martes, 24 de octubre de 2017

Tu casa, tu vereda y el zanjón


Solemos pasear por otros pueblos y ciudades y, observando viejos edificios, nos preguntamos quiénes los habrán habitado en otro tiempo. El barrio en el cual nos criamos no está llamado a ser uno de los históricos de City Bell; sin embargo, en la elaboración de uno de esos sucesos inevitables que nos dejan huella en el alma, un día nos sorprendimos de pie y estáticos junto a la puerta de nuestra casa de solteros.

La casa era uno de los puntos de encuentro de los seis o siete miembros de "la barrita" (téngase en cuenta que sus integrantes superamos hoy el medio siglo de edad). Evidentemente había confianza, particularmente en verano, cuando la pileta de poco más de 15.000 litros era un océano apto para todo tipo de tropelías acuáticas.

Humberto y Coca Defranco estrenaron su hogar hace casi sesenta años, cuando pocas eran las familias afincadas en el barrio en esos últimos meses de 1958. Coca tuvo por destino ser la última habitante de la cuadra de entre aquellos pioneros.

Un poco de memoria nos permite reconstruir el vecindario de, al menos, los años '60, bajo la -por entonces- majestuosa vigilancia del viejo tanque de agua corriente. Un vago recuerdo nos trae la imagen de la casa de al lado, la de Ñata y Alfredo Lago, que con evidente esfuerzo trataban de terminar mientras la habitaban, en la esquina de 13 y 21.

Hacia el otro lado, doña Juanita y don Cobo eran a todas luces los de mayor edad. Vivía con ellos su hija María Esther hasta el tiempo de su casamiento. Los Cobo tenían algunos frutales y gallinas y no era raro que fuéramos a comprarles huevos. Afables, conversadores, eran el prototipo del vecino de aquella época.

Luego seguía "la obra": un terreno con una construcción que parecía no terminarse nunca y algo de eso debe haber habido, ya que nadie se refería al lugar como "lo de Muñoz" (el apellido de su dueño), sino simplemente como "la obra".

A continuación, en la esquina con 22, vivía la familia Jorge. Don José Jorge solía ser el protagonista de uno de los mayores acontecimientos que pudiese esperarse cada tanto en el barrio: la presencia de un ómnibus Río de la Plata, empresa en la cual trabajaba. Sus hijas eran Ana María y María Silvia.

En la vereda de enfrente vivían los González (¿en qué barrio no hay alguno?). Creemos recordar que el señor se movilizaba en un NSU o algún otro vehículo de los más chicos de entonces, y que luego tuvo un Fiat 1500. Su esposa, Sarita, era maestra y tenían dos hijas: Diana y Claudia.

A continuación, "los Españoles". ¿Por qué los llamaríamos así -correctamente- a don Ricardo Sánchez y su señora, en lugar de "los Gallegos", cosa tan común entre nosotros? Solían ser visitados por sus dos nietos uno de los cuales, Ricardito, era de temer. Tanto era así como que en un carnaval lo vimos salir de la casa con una olla de agua hirviendo, listo a sumarse a nuestro juego de bombitas.

Después venía la casa del ingeniero Picandet. Lo recordamos en su Citroën 11 Ligero, casi seguro que de color negro, y se cuenta que en aquellos tiempos de calle barrosa era el primero en levantarse y salir con su auto hasta la esquina, ida y vuelta cuidadosamente, haciendo la huella pareja para que otros pudieran transitar también. Al enviudar, Picandet siguió viviendo allí con sus hijas Celia y Nora y la abuela de las niñas.

Luego, justo frente a casa, estaban Juana y Osmar Del Curto con sus hijos y sus hijas: Carlos, Víctor, Rubén, Estela y Beatriz. La casa sigue siendo de altos (algo inusual en esa época y en ese barrio) y con su planta alta revestida en piedra. Al atardecer, un altar con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús podía verse iluminada en el frente del primer piso.

