martes, 17 de diciembre de 2024

Siseos en el camino

 

          El siseo llegado desde lejos acompañado por un ronroneo in crescendo, es una imagen sonora que llevo muy dentro de mí, entre mis recuerdos más queridos. Me remonta a viajes –la mayoría, en familia- por remotas rutas argentinas; a noches transcurridas en la cucheta de la casa rodante, estacionados en algún lugar apartado del playón de remota estación de servicio en el medio de la nada, porque ahí nos había sorprendido la hora del descanso nocturno.

          Me impresionaba y me impresiona el silencio que imaginaba sin límites, mientras a la espera del sueño evocaba paisajes y anécdotas del día transcurrido en tanto devorábamos kilómetros en el Ford Falcon perseguido de cerca y a la rastra por nuestro hogar ambulante.

          Entonces, rasgando con delicadeza ese infinito de silencio que nos cobijaba, imperceptiblemente comenzaba a llegarme el sonido de los neumáticos de los camiones y de los micros deslizándose sobre el asfalto y, al mismo tiempo, el resoplar armónico de sus motores gasoleros lanzados hacia el más allá.

          Y la evocación se superpone con la disonancia de un camión que entra y se detiene a cargar gas oil, y se demora al menos media hora en ese trámite con el motor en marcha y su conductor dialoga en voz muy alta -por sobre la percusión de los pistones por dentro de los cilindros ocultos en la trompa del vehículo- con el empleado que lo atiende. O simplemente decide él también, como nosotros, parar a hacer noche en ese lugar.

          Entonces habrá concierto de frenos de aire, ruidos propios de puertas al abrirse y cerrarse, de pies que van y vienen, cansados de viajar, arrastrándose sobre la arenilla entre los surtidores y los baños, decía –dice- mi imaginación.

          En estos días, desandando rutas abandonadas por mí a su propia suerte hace más de treinta y cinco años, me di de narices con estos recuerdos. Sin proponérmelo, veinticuatro horas antes me había topado con fotos de mi primer viaje sin mi familia, cuando en sexto grado nos llevaron a conocer la represa de El Chocón, un par de meses antes de su entrada en servicio.

          El viaje nocturno a bordo de un viejo micro (¿un Mercedes Benz, un Leyland?) tuvo de fondo esa melodía de arrullo peculiar que capté por vez primera, con el coro impertinente del esforzado motor resoplón que nos llevaba en andas. Y al mismo tiempo se deslizaban ante mí las bardas, la meseta, los ocres, verdes y azules que me esmeré en registrar en diapositivas con la Kodak Fiesta familiar, las primeras fotografías que tomé en mi vida sin un mayor al lado que me dijera cómo hacerlo.

          De mis sesenta y cuatro a mis once años en pocos instantes sin mensura, compartidos ahora con mi esposa Laura, encadenadora furtiva de expresiones de sorpresa y admiración.

          Rutas y viajes. Sensaciones en ramillete. No hace tanto que visité la Patagonia para confraternizar con pingüinos y lobos de mar en Chubut. Desanduve varias veces –y lo seguiré haciendo- los rojizos trazos que penetran el profundo verde litoraleño. Pero a los lagos cordilleranos los tenía abandonados y no me había dado cuenta.

          Cuando comenzamos a ovillar camino tirando de la Ruta Nacional 3 a poco de su nacimiento, y luego a anudarle la 22, entonces la 237, la 234 y la impostergable 40 se vinieron como obedientes cachorros y pichones, una detrás de otra, trayendo consigo aquellos gratos recuerdos. Y la luna llena en la noche de un cinco de enero recostada en un lago Lácar casi espejado, y el cielo pleno de galaxias al alcance de la mano.

          Y esa certeza de que cada recuerdo de viaje es un presente vívido, actual, rebozante de latidos en el corazón que sisea y ronronea como aquellas rutas de descanso y sueño en la noche, que todavía hoy me arrullan.

 

 

26 nov 24


lunes, 16 de diciembre de 2024

Macarena, cerros y lagos

 

         En un entorno natural digno del mejor pintor, Macarena atiende su puesto de artesanías junto al lago Lácar, a un puñado de kilómetros de San Martín de los Andes. Hay dulces varios de frutas finas de la zona, algunos pocos tejidos; algo, también, de golosinas y suvenires industrializados.


         Macarena tiene dieciséis años, el pelo negro y lacio, la piel ocre y los ojos marrones y profundos como el lago azul que tiene a sus espaldas. Conversadora, afable, tiene modales refinados y cuenta que va a la escuela en la ciudad, lancha a la mañana, lancha a la tarde, y que está juntando dinero para irse con sus compañeros en viaje de fin de curso, en pocas semanas más.

 

         Está ansiosa. Le han contado de las bellezas de otros cerros y otro lago que quedan en Villa Carlos Paz, en Córdoba, su destino elegido. Y los alfajores cordobeses, que son exquisitos –le dijeron-, mucho más que los de marcas conocidas y coloridos envoltorios que vende ella en su puesto de madera rústica en su rincón neuquino.

 

         El viaje de egresados es todo una aventura para la joven mapuche. ¿Para quién no? Pero para ella, más aún: nunca se alejó de Quila Quina más que para ir a la escuela. Nunca pasó un día lejos de su familia. Y en esta ocasión pasará también la Navidad lejos de los suyos.

