El siseo llegado desde lejos acompañado por un ronroneo in crescendo, es una imagen sonora que llevo muy dentro de mí, entre mis recuerdos más queridos. Me remonta a viajes –la mayoría, en familia- por remotas rutas argentinas; a noches transcurridas en la cucheta de la casa rodante, estacionados en algún lugar apartado del playón de remota estación de servicio en el medio de la nada, porque ahí nos había sorprendido la hora del descanso nocturno.
Me impresionaba y me impresiona el silencio que imaginaba sin límites, mientras a la espera del sueño evocaba paisajes y anécdotas del día transcurrido en tanto devorábamos kilómetros en el Ford Falcon perseguido de cerca y a la rastra por nuestro hogar ambulante.
Entonces, rasgando con delicadeza ese infinito de silencio que nos cobijaba, imperceptiblemente comenzaba a llegarme el sonido de los neumáticos de los camiones y de los micros deslizándose sobre el asfalto y, al mismo tiempo, el resoplar armónico de sus motores gasoleros lanzados hacia el más allá.
Y la evocación se superpone con la disonancia de un camión que entra y se detiene a cargar gas oil, y se demora al menos media hora en ese trámite con el motor en marcha y su conductor dialoga en voz muy alta -por sobre la percusión de los pistones por dentro de los cilindros ocultos en la trompa del vehículo- con el empleado que lo atiende. O simplemente decide él también, como nosotros, parar a hacer noche en ese lugar.
Entonces habrá concierto de frenos de aire, ruidos propios de puertas al abrirse y cerrarse, de pies que van y vienen, cansados de viajar, arrastrándose sobre la arenilla entre los surtidores y los baños, decía –dice- mi imaginación.
En estos días, desandando rutas abandonadas por mí a su propia suerte hace más de treinta y cinco años, me di de narices con estos recuerdos. Sin proponérmelo, veinticuatro horas antes me había topado con fotos de mi primer viaje sin mi familia, cuando en sexto grado nos llevaron a conocer la represa de El Chocón, un par de meses antes de su entrada en servicio.
El viaje nocturno a bordo de un viejo micro (¿un Mercedes Benz, un Leyland?) tuvo de fondo esa melodía de arrullo peculiar que capté por vez primera, con el coro impertinente del esforzado motor resoplón que nos llevaba en andas. Y al mismo tiempo se deslizaban ante mí las bardas, la meseta, los ocres, verdes y azules que me esmeré en registrar en diapositivas con la Kodak Fiesta familiar, las primeras fotografías que tomé en mi vida sin un mayor al lado que me dijera cómo hacerlo.
De mis sesenta y cuatro a mis once años en pocos instantes sin mensura, compartidos ahora con mi esposa Laura, encadenadora furtiva de expresiones de sorpresa y admiración.
Rutas y viajes. Sensaciones en ramillete. No hace tanto que visité la Patagonia para confraternizar con pingüinos y lobos de mar en Chubut. Desanduve varias veces –y lo seguiré haciendo- los rojizos trazos que penetran el profundo verde litoraleño. Pero a los lagos cordilleranos los tenía abandonados y no me había dado cuenta.
Cuando comenzamos a ovillar camino tirando de la Ruta Nacional 3 a poco de su nacimiento, y luego a anudarle la 22, entonces la 237, la 234 y la impostergable 40 se vinieron como obedientes cachorros y pichones, una detrás de otra, trayendo consigo aquellos gratos recuerdos. Y la luna llena en la noche de un cinco de enero recostada en un lago Lácar casi espejado, y el cielo pleno de galaxias al alcance de la mano.
Y esa certeza de que cada recuerdo de viaje es un presente vívido, actual, rebozante de latidos en el corazón que sisea y ronronea como aquellas rutas de descanso y sueño en la noche, que todavía hoy me arrullan.
26 nov 24