Los Del Curto eran un caso especial. Gente muy buena como todos los nombrados, pero el hecho de ser familia numerosa hacía especialmente de los domingos un día de gran convocatoria en la casa. Osmar cortaba el pasto con una pila de discos tangueros en el combinado y silbaba a la par de la música. Camionero él, era frecuente que llegara en uno de los vehículos de carga de su empresa. Y recordamos, en los primeros años, un brilloso y negro Kaiser Carabela como auto familiar.

Nuevamente en la esquina de 21, la casa con frente hacia esa calle era la de los Arriola. Al fondo, una habitación era ocupada por Tatún Bichir, a quien no pocas tardes de verano le hemos escuchado acompañar su canto con la guitarra en vísperas de algún festival o alguna peña.

Los Arriola tenían un almacén en el garage de los Sarti, sobre la misma calle 13, cruzando la 21 (o Intendente Silva, nombre que predominaba sobre el número en aquel tiempo). Y ya que hablamos de los Sarti, don Ángel y doña Lola eran también parte de la historia del barrio. Su hija María Luisa habitó hasta hace poco la casa familiar y fue el último referente del barrio que fue.

Está claro que el mundo no terminaba en ese segmento de 13 entre 21 y 22. Más aún teniendo en cuenta que el único comercio cercano era el referido de los Arriola. Siguiendo por la vereda par de la calle Silva estaba el terreno de "el Vasco". En rigor, era un baldío ajeno que don Ángel cultivaba con verduras a las que nunca pudimos entender cómo le daba agua suficiente, regándolas con una pava verde que traía llena desde su casa, veinte metros más allá. Don Ángel vivía con su esposa doña Evangelina en la casa siguiente a la de los Flaqué: Alejandro y Ramiro eran los chicos de sus vecinos, hijos de Elba y Rubén.


La barrita. En el borroso recuerdo de aquellos años, Gabriel Defranco, 
Guillermo Simonet, Alejandro Flaqué, Julio Andrade, Ricardo Arenas 
y Rodolfo González. Detrás, Patricia Arenas y María Silvia Jorge, pedaleando 
por la vereda de la calle 13.
Más allá estaban Luis Capone y su esposa, doña Clementina. Gente mayor, eran apreciados en el barrio por su educación y simpatía. Sus vecinos inmediatos eran don Gómez y su esposa "Kika", cuyo apodo figuraba tallado en rojo sobre una piedra gris que presidía el jardín. Regordete, bajo de estatura y dicharachero, el hombre tenía un vozarrón seguramente entrenado en sus tiempos de comisario de la Policía.

Cerraban la cuadra el conservatorio de música y hogar del maestro Héctor Pedutto y su esposa Delia, donde aprendió música más o menos la mitad de los chicos del City Bell de entonces. Junto a ellos estaban Daniel Piñero y señora. Ella y Delia eran hijas de don Daniel Tomassi, dueño del almacén El Universal que supo haber en la esquina de Cantilo, pero del cual no tenemos memoria.

De los habitantes de Cantilo podemos citar a Antonio Maglio y familia, cuya maza golpeando junto a la fragua le puso música a tantas tardes. Otra música, pero real, tenía mucho que ver con Luis Giffoni y Antonio Trejo, socios en Artón Radio, única disquería por entonces en City Bell y local de reparaciones de radios y televisores. A continuación, el hogar de los Giffoni. Luego,  doña María, Titi, Chita, Vilma y familia. ¿Quién viviría en la casilla de madera oculta por el follaje en el lote entre estas dos casas?

Inolvidables eran las tardes en lo de Julito José Andrade. Su mamá Ester se divertía mucho con los amigos de sus hijos y hasta un corso en la vereda llegó a organizar. Y el hijo mayor, "Samuelín", con sus experimentos en electrónica, nos maravillaba sin saberlo. Y también la niña de la familia: Marta Lía.