 

         Sus ojos y su sonrisa dicen más que sus palabras. Del paraíso cordillerano a la para ella desconocida Córdoba con sus compañeros. Y los cerros y el lago, como los suyos pero diferentes. Y los alfajores. Todo junto serán un sueño cumplido para Macarena a la edad en que comenzará, a su regreso, a entretejer otros nuevos.

 

02 dic 24

jueves, 12 de diciembre de 2024

Cuando Pedro despertó

 

 

         Después de una larguísima siesta de ochenta y seis años con sus días y sus noches, Pedro abrió los ojos. Su casa de escasos diez metros cuadrados –ladrillo asentado con barro- se ubicaba en el vértice sudoeste del trazado del pueblo y delante del campo donde crecía el maíz.

Entumecido, Pedro estiró sus piernas hasta el infinito, extendió sus brazos a más no poder, hizo sonar cada falange de sus dedos y se sentó en el catre desvencijado. El sol del mediodía dibujaba una filigrana de constelaciones en el zinc agujereado del techo oxidado.

         Se calzó las alpargatas con bigotes; ya de pie, se acomodó los faldones de la camisa blanca por dentro de la bombacha de campo, se prendió el botón de la cintura y se ató un pañuelo rojo y negro alrededor del cuello.

         Se acarició las mejillas y descubrió que no estaban pulcras y afeitadas como era su costumbre: ochenta y seis años de larga y blanca barba las tapizaban.

         Deslizó la tranca y abrió la puerta desquiciada de madera apolillada, que aún conservaba restos de pintura aguamarina. Una maraña de telarañas cedió a su paso.

         Pedro se topó con un entorno desconocido; automóviles, camionetas y ómnibus pasaban a gran velocidad a metros de su casa. Había construcciones muy cercanas, algunas de tres pisos y varios metros de frente. El panorama se le antojaba peor que el último suceso que recordaba: la noche tormentosa del 28 de abril de 1938 en que un avión se recostó sobre su campo de maíces. En su memoria veía el cielo fugazmente iluminado, el mugido de un motor, el deslizarse de ese gran pájaro de metal sobre sus plantas y, minutos después, un hombre de pulcro uniforme con gorra asomando por la escotilla y hablando una lengua que él no comprendía. Recordó que tres días después, diluida la tormenta y vivaz el sol, vio a la infernal maquinaria corretear por frente a su chacra mientras él sorbía unos amargos vespertinos a la sombra del níspero.

         Hasta ahí llegaban sus recuerdos carcomidos. Ahora, ochenta y seis años después, el campo que antes lo rodeaba no era campo sino ciudad. O casi. A puro impulso montó en pelo al tobiano y se lanzó como una ráfaga.

         “¡El pueblo! ¿Dónde está el pueblo?”, repetía desde el murmuro al grito, al ritmo de los latidos alterados de su propio corazón. 

         Los ojos, que no había alcanzado de despojar de sus lagañas, se le llenaron de bruma y de ira. Anduvo sin rumbo hacia un lado y el otro. “¡Hijos de p…! ¿Qué me hicieron? ¡Ya van a ver!”. 

         Ahora con el caballo al tranco, empezó a volver, cabizbajo, cavilando y pensando en qué hacer.

         Recordó de repente el tanque de agua y torció el rumbo hacia allí temiendo no encontrarlo. Pero ahí estaba, con sus más de cien años, viejo, abandonado, agrietado, descascarado, en ruinas. Sus ojos se le iluminaron de repente; su mente se le aclaró.

         Dejó el caballo a la sombra de una morera y caminó decidido hasta el conjunto de caños, esclusas y llaves oxidados. Giró un volante que chirrió pero cedió a su esfuerzo. Accionó un par de llaves herrumbradas y escuchó que una bomba se ponía en movimiento, que el agua comenzaba a fluir por la cañería y trepar hasta la parte superior de la construcción.

         Vio también que las grietas exteriores de la cuba empezaban a humedecerse, que el líquido se filtraba por ellas primero en forma de gotas, después en finos chorros.

         Se apuró a montar el tobiano y a toda velocidad, llamando la atención de vecinos y transeúntes, enfiló hacia la estancia haciendo resonar los cascos del matungo sobre el pavimento de las calles.

         La estancia –lo sabía muy bien- era el terreno más alto en varios kilómetros a la redonda. Hizo caso omiso al cartel que advertía que estaba en zona militar pero nadie lo detuvo: los centinelas parecían sorprendidos y ocupados atendiendo otras prioridades de último momento.

         Alcanzó un monte de añejos eucaliptos y detuvo su marcha. Desde el lomo del tobiano vio cómo una enorme ola arrasaba todo lo que encontraba a su paso; todo menos las casas centenarias y algunas otras de algo más de cuarenta años de construidas.

         Pedro se secó el sudor y pensó que era una lástima que no estuviera su amigo Eusebio con su horno de ladrillos. Le habría gustado ser parte de la reconstrucción del pueblo.

        Sacó del bolsillo tabaco y papel, yesca y pedernal, y armó un cigarrillo que pitó lentamente, con aire triunfal.

 

28 nov 2024

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