo de estos años?, se pregunta con el mate entre sus manos, al tiempo que piensa en cuántos de sus antes cercanos tendrán algo para decirle, para reprocharle, y no se animan. “Si es así, entonces no hay amistad”, se responde a sí mismo y se seca una lágrima.

Piensa si lo suyo no serán caprichos de viejo. Pero con sus 57 años no se siente tal cosa. Bromea diciendo que transita los andariveles superiores de la juventud y que le queda mucho mate por tomar; es decir: le quedan muchos abrazos para dar a los amigos.

Pero ¿dónde están? No quiere ponerse cargoso e ir a golpearles la puerta. Tampoco quiere mendigar afectos. Amigos “amigos”, sabe que no deben ser más de tres o cuatro. Entre los que él considera portadores de ese galardón hay una historia que merece ser novelada porque atraviesa cuatro generaciones. ¿Entonces? “Nunca esperes que los demás actúen como vos lo harías”, le había dicho una vez a Paula y entendió que la regla cabía para la ocasión. “La amistad es un ida y vuelta –se dijo-, pero no siempre uno y otro recorrido tienen la misma extensión”. Y eso que nunca lo atrajo la literatura de Narosky.

Acomodó la bombilla del lado de la yerba aún seca, dejó caer nuevamente el agua por sobre el tubo de metal y vio cómo el fluido, que había desaparecido en la chupada anterior, volvía a aflorar en la boca del mate.  Y sorbió emocionado como quien recibe el abrazo de un amigo.


19 feb 18



miércoles, 14 de febrero de 2018

El amor antes de San Valentín


            Le pedí a mi hermano que le avisara a Laura que no iría al ensayo porque él me había invitado a ir a Mar del Plata por tres días y no me lo iba a perder.  No sólo le avisó sino que también la invitó a sumarse al viaje: al fin de cuentas, el motivo era el cumpleaños de una amiga en común.

            Mar del Plata estuvo bueno. Como si fuera una fotografía tengo un par de imágenes visuales que en su momento dieron pie a otros tantos escritos. Recuerdo como si fuera hoy el episodio doméstico que luego del almuerzo dio lugar al enojo de Laura con la dueña de casa. Tanto, que imaginé que le había cortado la digestión. Un par de horas más tarde una ocurrencia mía le arrancó una carcajada. “Fue como un eructito, ¿no?”, le dije, y se siguió riendo.

            Fue durante la caminata por la arena, entre gaviotas que buscaban sus trofeos en la playa al atardecer y gente jugando a la paleta. ¿Cuánto caminamos? Ufff.

            En el viaje de vuelta paramos un rato en la banquina. La ruta 2 era aún el viejo y angosto camino que nos llevaba y nos traía de la costa sin distinción de destino ni de clase. Laura tenía sus anteojos espejados y vi el atardecer reflejado en sus cristales. Un plano corto hecho foto en papel se ocupó de perpetuar el momento.


            Ella dice aún hoy que mis chistes a lo largo de ese fin de semana fueron una tortura. Pero lleva treinta años tolerándolos y festejándolos.

         Faltaba un tiempo aún para que pasara “algo” entre nosotros. Habían transcurrido pocos días desde San Valentín, el Día de los Enamorados, pero nosotros no entrábamos todavía en esa categoría y, además, nadie sabía de esa fecha en este rincón del orbe: ni Internet ni la televisión por cable o satelital eran parte de nuestra cotidianidad, penetrando nuestra cultura y nuestras costumbres como un bicho taladro horada la madera.

Después vinieron los ensayos de “Lo mejor de vos, lo mejor de mí”, la obra de teatro musical que sobre textos e ideas de Laura y bajo su dirección estaba elaborando en conjunto el grupo Belén, del cual yo era un muy novel integrante que haría la prensa.

Pero pasó que en un ensayo faltó el coprotagonista. Y tomé un libreto y le di los pies que necesitaba el protagonista para repasar su parte.  Y en el ensayo siguiente, y en el otro… hasta que me dijeron que el papel era mío.

Pero algo más estaba pasando y entonces no sólo me quedé con el rol de oficinista de ficción: también puse entre mis petates a la autora y directora. Pasaron ya seis lustros de aquellos sucesos, de esa época en la que ignorando la existencia de San Valentín y el Día de los Enamorados, comenzamos a darnos mutuamente “lo mejor de vos, lo mejor de mí” sin pensar lo lejos que podríamos llegar.  

Feliz día, chica del atardecer en los ojos.




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