Al lado, en la esquina de Cantilo y 22, estaba "la canchita" donde tantas veces nos sentimos campeones como el Estudiantes de Zubeldía. Muy pronto comprendimos que el ser dueños del cincuenta por ciento de la nº 5 era lo único que nos garantizaba un lugar en el potrero.

Y un día terminaron la casa de al lado y llegó una familia. Y los Simonet sumaron a la barra a su hijo Guillermo. Nora, por supuesto, jugaba con las chicas y Marcelo nacería recién un tiempo después.

Y de vuelta sobre la calle 13, pero en dirección a 23, estaban los Aldinio (Rafael, Roberto y Carlos, un poco más grandes), los Arenas, con Ricardo, Patricia y luego Malú, un baldío y después Battisti padre. En la esquina, Julio Mariscal vivía con su mamá y sus hermanos.

En frente (en el "chalet que era de Gentile", se decía), se habían mudado los Braccio cuyos hijos, Marito y Gabriela, tuvieron luego una hermanita: Paola. Seguían Claudio Battisti, los Reija, Jorge Battisti y los "Gonzalito", cuyos hijos Marcelo y Rodolfito eran parte integrante de los purretes del barrio.

Poca gente habitaba la cortada 22. "La calle de pasto", le decían, porque sus frentistas la mantenían limpia y prolija, con el césped cortado como si fuera una extensión de sus jardines y veredas. De un lado estaba "el cañaveral" y del otro, unas pocas casas: la de Cacho, "el papá de Fernandito" y la de la familia del hoy escritor Gustavo Caso Rosendi, entre ellas.

Empezamos desgranando un par de párrafos sobre lo que fue la cuadra de nuestra infancia y acabamos dando un paseo -por cierto que incompleto- por el resto del barrio. Olga, por ejemplo, nos diría que no mencionamos su almacén sobre la 21, lindante con lo de María Luisa. Y es cierto; pero no es que la hayamos olvidado, como tampoco a Luchetti, Marchessoti, Actis, Cruz, Catini, y doña María Seoane y su hija Moni en la tapicería...

    Para muchas compras había que caminar un poco: la carne podía ser de Moreno, en 13 y camino Belgrano, frente a la panadería de los Montiel. Y el pan, si no era de allí, era de lo de Boff, en 13 pasando 20. Para ir al kiosco había que ir a Cantilo entre 20 y 21, donde Rufino Ramírez podía ofrecer lo inimaginable.

Es que fue un disparador dentro de nosotros, que nos llevó a evocar más que a aquél tiempo, a aquellas personas que dieron vida y forma al barrio de entonces: el darnos cuenta de que pocos de ellos están aún hoy en este mundo. Y que de sus sobrevivientes, la mayoría habita otros lares.

Entonces supimos que los barrios cambian cuando cambian sus habitantes; cuando los nuevos vecinos llegan con sus nuevas cargas de historias, de vidas, de costumbres. Y es así como van cambiando las épocas.

Los recuerdos volcados son de una 13 de barro y casi sin iluminación. De mucho terreno baldío, de zanjas con renacuajos; de abrojos y de cardos prendidos en la ropa después de una tarde de fútbol, de guerra de coquitos o remontada de barriletes. De un barrio en el que la mayor parte de las mamás tenían por trabajo los quehaceres domésticos, las compras diarias, el cuidar de los hijos y sus amiguitos.

Y, como en el tango, ese barrio decididamente cambió y es otro. Y entonces apareció esa necesidad de registrarlo para que alguna vez, si alguien se pregunta quién habrá vivido en esas casas, quién habrá caminado por esas veredas y habrá respirado ese aire, sepa que hubo jóvenes familias que se afincaron allí para construir un futuro. Y que ese futuro ya quedó atrás, para dejarle el lugar a otro que vendrá.

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28 may 15

lunes, 9 de octubre de 2017

¿Qué son 85 años?



Revolviendo escritos, rescaté éste de hace apenas un año. 

Días pasados me ofrecieron un rollo de fotos antiguo: vencimiento en diciembre de 1931, el año del nacimiento de Humberto, mi papá. Una curiosidad en sí misma. 


El tipo de película, Kodak "Autographic", permitía escribir en una punta del fotograma para que apareciera luego como texto en letra blanca en el positivado de la foto. También las cámaras eran especiales para eso. Otra curiosidad. 

Pero resulta que la oferta sucedió el 24 de septiembre, día del nacimiento de mi Viejo. Fue como haberlo retratado el día en que hubiese cumplido 85 años. La mejor de mis fotos. Gracias.


viernes, 6 de octubre de 2017

Si la vas a hacer, hacela bien

Tengo la suerte de no cometer demasiados desatinos cuando voy manejando. Más fortuna que pericia, cuatro viajes semanales al centro porteño constituyen una buena cosecha de anécdotas de tránsito donde rara vez soy el protagonista. Pero el jueves pasado me tocó a mí y acá voy:

Voy cada día por avenida 9 de Julio hasta Bartolomé Mitre, doblo a la derecha para tomar la colectora (Pellegrini) y poder doblar a la izquierda en Perón. Ya unos ciento cincuenta, doscientos metros antes procuro colocarme en el carril que me permitirá hacer la maniobra sin demasiado sobresalto, y claro que no soy el único.
Av. 9 de Julio y Rivadavia. Mandate tranquilo que es contramano.

Este jueves iba detrás de otro auto cuyo conductor, como yo, ya había colocado la luz de giro. Al llegar a la esquina, dobló y yo detrás de él. Oh sorpresa, la calle no era Mitre sino Rivadavia (una antes) y, por lo tanto... ¡contramano!
Entre mi sorpresa, el espanto de María (mi compañera de trabajo y de viaje) y los autos y motos que se me vendrían encima ni bien cambiara la luz del semáforo, sólo atiné a volantear como para poder escapar apenas tuviera luz verde el tránsito de Rivadavia.
Busqué desesperado si había policía observando, y si bien no vi ningún uniforme, a dos metros de mi ventanilla encontré una cara conocida: la del Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, quien caminaba junto a una dama muy seriamente, desentendido de lo que pasaba a su alrededor.
"Bueno -pensé- Si algún 'zorro' me viene con una infracción puedo alegar que si el propio Jefe máximo de la ciudad no objetó mi maniobra, nada puede hacer el, que no es más que un simple empleado".
No me ando con chiquitas: si infracciono, no lo hago delante de cualquiera, como verán.

martes, 3 de octubre de 2017

La vieja radio sigue latiendo

Parece que era cierta, nomás, aquella idea infantil de que había unos tipitos así de chiquitos dentro de la radio de cuando éramos chicos que hablaban, cantaban o tocaban música cada vez que el aparato era encendido. Y que cuando era apagado, se dormían en su interior, acurrucados en un rincón a la espera de que la perilla volviera a la posición de encendido.

La Philco Tropic presidía la cocina de casa.

Hace un par de domingos, cuando la Philco Tropic con gabinete de baquelita que vivía en aquella repisita casera en lo alto de una de las paredes de la cocina volvió a ser enchufada y encendida, después del ineludible tiempo de espera para que las válvulas se calentaran y una tormenta ruidosa desempolvó el parlante, girando el dial se oyó la voz inconfundible de un locutor de aquellos tiempos en los que a estos señores se los llamaba speakers.

Recuerdos en el éter
Era un programa de tangos en la mañana dominica y si no fuera porque en algún momento la voz de Arturo Furnó identificó a la emisora como Estación 8-20 transmitiendo -desde Lomas de Zamora- el programa Cuando tallan nos recuerdos, el cronista estaba creído que se trataba de una propalación al éter de radio Stentor, o Prieto, o Porteña...

El tono, la prosa y la cadencia del locutor parecían traídos de un tiempo lejano. La tormenta eléctrica que se abatía aquel día contribuía a recrear una transmisión de aquéllas, y si algo faltaba al cuadro nostálgico, era el sentimiento del conductor del programa. "Escuchamos la voz de Fulanito de Tal, que nos dejara lamentablemente en tal fecha"... "Era Mengano, que se fue con el Señor tal otro día"...

Y el clímax fue -y cómo no- tras escuchar a Carlos Gardel en Arrabal amargo: Furnó se despachó con un "Gracias por estar en mi programa, querido papá de todos los cantores".

Una radio en el hogar
A través de ese receptor radial supimos ser parte de Calle Corrientes, La revista dislocada, El show del minuto, La gallina verde, Rulos y moños, Charlando las noticias, Rapidísimo, Mañanitas camperas, Fontana show, La vida y el canto... aquellos programas que se escuchaban en casa durante los años '60 y principios de los '70 y por los cuales el escriba empezó a sentirle el gustito a eso que es la radiofonía.

Por esa radio supimos de Horacio S. Meyriale, de Blakie, de Roberto Gil, de Sandrini, de Délfor, Garaycochea, Merellano, Ricardo Jurado, Julio Lagos, Héctor Larrea, Jorge Fontana, Rina Morán, Horacio de Dios, el peruano Guerrero Marthineitz, María Esther Vignola, Antonio Carrizo, Jorge Vaccari...

También supimos, cómo no, del derrocamiento del presidente Arturo Illia, circunstancia ésta y otras similares que ameritaban correrse hasta el principio del dial para sintonizar radio Colonia con el estilo inconfundible de Ariel Delgado en la locución de noticias.

Hay unos tipitos adentro
Los domingos la radio parecía preparada sólo para propalar tangos o carreras de Turismo de Carretera. Rara vez el fútbol se metía en su rutina de Rivadavia, Continental, Belgrano, El Mundo, Splendid o Provincia.

Por eso, porque en esa Philco escuchamos a Julio Sosa, Alfredo De Ángelis, Darienzo, Basso, Fresedo, no nos sorprendió que el dos por cuatro brotara con afán cuando muchos años después volvimos a encenderla. Es que aquella fantasía de los tipitos habitando la radio parecía recrearse y hasta confirmarse. No podía ser que después de tantos años, con lo mucho que ha cambiado la radiofonía, en la vieja radio volvieran a escucharse tangos de aquella época y en un programa de estilo tan cincuentero.

Es que la magia de la radio sigue viva. Eso es evidente. Gracias a Dios.



Palabras que van y vienen

Aunque ya casi ha desaparecido el viejo boleto de colectivo que coleccionábamos si era capicúa, sus modernos sucedáneos también son numerados y despiertan la misma curiosidad por ver si sus guarismos pueden leerse de la misma manera del derecho y del revés. Este fenómeno que igualmente puede aplicarse a números, palabras, frases o textos, recibe el pomposo nombre de palíndromo, o bifrontismo según el caso, para el diccionario de la lengua española.


Ida y vuelta
Palíndromo deriva del griego palin (otra vez, de nuevo) y dromos (carrera, camino), lo que define al término como "palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha, que de derecha a izquierda". Los primeros palíndromos se atribuyen al poeta Sótades, quien vivió en la Grecia del siglo III antes de Cristo. Los palíndromos españoles más antiguos conocidos datan de mediados del siglo XVI.

Si bien es frecuente encontrar palíndromos ocultos en textos literarios, resulta más fácil reconocerlos cuando están escritos en horma aislada, fuera de un párrafo del que formen parte.

El ejemplo más conocido es aquél que dice "dábale arroz a la zorra el abad". Pruebe el lector leerlo desde el final hacia el principio y no encontrará mayor diferencia que la acentuación. El humor inglés imaginó que Adán hablaba la lengua sajona y en una demostración de cortesía y buena educación, se presentó a Eva generando el primer palíndromo de la historia: "Madam, I'm Adam" ("Señora, soy Adán").

Adán, el primer palindrista
(Adán y Eva. Tiziano, 1488-1576).
Los apasionados por los juegos lingüísticos atribuyen mayor calidad al palíndromo breve, en el cual la simetría de las palabras salta a la vista por la armonía en las formas.



Descubrir palíndromos es una aventura en sí misma, puesto que nos presenta el desafío de remar contra la corriente: nuestro hábito de leer de izquierda a derecha nos dificultará el intento de hacerlo en sentido inverso y descubrir allí una construcción lingüística reversible.

Juego de palabras
En un escrito sobre el tema, el español Agustín Ijalba señala: "Me gusta, por ejemplo, la idea de incluir palíndromos dentro de un texto y jugar con ellos como si fueran trozos de un paisaje, de una foto, de un cuadro. El valor del palíndromo reside en su capacidad de sorpresa, y en su utilidad para la composición de una escena. No deja de recordarme, en ciertos aspectos, al arte de la ornamentación, pues el palíndromo adorna el texto como un jarrón o un mueble adornan una sala". Y continúa diciendo que un palíndromo es como una mezcla de palabras, como el rebote o el reflejo de lo ya escrito.

Escribir palíndromos es casi un juego de niños, un interesante pasatiempo para cuando estamos aburridos, como pergeñar pequeños crucigramas para que otros maten el tiempo ocioso y que nos devuelve el placer de sonreír con incredulidad por su aparente sencillez.

"El palíndromo nos sale al paso cuando decimos que la saga paga sal o que existen saetas ateas, o cuando gritamos ¡a por ropa!, o si en un momento dado a mi interlocutor elogios óigole -agrega Ijalba-. Y -¿por qué no?- también cuando decimos que los palíndromos la vida amargan al anagrama".

Aquí, algunos ejemplos palindrómicos como para ir sonriendo:
Líame ese email.
Eva usaba rimel y le miraba suave.
Recelo da adolecer.
A la Manuela dale una mala.
A tal pelado dale plata.
A mamá, Roma le aviva el amor a papá y a papá, Roma le aviva el amor a mamá.
Amigo, no gima.
Así, mal oirá sor Rosario la misa.
El birrete terrible.
Ella te dará detalle.
No bajará Sara jabón.
Sé brutal, o no la turbes.
Ana lava lana.
A ti no, bonita.
Amo la paloma.
Saca tú butacas.
Así Ramona va, no Marisa.
Oirás orar a Rosario.
No traces en ese cartón.

Poesía reversible

El bifrontismo es un pariente lejano del palindrismo y consiste en la comparación entre significados al darle la vuelta a una palabra o a una frase. Entre las palabras nos encontramos con: arroz/zorraadula/aludaaires/seríaamina/ánimaasir/risaateas/saetaazar/razadual/laúdlavo/ovaloídos/sodioOmar/Romaoír/río.

Un ejemplo de bifrontismo poético (composición que al leerla en uno u otro sentido no cambia su significado) es el siguiente:

Inténtelo quien lo intente.
Hasta que el golpe esté dado
de lo que se haya tratado
nada se sabrá, es patente.
En esta ocasión presente
mucho se ve disponer;
penetrar lo que ha de ser
en lo posible no cabe.
Quien más calla, éste lo sabe:
todos hablan sin saber.

Hay además composiciones que invierten su significado al ser leídas del final al principio, como el siguiente ejemplo cuyo autor, como en el caso anterior, desconocemos:
Te adoro con frenesí.
Y di que miento si digo:
Solamente soy tu amigo
Cual lo eres tú para mí.
No quiero chanzas aquí
Con mi ternura y afán;
El temor del qué dirán
No pone valla a mi amor
Si dicen que con ardor
Mintiendo mis labios van.

Para algunos un simple pasatiempo; para otros, una pérdida de tal. Para el resto, palíndromos y bifrontismo son un desafío al ingenio encerrado en la inconmensurable riqueza del idioma. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes de que lo vean a usted garabateando palabras y frases sobre un papel en blanco, estirando la comisura de sus labios…

domingo, 1 de octubre de 2017

La Historia en un papel

    Donde menos lo sospechamos hay un cachito de historia esperándonos. Es que hemos crecido con un concepto según el cual la Historia está encerrada en los libros o en las vitrinas de los viejos museos y por eso nos cuesta tanto, a veces, relacionar un concepto aprendido con un objeto observado. Poco nos dice que ese objeto haya pertenecido a Fulano o Mengano si no conocemos la cotidianidad del personaje, los usos y costumbres de la sociedad y la época en que se desenvolvió.

    Nos pasó con la historia de City Bell. Cuando comenzamos a trabajar en el orden del material del que disponíamos, con la mirada puesta en escribir el que acabó siendo el primer libro con la historia local, nos encontramos paralelamente con objetos que habían pertenecido a la familia Bell y al personal de la Estancia.


Tuvimos en nuestras manos la documentación original que dio entidad jurídica al pueblo y la que daba testimonio de cómo la zona había ido pasando de mano en mano. Ya no nos la estaban contando, ya no la estábamos viendo: la estábamos tocando, palpando.

Estábamos escuchando dar las horas al reloj que perteneció a la sala del casco de la Estancia Grande. Teníamos notas y correspondencia inherentes al funcionamiento de la nueva villa. Pusimos nuestro ojo en el visor de la cámara fotográfica con que Tobi Büchele registró escenas de aquellos ya centenarios tiempos y, cien años después, estábamos ocupando su lugar.

    La Historia, entonces, forma parte de nuestro pasado en tanto y en cuanto nos cuenta sobre los tiempos idos, pero también de nuestro presente, dado que permanece viva en los objetos que alguna vez fueron adornos, herramientas, utensilios, impresos, arte.

Días pasados nos encontramos con la historia de un pedacito de City Bell en un aviso de venta: “Afiche Carnaval, Paginas De Oro, Americo De Rose - City Bell”. Se trataba de un afiche callejero original que promocionaba los bailes del Argentino Juvenil Club en sus años de gloria de finales de la década de 1940 y mediados de la siguiente.

Tenemos avisos recortados de los diarios, como quien ha querido guardar esos trocitos de papel impreso como recuerdo, como testimonio o lo que sea. Pero nunca habíamos visto un afiche de gran tamaño y en tinta color.

Sabíamos de esos artistas porque sus nombres los hemos escuchado de labios de nuestros padres. Valoramos el pasado del club de Cantilo y 19 porque en aquellos años esplendorosos, don Domingo Molfino, abuelo de este cronista, fue presidente de la Institución hacia 1956 o 1957.

Entonces, encontrarnos con ese trozo de papel amarillento de setenta centímetros por un metro detallando las atracciones de esa noche de Carnaval de hace unos sesenta o setenta años, escondido en un rincón del mercado de San Telmo, fue toparnos con cachito de historia del Club, de la de City Bell, y de la familiar misma.
   
    A los diseñadores gráficos de hoy les podrá interesar en el aspecto estético por tratarse de una pieza concebida antes de que su oficio se profesionalizara en el país.

    A un productor de espectáculos le servirá para darse cuenta que entonces y ahora el recurso publicitario es el mismo; pegatina de afiches en la vía pública.

    A quienes investigamos el pasado de nuestra comunidad, contar con ese afiche ajado pero aún colorido nos ayuda a sentirnos más cerca de lo que fueron esas fiestas en las que se gestaron muchas familias del City Bell de hasta hace quince, veinte años: los bailes de los clubes locales produjeron romances, parejas y matrimonios que han dejado su huella en un pueblo que por entonces era demasiado joven.

    No disponemos de grabaciones de los artistas anunciados en ese afiche, pero podríamos escuchar, mientras lo contemplamos, interpretaciones de Varela-Varelita, o de las grandes orquestas típicas que han trascendido en el tiempo de la mano de Pugliese, D’Arienzo, Cambareri y otros asiduos y famosos animadores de aquellas noches citybellinas a cielo abierto.

    Por eso, cuando al afiche le sumamos recuerdos y testimonios, nombres y costumbres que le son contemporáneos, ese pedazo de papel adquiere otra dimensión. Es, ahora, un trozo de historia.

    Lo decíamos al principio: cachitos de historia que nos esperan donde menos lo esperamos. Esa historia que no está en los libros sino en el relato de los mayores que, por ley de la vida, se van yendo con sus recuerdos.
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 28 sep 16


Afectos


    Si bien no hace mucho que hablé de la amistad en este espacio, quise rescatar este otro texto elaborado el año pasado. Fue para el programa radial Hablando de City Bell y acá lo ilustro con una foto de enero de 1976 que Bernardo Heras rescató del olvido o del fondo de algún cajón. El comentario dice lo siguiente:

La semana pasada, en nuestra versión “no vinimos pero estamos” del programa, hablábamos de la amistad a propósito del Día del Amigo celebrado un día antes.

    Tal vez por el hecho de haber grabado el comentario y no haberlo hecho en vivo, quizás por haberlo hecho antes de la celebración propiamente dicha, nos quedaron montones de reflexiones dando vueltas.
   
    Observamos este año que, por alguna razón, la fecha estuvo presente mucho más que en años anteriores. Claro que tal vez sea una sensación nuestra, aunque sí es pie suficiente para despachar unos párrafos. Tal vez el estar parados en un punto de la vida en el cual podemos reflexionar en la casi certeza de que tenemos más pasado que futuro; quizás porque aún sintiéndonos jóvenes nuestras canas delatan nuestras cinco décadas largas disfrutando de la vida y por eso mismo realimentamos nuestros afectos y nuestra sensibilidad, el reciente día del amigo fue más intenso que otros.

    No tuvimos grandes celebraciones. Apenas si nos reunimos a celebrar los cincuenta años de amistad con Gabriel Lamanna (y nuestras respectivas parejas), y valorar el poco frecuente caso de haber compartido desde jardín de infantes (colegio Estrada, 1966) hasta quinto año de la Facultad (Periodismo, 1984), paréntesis del servicio militar mediante. Y con las idas y venidas, con las cercanías y las lejanías, descubrimos que cinco décadas después el afecto sigue limpio, vivo, palpitante.

Un par de meses atrás habíamos hecho lo mismo con Bernardo Heras: cincuenta años de conocernos, de haber compartido ideales, locuras juveniles –dice el tango- de sabernos a la distancia del tiempo, pero con el cofre intacto del tesoro de la amistad y del afecto ahí, fresco, intacto.

La calle 13, la calle 22 y la diagonal Jorge Bell cruzan nuestros sentimiento como portadoras de esas amistades, de esos afectos de medio siglo que hoy queremos poner en primer plano. Como lo fueron y lo siguen siendo Pellegrini, 12, 16, Alvear, 7… que atesoran también queridas amistades que fecundaron el afecto.

Pensábamos que no es tiempo para desperdiciar nada. Que si algo de valor podemos y debemos atesorar, es el afecto, la amistad. No somos ricos si no los tenemos en el corazón. Si no los cultivamos en francas caminatas por City Bell; si no los reposamos en un banco de plaza, si no los extendemos bajo un cielo estrellado y citybellino, donde la tierra es particularmente fértil para hacerlos germinar.
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28 jul 16



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